PRUEBAS QUE DEMUESTRAN LA NO EXISTENCIA DE DIOS
DIOS NO PUDO HABER CREADO SIN MOTIVO:
MAS ES IMPOSIBLE ENCONTRAR UNO
De cualquier forma que se pretenda examinarla, la Creación es inexplicable, enigmática, falta de sentido.
Salta a la vista que si Dios ha creado, es imposible admitir realizara este acto tan grandioso, en el que las consecuencias debían ser fatalmente proporcionadas al acto mismo, y por consiguiente incalculables, sin que lo hiciera determinado por una razón de primer orden.
Ahora bien: ¿cuál pudo ser esta razón? ¿Por qué motivo tomó Dios la resolución de crear? ¿Qué móvil le impulsó a ello? ¿Qué deseo germinó en Él? ¿Qué designio se formó? ¿Qué idea persiguió? ¿Qué fin se había propuesto?
Multiplicad en este orden de ideas las preguntas; rondad cuanto queráis alrededor de este problema, examinar bajo todos sus aspectos y en todos sus sentidos, y yo os desafío a que lo resolváis en otro sentido que no sea el de incoherencias o sutilezas.
Ejemplo: he aquí un niño educado en la religión cristiana. Su catecismo y los maestros le enseñan a preguntarse para qué le ha traído Dios al mundo. ¿Podrá el niño obtener una respuesta juiciosa?
No la obtendrá jamás. Suponed aun que confiando en el saber y la experiencia de sus educadores, persuadido del carácter sagrado de que éstos están revestidos (curas o pastores) poseyendo luces especiales y dones particulares, convencido que por su santidad estén más próximos de Dios y por lo tanto mejor iniciados que él en las verdades reveladas; suponed que este niño tenga la curiosidad de preguntar a sus maestros por qué y para qué Dios le ha creado y le ha puesto en el mundo; afirmo que éstos son incapaces de contestar a esta simple interrogación, con una respuesta plausible, sensata.
No podrán dársela porque en verdad no la hay.
Cerquemos bien la cuestión, ahondemos en el problema. Con el pensamiento imaginemos a Dios antes de la creación. Tomémosle en su sentido absoluto. Está completamente solo, no necesita ni desea ayuda de nadie, está perfectamente tranquilo, es perfectamente feliz, perfectamente poderoso. Nada puede disminuir su tranquilidad, nada puede disminuir su felicidad, nada puede aumentar su poder.
Bien mirado, este Dios no puede experimentar ningún deseo, puesto que su felicidad es infinita, ni perseguir ningún fin, cuando nada falta a su perfección; no puede formar ningún designio, puesto que nada puede extender su poder; no puede determinarse a querer nada no teniendo necesidad alguna.
¡Ea! Filósofos profundos, pensadores útiles, teólogos prestigiosos, responded a este niño que os interroga y decidle por qué Dios lo ha creado y lo ha lanzado al mundo.
Estoy bien tranquilo: vosotros no podéis responder a menos que no le digáis: «Los misterios de Dios son impenetrables» y aceptéis esta respuesta como suficiente.
Y haréis bien absteniéndoos de toda otra respuesta, porque ella, os lo prevengo caritativamente, entrañaría la ruina de vuestro sistema y el derrumbamiento de vuestro Dios.
La conclusión se impone lógica, imperdonable: Dios, si ha creado, ha creado sin motivo, sin saber por qué, sin ideal.
¿Sabéis, camaradas, adonde nos conducen las consecuencias de tal conclusión?
Vais a verlo.
Lo que diferencia los actos que realiza un hombre dotado de corazón, de los de otro atacado de demencia: lo que hace que uno sea responsable y otro irresponsable es que un hombre de razón sabe siempre o puede llegar a saberlo, cuando realiza algo, cuáles han sido los móviles que le han impulsado, cuáles son los motivos que le han inducido a practicar lo que pensaba; sobre todo cuando se trata de una acción importante y sus consecuencias afectan gravemente a su responsabilidad, es preciso que el hombre entre en posesión de su razón, se repliegue sobre sí mismo, se libre a un examen de conciencia, serio, persistente e imparcial que por sus recuerdos reconstituya el cuadro obligado de los acontecimientos que le han sucedido; en una palabra, que procure vivir las horas pasadas, para que pueda con claridad discernir cuáles fueron las causas y el mecanismo de los movimientos que le determinaron a obrar.
Con frecuencia no puede vanagloriarse de las causas que le han impulsado y a menudo le hacen enrojecer de vergüenza; mas cualesquiera que sean estos motivos, nobles o viles, interesados o generosos, llega un momento para descubrirlos.
Un loco, al contrario, procede sin saber por qué, y una vez el acto realizado, por grandes que sean las consecuencias que de él puedan derivarse, interrogadle, encerradle si queréis en un círculo estrecho de preguntas, y no obtendréis de este pobre demente más que vaguedades e incoherencias.
Por tanto, lo que diferencia los actos de un hombre sensato de los de un insensato es que los actos del primero se explican, que tienen una razón de ser, que se distingue la causa y el efecto, el origen y el fin, mientras que los actos de un hombre privado de razón no se explican; que él mismo es incapaz de discernir por qué los ha cometido y el fin que persigue al realizarlos.
Ahora bien: si Dios ha creado sin motivo, sin causa, ha procedido como un loco, y en este caso la creación aparece como un acto de demencia.
CONTRA EL DIOS GOBERNADOR O PROVIDENCIAL
EL GOBERNADOR NIEGA AL CREADOR
Son muchísimos, forman legión, los que contra todo se obstinan en creer. Concibo que, en rigor, pudiera creerse en la existencia de un creador perfecto, o que se creyera en un gobernador necesario; pero me parece imposible que razonablemente pueda creerse en la existencia de uno y de otro al mismo tiempo, porque estos dos SERES perfectos se excluyen categóricamente: afirmar a uno es negar al otro; proclamar la perfección del primero es confesar la inutilidad del segundo; sostener la necesidad del segundo es negar la perfección del primero.
Planteado en otros términos, se puede creer en la perfección de uno o en la necesidad del otro; pero resulta desprovisto de toda lógica creer en la perfección de los dos; es imposible; hay que escoger.
El Universo creado por Dios hubiera sido una obra perfecta si en conjunto, como en sus más mínimos detalles, esta obra fuera sin defectos; si el mecanismo de esta gigantesca Creación fuera irreprochable; si su perfección fuera tal que no hubiera temor de que se produjera ningún desarreglo, ninguna avería; concretando: si la obra fuera digna de este obrero genial, de este artista incomparable, de este constructor fantástico, que llaman Dios, la necesidad de un Gobernador no se hubiera sentido.
Es lógico pensar que una vez puesta la máquina en marcha no había sabido abandonarla a ella misma, sin temor, pues los accidentes eran imposibles.
¿Para qué este ingeniero, este mecánico, cuyo papel es vigilar la máquina, dirigir, intervenir cuando es necesario, realizar retoques cuando está en movimiento y hacerle las reparaciones sucesivas y necesarias? Este ingeniero era inútil, como innecesario era el mecánico.
Y en este caso, el Dios Gobernador es inútil.
Si el Gobernador existe, no puede negarse que su presencia, su vigilancia, su intervención, son indispensables.
La necesidad del Gobernador es como un insulto, un desafío lanzado al Creador; su intervención corrobora el desconocimiento, la incapacidad, la impotencia del Creador.
El Dios Gobernador niega la perfección del Dios Creador.
LA MULTIPLICIDAD DE LOS DIOSES ATESTIGUA QUE NO EXISTE NINGUNO
El Dios Gobernador debe ser poderoso y justo, infinitamente poderoso e infinitamente justo.
Afirmo que la multiplicidad de las religiones atestigua que le falta o poder o justicia.
No hablemos de los dioses muertos, de los cultos abolidos, de las religiones olvidadas. Porque éstas se cuentan por miles de miles.
No hablemos sino de las religiones existentes.
Según los cálculos mejor fundados, se conocen actualmente ochocientas religiones que se disputan el imperio de los mil seiscientos millones de conciencias que pueblan nuestro planeta. No puede dudarse que cada una reclama para sí el privilegio de que sólo su Dios es el verdadero, el auténtico, el indiscutible, el único, y que todos los otros dioses son dioses de risa, dioses falsos, dioses de contrabando y de pacotilla, y que es obra piadosa combatirlos y aplastarlos.
A esto yo agrego: que si en lugar de ochocientas no hubiera sino cien religiones, o diez, o dos, mi argumento tendría el mismo valor.
Por tanto sostengo que la multiplicidad de estos dioses atestigua que no hay ninguno, porque al mismo tiempo certifica que Dios no es poderoso ni justo.
Si mera poderoso, hubiera podido hablar a todos con la misma facilidad que lo haría a unos pocos. Hubiera podido mostrarse, revelarse a todos, sin emplear más esfuerzos que para un reducido número.
Un hombre, cualquiera que sea, no pueda mostrarse ni hablar más que a un número reducido de hombres; sus cuerdas vocales tienen una resistencia que no puede exceder de ciertos límites. ¡Pero Dios...!
Dios puede hablar a todos, por grande que sea el número, con la misma facilidad que a unos pocos. Cuando se eleva, la voz de Dios puede y debe repercutir en los cuatro puntos cardinales.
El verbo no conoce ni distancia ni obstáculos. Atraviesa los océanos, escala las alturas, franquea los espacios sin la más pequeña dificultad.
Puesto que Él ha querido -la religión así lo afirma- hablar a los hombres, revelarse a ellos, confiarles sus designios, indicarles su voluntad, hacerles conocer su Ley, bien hubiera podido hacerlo a todos y no a un puñado de privilegiados.
Pero no ha sido así, puesto que unos lo ignoran, otros lo niegan, y otros, en fin, establecen competencias poniendo unos enfrente de otros.
¿Y en estas condiciones no estimáis sensato pensar que no ha hablado a nadie y que las múltiples revelaciones que se le atribuyen son otras tantas imposturas, o más aún, que si no ha hablado más que a unos pocos ha sido porque era incapaz de hablar a todos?
Siendo esto así, yo le acuso de impotencia, y si no queréis que le acuse de impotencia, le acusaré de injusticia.
¿Qué pensar de un Dios que sólo se hace visible a un reducido número y se esconde para los otros? ¿Qué pensar de ese Dios que dirige la palabra a unos pocos y para los otros guarda el más profundo silencio?
No olvidéis que los representantes de ese Dios afirman que es el padre de todos y que todos somos también los hijos amados del padre que reina allá arriba en los cielos.
¡Y bien! ¿Qué pensáis vosotros de ese padre que exuberante de ternezas para algunos privilegiados, revelándose a ellos, les evita las angustias de la duda, las torturas de la vacilación, mientras que voluntariamente condena a la inmensa mayoría de sus hijos a los tormentos; de ese padre que exige a sus hijos practiquen un culto, le rindan adoraciones y respetos, que llama a unos pocos a escuchar su verdadera palabra, mientras que con el deliberado propósito niega a los más esta distinción, este insigne favor?
Si vosotros estimáis que este padre es bueno, no os sorprendáis si mi opinión es diferente.
La multiplicidad de las religiones proclama bien claro que al Dios de los cristianos le falta o poder o justicia.
Pero Dios debe ser infinitamente poderoso e infinitamente justo -los cristianos lo afirman-, y si le falta alguno de estos dos atributos, la potencia o la justicia, no es perfecto, y no siendo perfecto no tiene razón de ser, y, por lo tanto, no existe.
La multiplicidad de los dioses demuestra que no existe ninguno.
DIOS NO ES INFINITAMENTE BUENO: EL INFIERNO LO ATESTIGUA
El Dios Gobernador o Providencia, es y debe ser infinitamente bueno, infinitamente misericordioso. La existencia del infierno prueba, sin embargo, que no lo es.
Seguid de cerca mi razonamiento: Dios podía, puesto que era libre, no éramos, pero nos ha creado.
Dios podía, puesto que es todopoderoso, crearnos buenos; pero ha creado buenos y malos.
Dios podía, puesto que es bueno, admitimos a todos en su Paraíso ¡después de nuestra muerte, contentándose como castigo con el tiempo de sufrimientos y de tribulaciones que pasamos en la tierra.
Dios podía, en fin, puesto que es justo, no admitir en su Paraíso a los malos, negándole el acceso, mas antes debiera destruirlos totalmente a su muerte y no condenarlos a los sufrimientos del infierno.
Porque quien puede crear, puede destruir; quien tiene poder para dar la vida, lo tiene para destruirla, para aniquilarla.
Veamos: vosotros no sois dioses. Vosotros no sois infinitamente justos, ni infinitamente misericordiosos.
Pero tengo la absoluta seguridad, sin que por esto os atribuya Cualidades que quizá no poseéis, que si estuviera en poder vuestro, sin que esto os exigiera un gran esfuerzo, sin que resultara para vosotros ningún perjuicio moral ni material: si en poder vuestro estuviera, repito, dentro de las condiciones indicadas, el evitar a un ser humano una lágrima, un dolor, un sufrimiento, afirmo que lo haríais sin titubeos, sin vacilaciones. ¡Y sin embargo no sois ni infinitamente buenos, ni infinitamente misericordiosos!
¿Seríais vosotros mejores, más misericordiosos que el Dios de los cristianos?
Porque, en fin, el infierno existe. La Iglesia lo enseña; es la horrible visión con ayuda de la cual se siembra el espanto en los niños, en los viejos y entre los pobres de espíritu y temerosos; es el espectro que se instala en la cabecera de los moribundos a la hora en que la muerte les arrebata todo su valor, toda su energía y toda su lucidez.
¡Y bien! El Dios de los cristianos, que dicen es de piedad, de perdón, de indulgencia, de bondad y de misericordia, arroja una parte de sus hijos -para siempre- en un antro de torturas, las más crueles, y de suplicios, los más horrendos.
¡Cómo es bueno! ¡Cómo es misericordioso!
Conoceréis sin duda estas palabras de las Escrituras: «Muchos serán los llamados, pero pocos los elegidos». Estas palabras significan, sin abusar de su valor, que ínfimo será el número de los salvos y considerable el de los condenados. Esta afirmación es de una crudeza tan monstruosa, que se ha procurado darle otro significado.
Poco importa: el infierno existe y es evidente que los condenados -muchos o pocos- sufrirán los más dolorosos tormentos.
Preguntamos ahora nosotros: ¿a quién pueden beneficiar los tormentos de los condenados?
¿Acaso a los elegidos? ¡Efectivamente, no! Por definición, los elegidos serán los justos, los virtuosos, los fraternales, los simpatizantes, y sería absurdo suponer que su felicidad, ya incomparable, pudiera ser acrecentada con el espectáculo de sus hermanos torturados.
¿Será, pues, a los condenados mismos? Tampoco, puesto que la Iglesia afirma que el suplicio de esos desgraciados no acabara jamás, y que por los siglos de los siglos sus sufrimientos serán tan horripilantes como el primer día.
¿Entonces...?
Entonces, aparte de los elegidos y de los condenados, sólo existe Dios.
¿Es, pues, Dios quien obtendrá beneficios de los sufrimientos de los condenados?
¿Es, pues, Él, ese padre infinitamente bueno, infinitamente misericordioso, quien se regocijara sádicamente con los dolores a que voluntariamente ha condenado a sus hijos?
¡Ah! Si esto es así, este Dios me parece un feroz inquisidor, el más implacable que se pueda imaginar.
El infierno prueba que Dios no es bueno ni misericordioso.
La existencia de un Dios de bondad es incompatible con la existencia del infierno.
O bien el infierno no existe, o bien Dios no es infinitamente bueno.
2007-03-15 04:35:20
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answer #2
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answered by krlitos 6
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