Que les parece mi cuento?
El Gran Zulemo
Dicen que murió de una sobredosis de balas por culpa de un malentendido con Dios. A ciencia cierta no lo sé, lo que si sé, es que lo recuerdo furioso con el cielo por estar tan alto.
Zulemo repetía: "Padre nuestro que te crees superior, chingas a tu madre". Considerado un hereje, un hijo de satanás, y un pinche chamaco culero, Zulemo cabalgaba a bordo de una bicicleta, que la verdad estaba poca madre: roja, con llantas grandototas, una chulada la condenada.
Un sábado, caluroso calles sudadas despidiendo olor a podrido, Zulemo apareció a gran velocidad, pedaleando en chinga, en plena fuga después de haberse robado unas conchas y unos cuernitos de la panadería de Don Prepucio, un yucateco considerado un maestro en las artes de las trenzas y demás variantes del pan dulce.
Don Prepucio, chaparro, cabezón y medio cojo el pobre, venía corriendo detrás de Zulemo, quien hábilmente entró a un terreno baldío y desapareció entre los árboles y matorrales, desapareció como un chorro de catsup en las camisas de los lunes después del maltrato con cloro de mamá. Así desapareció.
"Hijo de su pinche madre, ya lo voy a agarrar…", murmuraba el panadero, mientras regresaba cansado, derrotado, humillado.
Esa fue la primera vez que vi a Zulemo. Yo me encontraba participando en un torneo de canicas con mis amigos del barrio, cuando Tomás – el gordo botana de la pandilla - , como viendo a un héroe, señaló al horizonte y dijo: "Miren, ahí viene Zulemo, caray, que chingón se ve en su bicicleta". Y para que negarlo, Zulemo se veía con porte, controlando como un as su vehículo.
Era todo un Robin Hood. Robaba chingadera y media para dárselo a los pobres. Bueno, no le daba nada a los pobres, pero neta que si se parecía a Robin Hood. Todos admiraban a Zulemo por diversas cosas. Macario comentaba que tenía el valor de los antiguos guerreros aztecas, y aseguraba que Zulemo se había tatuado el solo, con aguja y tinta, un águila mero arriba del ombligo.
Mercedes –la ****** del barrio- juraba que Zulemo tenía una pipisota casi tan grande como una boa. "Chamacos, ese Zulemo tiene un vergón, se los juro", repetía la Meche día tras día.
Procopio decía que unos chinos dueños de la tintorería de la calle Malpica, le habían enseñado los grandes secretos del ninjitsu, y que sabía mañas y trucos de pelea. Se rumoraba que con un dedo, Zulemo podía dejarte paralizado, bien muerto, muerto, muerto.
Ese Zulemo era un chingón. Lo admiraba, lo imitaba, y desafortunadamente no era prieto como el, yo era "El güero" de la colonia, y les juro que quería ser negro. Me compraba mis pantaloncillos de mezclilla y los recortaba por encima de la rodilla para usarlos como Zulemo. Al tercer pantalón que recorté, mi madre me metió una madrina con un cinturón, que me dejó las nalgas rojas por tres días.
Con todo y eso yo me empeñaba en ser como el. Tenía la muñeca derecha cubierta con pulseras de goma multicolor igual que Zulemo. Le lloré a mi papá para que me comprara unos Converse rojos igual a los de Zulemo. Le quitaba las mangas a mis camisetas igual que Zulemo. Ahí estaba yo, con mis pinchurrientos brazos escuálidos al descubierto y pelos parados con goma del mercado. Era según yo, todo un gandalla. Me sentía gandalla, caminaba como gandalla, hablaba como gandalla, pero tenía mis limitaciones: mi bicicleta no tenía frenos de pedal.
La noche donde partí, fue la que le sigue a los regalos navideños. Recuerdo que mis padres ahorraron durante todo el año para cumplirme un sueño que había tenido desde los 8 años: una avioneta a control remoto. En nochebuena mi jefe me sacó al balcón y me señaló al cielo, me dijo: "En esa estrellita va el panzón de Chancho Clos". Mi padre, genial mi padre. Mientras estaba en el balcón con un frió de la jodida, mi mamá había colocado mi avioneta en la mesa. "Ya te trajo tu regalo", me dijo mi hermanita Jimena con emoción. Mi avioneta.
Pasé toda la noche armando mi regalo con la ayuda de Macario, Meche y Procopio. Terminamos empachados de tanto pavo, romeritos y arroz con leche que había preparado la abuela del marrano de Tomás, quien no quiso ayudarnos porque se quedó jugando con su Atari recién llegado.
A la mañana siguiente, a las 7:30 a.m. para ser exactos, me levanté, desayuné unos corn pops mientras veía a Chabelo, y me fui con mi avioneta a despertar a mis amigos. Nos fuimos a un lote de basura que había detrás de la casa de Zulemo, y encendimos mi avioneta. Tardamos 3 horas en hacerla emprender el vuelo, pero lo logramos.
Sin poder controlar el avioncito, directo y sin escala, se fue a estrellar al balcón del departamento de la madre de Zulemo, quien se encontraba leyendo una revista y tomando un vaso de jugo de toronja – siempre estaba a dieta la señora -. La avioneta tenía una pequeña fuga de gasolina, a la que no le dimos importancia por la emoción de hacer volar el aparato.
El choque causó una explosión que le quemó la cabellera a doña Feliciana, y también le causó una quemadura en el ojo izquierdo. Con lágrimas en los ojos le supliqué perdón a Zulemo y a sus padres, pero Zulemo, fuera de si, sólo me dijo: "Cuídate".
La ambulancia llegó. Se fueron todos al hospital, todos menos Zulemo. Yo me fui a mi casa, en donde mis padres me dieron una gran regañada y me encerraron en mi cuarto. Ahí, de pronto, comenzó el calor. Un calor enorme, sofocante, y ahí fue donde vi el humo entrar por debajo de la puerta.
Cuando por fin pude abrir la puerta, traté de cargar a mi hermana quien estaba atrapada por las llamas. Logre ponerla a salvo, pero la puerta de la entrada estaba atrancada con candado. Mis padres habían ido a comprar el pan dulce y nos dejaron encerrados para que yo no me fuera con mis amigos. Sabía que era lo último.
Tapé a mi hermanita con una toalla mojada, corriendo salí al balcón y le amarré la punta del cordón del tendedero a su piecito izquierdo. Logré bajarla hasta el techo de la camioneta del vecino. Ella estaba a salvo. Cuando estaba por bajarme, el boiler explotó.
El gran Zulemo cumplió lo prometido sin hablar. Sin pestañear le prendió fuego a mi hogar. Lo destruyó. No todo quedó ahí. Mi padre, quien era guardia del Banco Mexicano del Sureste, entró en una gran depresión, pues no tuvo cuerpo a quien llorarle, ni que enterrar, pues de la explosión sólo quedo un pedazo de la suela mis Converse.
Tres meses después, cuando Zulemo orgulloso de su acción, se la comentó a todo el barrio, mi papá tomó su .380 especial, se bebió dos botellas de tequila, y tocó la puerta de la casa de Zulemo. Abrió el padre, en pijama. Ya era noche.
Un balazo en la frente le destruyó la cabeza. Salió Zulemo corriendo a ver que sucedía, y mi padre le descargó todo el cilindro al pinche chamaco. Se acabó el gran Zulemo. Cargó de nuevo la pistola, y entro al baño donde la **** vieja tuerta, se encontraba escuchando a Thalia a todo volumen, mientras se lavaba el cabello en la regadera. El primer balazo le destrozó el ojo que le quedaba. Los dos siguientes fueron directo al corazón.
Nunca se supo quien mató a Zulemo y a su familia. Mis padres se mudaron al sur, a Chiapas. Siguieron una vida normal. Compran pan dulce en las noches, pero jamás volvieron a cerrar con candado.
2007-01-18
18:22:20
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Lucas
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