El caos se atiborró de caos. El caos se atragantó de caos. El caos se colapsó de caos.
AhÃ, en esas arterias angelinas saturadas de grasa y de conato de infarto cada tarde, de cada dÃa, de todos los dÃas, para desembocar en el vecindario del Memorial Coliseum. AhÃ, el caos descubrió el caos.
La Meca es una sola. El Memorial Coliseum, ahà donde midieron fuerzas Chivas de Guadalajara y Ãguilas del América.
Ayer todos los caminos del fanatismo llevaban al corazón del corazón angelino.
A la distancia, con el sol colocado en la punta del pebetero olÃmpico, otorgaba una estampa grandiosa, monumental, nostálgica, como lágrima de reminiscencia de los Juegos OlÃmpicos de 1932 y 1984.
En esa zona que circunda el Coliseo, donde conviven, casi como cita a ciegas, casi como rutina de afecto refrendado, cientos de angelinos, ayer el tráfico fue más caótico que nunca.
Pero ayer ese desierto del orden, esa comunidad del caos, tuvo colores. Ayer perdió el percudido gris de la burocracia volviendo al trabajo, de los jornaleros de oficina regresando al hogar.
Ayer se vistió de amarillo, se ornamentó de azul, se puso las franjas rojas y blancas, en ese rÃo caudaloso de pasiones, pero estancado en movimiento.
Las camisetas, las manos, las cabezas sin pescuezo, los pescuezos con cabezas, las banderas, las gorras, asomaban casi indecorosas por las bocas abiertas de los autos.
Era la fiesta previa a la fiesta de la cancha. Era la batalla previa a la batalla de la cancha.
Envueltos, uniformados, enrolados en su propia pasión, la cabalgata metálica se arrastraba con los motores bufando y las voces rechinando de desafÃos y bravatas.
En el termómetro del futbol, los odios son un léxico inocuo, inofensivo, se deforma en la simpleza del amor a una camiseta, a una tradición, a una historia, a un pasado, más que, estrictamente, al detonante inmediato de un futuro incierto.
Entre ese afecto enfermo de celos y obsesiones, sólo cabe un competidor, el manifiesto potencial de demeritar, de desafiar, de humillar, de contender con el que está enfrente.
En eso son iguales. Los que se visten de amarillo y los que se parten la humanidad en las franjas rojas y blancas.
Cuando la tortuosa ruta ha sido vencida, cuando el camino desemboca en la garganta del Memorial Coliseum, empieza una nueva lucha, esta corporal, frente a frente, cara a cara, sin mediar, como embajador de buena voluntad, la distancia entre los autos.
Esta vez se ven, se tocan, se rozan, se sienten, se miran, se desafÃan.
Esta vez ellos y ellas se revisan de arriba a abajo, de lado a lado, se observan sin disimulo, con miradas reprobatorias, con gestos condenatorios, con desplantes intimidatorios.
El mundo en gris es demasiado pequeño, demasiado estrecho para las dos marabuntas que consumen el futbol mexicano.
Hay los que se esconden, los que se enconchan, los armadillos que se encierran en otros colores.
Uno del Atlas que le grita al América y uno de Pumas que le grita a Chivas.
Uno de Atlante que le grita a la indiferencia y uno de Tigres que no identifica en el espejo de sus preferencias al enemigo y al amigo.
Y por supuesto los otros, los que quedan bien con todos. Los que se visten de verde, para recordarles, a amarillos y rojiblancos, que, finalmente, la camiseta de esmeralda turbio, es la primogénita en las lides honorables del futbol.
Por eso se empujan sin chocar, se golpean con disimulo para no herirse sin disimulo.
Ellos, hijos de los hijos de esta animadversión. No están solos. Y empiezan, en la inmensidad histórica del Memorial Coliseum, un escenario ajeno a los orÃgenes de Guadalajara y América, a educar en la academia del aborrecimiento a sus hijos, que son hijos de los hijos que alguna vez cruzaron un rÃo al sur que cada vez es más angosto para cruzarse y es cada vez más ancho para surcarlo de regreso.
Se meten al estadio, y como animales de viejos costumbre o como viejos animales de costumbres, se acercan a los de su raza, a los de su sangre. Todos son hijos del águila, del nopal y de la serpiente, pero no todos son profesantes ni profesos de la misma religión futbolÃstica.
Hay clases sociales, aunque vivan en una sociedad sin clases, pero ellos se empeñan en vivir en clases sin sociedad.
Al final ambos contingentes sucumben, se rinden, lloriquean, se deforman el rostro en un largo puchero. Al final les gana la raza más que el roce. Al final con “México lindo y querido” doblan las manos y doblan las campanas por el rencor, hasta se voltean a ver con afecto, más aún cuando el Himno Nacional de México estremece el pellejo de cemento del Memorial Coliseum.
Se reconcilian en la nostalgia herida, en la raza de bronce por la cual debe hablar el espÃritu vasconcelista, se ven hasta casi con ternura, con indulgencia.
Hasta que llega el árbitro.
Y grazna con ese chillido de tenor castrado. Con esa voz de dama histérica, virgen y menopáusica.
Y entonces, justo entonces, recuerdan que están ahÃ, por 180 largos minutos, para odiarse.
Y cualquier otro sentimiento, es traición.
2006-11-17 19:00:48
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answer #3
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answered by Anonymous
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