Una de las características del pensamiento kantiano, según es bien sabido, es la defensa de la idea de que es posible una moralidad a la vez universal y autónoma, o sea, una moral que valga para todo ser racional y en la que cada uno, sin embargo, se obedezca nada más que a sí mismo. Esa idea -cuya realización ha sido denominada el proyecto inconcluso de la modernidad6- subyace en autores como Rawls o Habermas y ha dado origen a lo que ha solido denominarse liberalismo deontológico. Para un autor como Rawls7, por ejemplo, es posible una decisión racional en punto a las instituciones sociales básicas, dejando, al mismo tiempo, una amplia pluralidad en punto a lo que debe ser estimado una vida buena. Mientras lo correcto, es decir, mientras el diseño de las instituciones básicas para la cooperación social, como el mercado o el derecho, han de ser decididos racionalmente por sujetos iguales en condiciones de imparcialidad -lo que este autor denomina posición original-, ello no ocurre con lo bueno, es decir, con el ideal al que cada uno deba sujetar su vida; en punto a esto último se hace necesario acoger la más amplia pluralidad posible. Una tesis similar ha sido sostenida por Habermas. Habermas erige como principio básico del razonamiento moral el principio de universalización, según el cual una norma moral es válida cuando puede ganar el asentimiento de todos los afectados. Habermas argumenta que los partícipes del discurso moral se comprometen en una práctica comunicativa que reconoce la igualdad de todos los partícipes y presupone la aceptación de ese principio a partir del cual sería posible la justificación racional de normas y principios morales. Al igual que Rawls, sin embargo, Habermas descree que sea posible una discusión que satisfaga el principio de universalidad y que se refiera ya no a las instituciones básicas, sino a la vida que cada uno deba vivir. Cuál ha de ser la vida que cada uno haya de perseguir, sugiere Habermas, es una cuestión que sólo puede ser discutida al interior de una cierta forma de vida, al interior de un cierto horizonte histórico, que impide la universalización
Pero, claro está, tanto la obra de Rawls como la de Habermas poseen una inspiración kantiana, abiertamente moderna, como suele decirse hoy y, por lo mismo, no es extraño que ambas deban hacer frente al pensamiento de tinte más bien postmoderno o, según los casos, al pensamiento de inspiración hegeliana.
El ideal kantiano de sujetos racionales y autónomos, argumentan las tesis comunitaristas, es un argumento demasiado feble para fundamentar ideas morales. Esta debilidad del argumento kantiano -que, como hemos visto, subyace en autores como Rawls o Dworkin- deriva del hecho que desconoce la esencial historicidad de la condición humana. Los seres humanos, argumenta el comunitarismo, somos seres plagados de historicidad, inevitables herederos de ciertas tradiciones, moldeados insensiblemente por nuestras experiencias y poseedores de un lenguaje que determina nuestra capacidad de sentir y de esperar. El sujeto kantiano en el que hace pie el liberalismo deontológico -un sujeto trascendental y ahistórico- no existe, en verdad, y en cambio de él sólo contamos con nosotros y la historia que hemos sido capaces de vivir. No es, pues, posible, argumenta el comunitarismo, pretender juzgar o erigir las instituciones sobre principios únicos. En cambio de eso, se hace necesario reivindicar la idea de virtudes o de bienes. Sólo es posible argumentar moralmente a partir de la vida que vivimos y a partir de las estructuras simbólicas y significativas en las que hemos crecido. La idea de justicia defendida por autores como Rawls o Dworkin, por ejemplo, viene a ser sustituida en una obra como la de Walzer, por la idea de que hay varias justicias, varias esferas sociales que erigen, cada una, ideas de justicia diferenciadas entre sí.
2006-11-04 06:51:51
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