A mi juicio, varios, todos ellos vinculados a la psicologÃa profunda de la especie, y para facilitar su comprensión creo que vale la pena consignar diez de los más importantes, aunque sea de manera esquemática:
1. El colectivismo y la represión al ego
El más evidente de esos elementos contrarios a la naturaleza humana era la imposición violenta de diversas expresiones del colectivismo que negaban o reprimÃan la pulsión egoÃsta radicada en la psiquis de las personas sanas. El totalitarismo convertÃa el reclamo de prestigio y distinción personal -uno de los grandes motores de la acción humana- en una suerte de conducta antisocial castigada por las leyes y estigmatizada por la moral oficial, olvidando que las personas necesitan fortalecer su autoestima mediante el reconocimiento social basado en la singularidad de sus logros.
Naturalmente, esa represión al egoÃsmo y a la búsqueda de reconocimientos iba acompañada por grotescas formas sustitutas del éxito, como las distinciones oficiales a los “héroes del trabajo” dentro de la tradición stajanovista, pero la artificialidad de este sistema de premios, generalmente entregados en ceremonias ridÃculas, inevitablemente vinculados a la docilidad bovina de los elegidos, acababa por perder cualquier tipo de prestigio social, vaciándolo totalmente de contenido emocional.
2. El altruismo universal abstracto contra el altruismo selectivo espontáneo
El colectivismo exhibÃa, además, otra faceta inmensamente negativa: decretaba la obligatoriedad de una especie de altruismo universal abstracto -los obreros, la humanidad, el campo socialista- mientras combatÃa el altruismo selectivo espontáneo, dirigido al cÃrculo de las relaciones más Ãntimas, que es, realmente, el que moviliza los esfuerzos de los seres humanos: al desaparecer la propiedad privada ya no era posible dotar a los hijos de elementos materiales que garantizaran su bienestar. Ese fuerte instinto de protección que lleva a padres y madres -especialmente a las madres- a sacrificarse por sus descendientes y a posponer las gratificaciones personales en aras de sus seres queridos quedaba prácticamente anulado por la imposibilidad material de transmitirles bienes.
Era, pues, un sistema que inhibÃa y penalizaba dos de las actitudes y comportamientos que más influyen en la voluntad de trabajar y en la consecuente creación de riquezas: la búsqueda del triunfo personal y la protección y el mejoramiento de la familia. ¿Cómo asombrarse, pues, de los raquÃticos resultados materiales del totalitarismo comunista, cuando el sistema, generalmente impuesto por la violencia, suprimÃa las motivaciones más enérgicas que tienen las personas para trabajar con ahÃnco?
3. La desaparición de los estÃmulos materiales como recompensa a los esfuerzos
Pero ni siquiera ahà terminaban los refuerzos negativos que debilitaban la voluntad de trabajar en las personas comunes y corrientes: el marxismo proponÃa como meta la lejana obtención de un paraÃso siempre situado en la inalcanzable lÃnea del horizonte. El sistema exigÃa el sacrificio constante en beneficio de generaciones futuras, privando a los trabajadores de una recompensa efectiva e inmediata conseguida como resultado de sus desvelos, ignorando que, si algo se sabe con toda certeza en el terreno de las motivaciones, es que existe una relación directa entre el nivel de esfuerzo y la inmediatez de la recompensa obtenida: mientras mayor sea y más próxima se encuentre la recompensa, más intenso será el esfuerzo por obtenerla.
¿Cuánto tiempo y cuántas generaciones de trabajadores podÃan realmente defender con entusiasmo un sistema que les negaba o aplazaba sine die una legÃtima compensación por sus desvelos?
4. La falsa solidaridad colectiva y el debilitamiento del “bien común”
Como consecuencia del colectivismo y de la desaparición de estÃmulos materiales asociados al esfuerzo personal, en todos los Estados comunistas se producÃa, además, un paradójico fenómeno que Marx no supo prever: la solidaridad colectiva, lejos de fortalecerse con el comunismo, fue desvaneciéndose hasta hacerse imperceptible. Nadie cuidaba los bienes públicos. La verdad oficial era que todo era de todos. La verdad real era que nada era de nadie, y, en consecuencia, a nadie le importaba robar al Estado, dilapidar las instalaciones colectivas o abusar sin contemplaciones de los servicios ofrecidos, actitud que generaba una letal combinación entre el despilfarro y la escasez propia del sistema.
En los Estados comunistas la obsolescencia de los equipos era asombrosa: los tractores, los vehÃculos de transporte o cualquier maquinaria que se entregaba a los trabajadores tenÃa una vida útil asombrosamente breve, acortada aún más por la permanente falta de piezas de repuesto, tÃpica de las economÃas centralmente planificadas. Nadie cuidaba nada porque las personas no conseguÃan asumir mentalmente la idea del “bien común”. Lo que era del Estado -un ente opresor remoto e incómodo- no les pertenecÃa a ellas, y no habÃa razón para protegerlo.
Esto se veÃa con claridad en el entorno urbano caracterÃstico de las ciudades regidas por el socialismo, siempre sucio, despintado, mal iluminado, con edificios en ruinas. A un paÃs como Alemania del Este, la más próspera de las naciones comunistas, las cuatro décadas que duró el comunismo no le alcanzaron siquiera para recoger todos los escombros de la Segunda Guerra mundial. En La Habana, destruida por la incuria sin lÃmite del castrismo, mientras los automóviles oficiales al servicio de la nomenklatura apenas duraban dos o tres años, los viejos coches de los años cuarenta y cincuenta, todavÃa en manos de particulares, se mantenÃan circulando heroicamente. La diferencia entre el destino de unos y otros era una forma silenciosa, pero efectiva, de demostrar la ineficiencia sin paliativos del socialismo y el inmenso costo material que esa caracterÃstica le imponÃa a la sociedad.
5. La ruptura de los lazos familiares
Por otra parte, el colectivismo y la imposibilidad de colaborar con el bienestar de la familia no parecÃan ser un producto fortuito de la desaparición de la propiedad privada, sino una consecuencia conscientemente buscada por la dictadura totalitaria en su afán por romper los lazos familiares, con el objetivo de forjar hombres y mujeres que no estuvieran sujetos a la moral tradicional. De ahà las comunas chinas, las escuelas en el campo cubanas o el rechazo brutal camboyano a la vida urbana durante la tiranÃa de Pol Pot: se trataba de romper bruscamente los vÃnculos de sangre para crear una hermandad fundada en la ideologÃa, donde la fuente única para la transmisión de los valores fuera el omnisapiente Partido. Por eso en todos los gobiernos comunistas se cantaban las glorias de los niños que vencÃan los prejuicios de la lealtad burguesa y eran capaces de delatar a la policÃa polÃtica a sus padres o hermanos cuando éstos violaban las normas de la doctrina.
Ni siquiera se podÃa amar a quien no exhibiera las señas de identidad comunistas o, más genéricamente, “revolucionarias”. En Cuba, por ejemplo, desde los años sesenta el castrismo decretó el fin de cualquier contacto con familiares “desafectos” o exiliados, y centenares de miles de familias interrumpieron sus vÃnculos tajantemente. Hijos, padres y hermanos, divididos por la militancia polÃtica por órdenes implacables del Estado, dejaron de hablarse o escribirse. En los expedientes policÃacos, en las planillas de admisión a los centros de estudio y en las empresas se inscribÃa el dato peligroso: “El acusado mantiene relaciones con familiares que viven en el exterior”. Otras veces la advertencia giraba en torno al cÃrculo de amigos: “El acusado mantiene relaciones con contrarrevolucionarios conocidos”.
Mas esa brutal manipulación de las zonas afectivas de las personas tenÃa un alto costo emocional: las personas, obligadas por el miedo, obedecÃan al Estado y renunciaban a los lazos familiares o amistosos comprometedores, pero secretamente se distanciaban aún más del Estado que las obligaba a esa abyecta mutilación de sus querencias.
6. Las instituciones estabularias
Consecuentemente, el totalitarismo negaba y reprimÃa cualquier forma de organización que no estuviera sujeta al control y escrutinio de la cúpula gobernante. La sociedad no podÃa espontáneamente generar instituciones para defender ideales o intereses legÃtimos. La participación estaba limitada a los pocos cauces creados por la cúpula: el Partido, las organizaciones de masas, los parlamentos unánimes, los sindicatos amaestrados, y en ninguna de esas instituciones oficiales las personas se veÃan realmente representadas.
De forma contraria a la tradición histórica, el comunismo era un sistema conscientemente dedicado a desatar lazos y a disgregar las estructuras espontáneas y naturales de vinculación generadas por la sociedad, sustituyéndolas por correas de transmisión de una autoridad arbitraria y represiva disfrazadas de cauces artificiales de participación, aun cuando eran, en realidad, verdaderos establos en los que “encerraban” a los ciudadanos para lograr su obediencia.
¿Resultado de esa cruel estabulación de las personas? Un creciente sentimiento de enajenación en el conjunto de la población, incapaz de sentirse representada y mucho menos defendida por un sector público percibido como extraño y ajeno.
7. Del ciudadano indefenso al ciudadano parásito
Sin embargo, el pecado comunista de someter a la obediencia a los ciudadanos mediante la coacción, y de cortarles las alas para que no pudieran pensar, organizarse ni crear riquezas por cuenta propia, traÃa implÃcita su propia penitencia: convertÃa a las personas en unos improductivos parásitos que esperaban del Estado los bienes y servicios que éste no podÃa proporcionarles, precisamente por las limitaciones que habÃa impuesto a la sociedad.
Ese ciudadano indefenso se convertÃa entonces en un consumidor permanentemente insatisfecho, constantemente obligado a violar las injustas reglas a que era sometido mediante el robo y el mercado negro, debilitando con ello las normas éticas que deben presidir cualquier organización social justa y razonable.
8. El miedo como elemento de coacción y la mentira como su consecuencia
En todo caso, ¿cómo lograban los comunistas ese grado de control social? Lo conseguÃan por medio de una desagradable sensación fÃsica omnipresente en las sociedades dominadas por el totalitarismo: mediante el miedo. Miedo a la represión. Miedo a los castigos fÃsicos y morales. Miedo a ser expulsado de la universidad o del centro de trabajo. Miedo a ser despojado de la vivienda. Miedo a la cárcel. Miedo a los aterrorizantes pogromos. Miedo a las golpizas. Miedo a los paredones de fusilamiento. Sólo que el miedo, como todo refuerzo negativo -afirmación en la que no se equivocan los psicólogos conductistas-, es un estÃmulo precario que genera reacciones contraproducentes.
Entre ellas, tal vez las más graves son el fingimiento, la simulación y la ocultación. Mentir es la especialidad de las sociedades regidas por el comunismo. Miente el Partido cuando defiende planteamientos que sabe falsos o inalcanzables. Mienten los funcionarios cuando informan sobre los resultados de la gestión a ellos encomendada, generalmente mal ejecutada por falta de medios. Mienten los jerarcas cuando presentan resultados deliberadamente distorsionados. Mienten los militantes o los indiferentes cuando deben opinar sobre los logros supuestamente obtenidos.
Pero, lo que es aún más grave, todos, tirios y troyanos, enseñan a sus hijos a mentir, porque en el sistema comunista, al revés de lo que asegura la Biblia, la verdad no nos hace libres, sino nos lleva directamente a la cárcel. Sólo que esa atmósfera de falsedades -que en Cuba llaman de “doble moral”, o de “moral de la yagruma”, una hoja que tiene dos caras de distintos colores- se transforma en una fuente del cinismo más descarnado y destructor, terrible medio para la creación de riquezas, como revela una frase que se oÃa en todas las sociedades regidas por el comunismo: “Ellos (el Estado) simulan pagarnos; nosotros, a cambio, simulamos trabajar”.
9. La desaparición de la tensión competitiva
De forma tal vez previsible, un modelo de organización como el comunismo, que introduce en la sociedad unas artificiales tensiones psicológicas basadas en el miedo y en la permanente incoherencia entre lo que se cree, lo que se dice y lo que se hace, simultáneamente destruye una tensión natural que contribuye a la mejora de la especie: la urgencia por competir.
En efecto, los seres humanos tienden a competir en prácticamente todos los ámbitos de la convivencia. Desde el simple intercambio de criterios entre varias personas, muy estudiado por la dinámica de grupos, en donde inconscientemente todos procuran establecer y colocarse dentro de una cierta jerarquÃa, hasta las competiciones deportivas, en las que resulta obvia la búsqueda del triunfo, las mujeres y los hombres luchan por destacarse y escalar posiciones de avanzada.
Desgraciadamente, dentro del sistema comunista, donde las únicas instituciones que existen son las diseñadas artificialmente por el Partido y donde las iniciativas que se permiten son sólo las que emanan de la cúpula dirigente, los individuos creativos son casi siempre marginados y no encuentran campo para desarrollar sus sueños y proyectos. Los “héroes” y “capitanes de industria”, como les llamaba Thomas Carlyle, impelidos por la naturaleza para llevar a cabo impetuosas hazañas sociales, están prohibidos, son perseguidos o se les extirpa cruelmente de la vida pública si consiguen hacerse peligrosamente visibles.
Es muy probable que en paÃses como la URSS o Checoslovaquia, donde habÃa un alto nivel educativo, existieran personas como William Schockley, uno de los creadores del transistor, o jóvenes inquietos como Steven Jobs, padre del computador personal Apple, pero ¿cómo las buenas ideas se transforman en acciones concretas en sistemas sociales cerrados, guiados por dogmas infalibles y administrados por burocracias polÃticas, ciegas y sordas ante cualquier iniciativa novedosa?
El éxito aplastante de sociedades como la norteamericana, comparadas con las comunistas, se debe, en gran medida, a las inmensas posibilidades de actuación que tienen los individuos creativos donde existen libertades individuales e instituciones que favorecen el talento excepcional. Es muy notable que un genio como Thomas Alva Edison haya patentado más de mil inventos, entre ellos la bombilla de luz eléctrica, o que un estudiante llamado Bill Gates haya creado un software ingenioso para ser utilizado como sistema operativo en las computadoras, pero tan admirable como la obra de estas personas es que vivÃan en sociedades que potenciaban el paso vertiginoso de la idea al artefacto y del artefacto a la empresa.
Edison no sólo inventó la bombilla: además creó la empresa para distribuir la electricidad y cobrar por el servicio. Gates no sólo perfeccionó el lenguaje Basic y le dio un destino concreto como pieza clave de las computadoras personales: también, en un humilde garaje y ayudado por cuatro amigos, creó una empresa, Microsoft, que en veinte años estarÃa entre las mayores del planeta. De haber nacido ambos en el mundo comunista, lo probable es que la creatividad y energÃa que los impulsaba a trabajar, competir y triunfar se hubiera disuelto lentamente bajo el peso letal de un sistema concebido para destruir casi cualquier iniciativa espontáneamente surgida en su seno.
10. La necesidad de libertad
A esta represión del espÃritu de competencia hay que agregar la fatal supresión de las libertades implÃcita en toda forma de organización social montada sobre la existencia de dogmas inapelables, como sucede con la escolástica marxista.
¿Por qué recurrir a la expresión “escolástica marxista”? Porque en el marxismo, como en el método escolástico medieval, las verdades ya son conocidas, y aparecen consignadas en los libros sagrados de la secta escritos por las autoridades. En el marxismo lo único que les es dable a las personas, especialmente si ocupan puestos destacados, es confirmar la sagacidad de las autoridades con ridÃculos ditirambos como “Gran timonel”, “Máximo lÃder”, “Querido lÃder”, “Padre de la patria”, muestras todas de las formas más degradadas de culto a la personalidad.
Pero sucede que la libertad para informarse, examinar la realidad y proponer cursos de acción no es un lujo espiritual prescindible, sino una de las causas de la prosperidad en las sociedades modernas. Si hay una definición bastante exacta del hombre es la de “ser que se informa constantemente”. No es una casualidad que el saludo más extendido en la especie humana sea: “¿Qué hay de nuevo?”. ¿Por qué? Porque el rasgo caracterÃstico de la especie es la permanente transformación del medio en el que vive, y eso significa un cambio constante en los peligros que acechan y en las oportunidades que surgen.
TenÃan razón, pues, Yakovlev y Gorbachov cuando pensaban que la libertad para intercambiar información sin miedo -la glasnost- era el camino para aliviar los enormes problemas de la URSS, pero se equivocaron al creer que el sistema comunista era reformable. No lo era, como finalmente me admitió Yakovlev, porque contrariaba la naturaleza humana. Eso lo condenaba al fracaso.
IV. EpÃlogo
Sólo que la evidencia no es suficiente para convencer a cierta gente de la inviabilidad del comunismo. Un profesor y amigo me contaba que habÃa acudido a un paÃs latinoamericano para dictar una conferencia sobre el fin del marxismo; a las puertas de la universidad lo esperaba una elocuente pancarta: “Marx ha muerto: ¡viva Trotski!”.
Y asà es: decenas de fracasos en otros tantos paÃses y en diversas circunstancias, contemplados a lo largo de muchas décadas, no han bastado para convencer a algunas personas indiferentes a la realidad. ¿Por qué? Tal vez porque el marxismo, aunque falso, aporta un diagnóstico sencillo, elemental y comprensible de los males sociales; un diagnóstico al alcance de cualquier persona, por limitada que sea su educación o por escasa que resulte su capacidad de análisis. Tal vez, porque la disparatada terapia que propone posee esas mismas caracterÃsticas. También, porque las utopÃas, causantes de las mayores catástrofes de la historia, son siempre seductoras para un porcentaje de la sociedad que prefiere delirar a observar y reflexionar.
Sin embargo, el hecho de que algunas personas insistan en un error no es una forma indirecta de validarlo. Es, simplemente, una muestra de terquedad irracional, de la que hay otros miles de ejemplos en la historia.
En todo caso, no olvido una triste observación que me hizo Yuri Kariakin, marxista en sus años mozos y demócrata en su vejez, mientras esperábamos a Yakovlev: “¡Qué raro y desproporcionado es el marxismo! Durante nuestra juventud -me dijo-, en pocos dÃas nos llenamos la cabeza de porquerÃas e insensateces ideológicas, pero luego nos toma muchos años sacarlas del cerebro”.
Hay gente que no lo consigue nunca.
2007-03-19 13:05:00
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