La construcción discursiva del sujeto es la preocupación de Emil Benveniste en “De la subjetividad en el lenguaje”, donde se pregunta por qué el lenguaje tiene la propiedad de ser instrumento de comunicación. En primer lugar —responde— el lenguaje aparece de hecho, asà empleado; y, en segundo lugar, presenta disposiciones tales que lo tornan apto para servir de instrumento. El papel de transmisión del lenguaje es visible en el discurso, entendido como el lenguaje puesto en acción y necesariamente entre partes. En este sentido, el lenguaje es instrumento que deberÃa oponer hombre y naturaleza. Pero el lenguaje está en la naturaleza del hombre que no lo ha fabricado y que se encuentra en el mundo como hombre hablante, un hombre hablando a otro. El lenguaje enseña la definición misma del hombre. El hecho de pensar en el lenguaje como instrumento, disocia del hombre la propiedad del lenguaje. El tránsito de la palabra genera un intercambio y, por lo tanto, una cosa que se permuta. La palabra parece cumplir una función instrumental que se puede hacer objeto. Sin embargo, para que ésta garantice la comunicación es preciso que la habite el lenguaje —lugar en el que hay que buscar— del que ella es actualización. Es en y por el lenguaje como el hombre se construye como sujeto, porque el solo lenguaje funda en realidad —en su realidad que es la del ser— el concepto de ego. La subjetividad es la capacidad del locutor de plantearse como sujeto. No se define por el sentimiento que cada uno experimenta de ser uno mismo, sino como la unidad psÃquica que trasciende la totalidad de las experiencias vividas, que reúne asegurando la permanencia de la conciencia. La subjetividad es la emergencia en el ser de una propiedad fundamental del lenguaje: Ego es quien dice ego. El fundamento de la subjetividad se determina por el estatuto lingüÃstico de la persona. La conciencia de sà sólo se puede experimentar por contraste: no empleo yo sino dirigiéndome a alguien, a un tú. La condición de diálogo es constitutiva de persona: la reciprocidad de tornarme tú en la alocución de quien se designa como yo. El lenguaje sólo es posible porque cada locutor se pone como sujeto y remite a sà mismo: un yo que plantea otra persona y que desde un exterior a mà se vuelve mi eco al que digo tú diciéndome tú. Esta polaridad es exclusiva del lenguaje. No es simetrÃa, ya que el yo trasciende respecto de un tú, pero ambos términos son complementarios y reversibles. El hombre adquiere en el lenguaje una condición única; es, por tanto, una realidad dialéctica que engloba los dos términos, definiéndolos por mutua relación, donde se descubre el fundamento lingüÃstico de nuestra subjetividad. Yo y tú son las formas lingüÃsticas que indican persona. Los pronombres no remiten ni a un concepto ni a un individuo. El yo no denomina una entidad léxica. Los pronombres son una clase de palabra que escapan al estatuto de los demás signos del lenguaje. Yo refiere al discurso individual en que es pronunciado y cuyo locutor designa. Es un término que sólo puede ser identificado en la instancia de discurso y cuya única referencia es la actual: el presente. El yo, por lo tanto, remite a la realidad del discurso, al proceso, al aconteciendo. Es en la instancia de discurso en que yo designa el locutor donde éste se enuncia como sujeto. AsÃ, el fundamento de la subjetividad está en el ejercicio de la lengua. No hay otro testimonio objetivo de la identidad del sujeto que el que asà da él mismo sobre sà mismo. De los pronombres personales dependen los deÃcticos que organizan las relaciones espaciales y temporales en torno al sujeto ya instalado como referencia. Los deÃcticos se definen solamente por relación a la instancia de discurso en que son producidos, dependen de un yo que enuncia. Por ello puede afirmarse que la subjetividad domina una temporalidad y una espacialidad. Existe una organización lingüÃstica en torno al tiempo cuya lÃnea divisoria es el presente interior al discurso: es el tiempo en que se está, el tiempo en que se habla. En consecuencia, si el lenguaje es la posibilidad de subjetividad, el discurso será la emergencia de dicha subjetividad. El lenguaje propone formas vacÃas que cada locutor en ejercicio del discurso se apropia y que refiere a su persona. El discurso posibilita sustituir todas las coordenadas que definen al sujeto. Benveniste, entonces, afirma que la instalación de la subjetividad en el lenguaje crea en el lenguaje —y también fuera de él— la categorÃa de persona. Benveniste define el discurso como “el lenguaje entendido como ejercicio asumido por el individuo”. Sorprendente la relación que podemos establecer con Mijail Bajtin cuando plantea que “Para que las relaciones de significación y de lógica se vuelvan dialógicas, deben encarnarse, es decir, entrar en otra esfera de existencia: volverse discurso, es decir, enunciado, y conseguir un autor, es decir, un sujeto del enunciado”. Bajtin observará que las relaciones sobre las cuales se estructura el relato son posibles porque el dialogismo es inherente al lenguaje mismo. Ahora, hay que precisar que el diálogo no es sólo el lenguaje asumido por el sujeto: es una escritura en la que se lee al otro. La escritura será entendida como subjetividad y como comunicatividad, es decir, intertextualidad. Frente a este dialogismo la noción de persona —sujeto de la escritura— empieza a desvanecerse para cederle el puesto a la ambivalencia de la escritura. Julia Kristeva —leyendo a Bajtin— plantea que el sujeto de la narración por el acto mismo de la enunciación se dirige a otro, y es con respecto a ese otro que la narración se estructura. En lugar de subjetividad (pienso, luego existo) tendremos ambivalencia (hablo y me oyes, luego existimos). Por lo tanto, iremos más allá de estudiar las relaciones entre significante y significado como diálogo entre sujeto de la narración y el destinatario. Ese destinatario, al no ser otro que el sujeto de la lectura, representa una entidad de doble orientación: significante en su actitud hacia el texto y significado en la actitud del sujeto de la narración hacia él. Es una dÃada cuyos términos, al estar comunicados, constituyen un sistema codificado. El sujeto de la narración también es llevado a éste reduciéndose asà a código, a no persona, a un anonimato (que será el autor, el sujeto de la enunciación) que se mediatiza por obra de un él (personaje, sujeto del enunciado). AsÃ, el autor será el sujeto de la narración metamorfoseado (metaforizado) por el hecho de haberse insertado en el espacio de la narración; él no es nada, sino la posibilidad de permutación del sujeto de la narración al destinatario, de la historia al discurso y del discurso a la historia. Deviene un anonimato, una ausencia, un blanco para permitirle a la estructura existir como tal. Se instala, entonces, en el origen mismo de la narración —en el momento mismo en que el autor aparece— la experiencia del vacÃo. A partir de este anonimato, de ese cero en que se sitúa el autor, va a nacer el del personaje: un estadio más tardÃo devendrá en nombre propio. El cero, ahora no existe, el vacÃo es reemplazado súbitamente por “uno” (él, nombre) que es dos (sujeto y destinatario). Es el destinatario, el otro, la exterioridad, el que transforma al sujeto en autor, es decir, el que hace pasar al sujeto de la narración por ese estadio cero, de negación y de exclusión que el autor constituye. En el vaivén entre el sujeto y el otro, entre el escritor y el lector, el autor se estructura como significante y el texto como diálogo de dos discursos. Será, finalmente, la constitución del personaje la que permite la disyunción del sujeto en sujeto de la enunciación y sujeto del enunciado. Desde una perspectiva filosófica, Gianni Vattimo detecta que el impersonalismo se ha instalado como sÃntoma en la cultura lo que exhibe un cambio real del pensamiento y de la condición basal de la existencia. Vattimo vincula este dato de hecho con el ocaso del existencialismo y la crisis de la noción de sujeto. En la raÃz de la actual oleada impersonalista de la filosofÃa y de la cultura se sitúan Nietzsche y Heidegger, quienes someten a crÃtica la noción de sujeto que se ha constituido a partir de Descartes. Un sujeto identificado y definido desde la tradición clásica y cristiana. Nietzsche cuestiona el martirio, en tanto sacrificio de la vida para afirmarla. Critica esta noción puesto que la sangre no logra testimoniar verdad, por el contrario, envenena la doctrina y es por eso que los mártires han hecho daño a la verdad. Afirmará que “nuestro modo de ser en el mundo, nuestros criterios de distinción de verdadero y falso, no son los requeridos por la vida como tal, es decir, los únicos y mejores para la vida; sólo son los propios de una cierta forma de vida la cual se ha consolidado y constituido como una precisa, particular configuración de relaciones de dominio que podÃan y pueden ser diversas”. En la teorÃa del súperhombre, entonces, no habrá evolucionismo, sino una forma que debe ser cambiada como una verdadera y propia mutación, no con desarrollo —en tanto no hay exigencia de continuidad . Por otra parte, Nietzsche critica la evidencia —entendida como la idea clara y diferente— como criterio de la verdad ya que ésta es un fenómeno cultural constitutivo de una civilización en la cual el hombre es pensado y definido en términos de conciencia. HabrÃa, por lo tanto, una hegemonÃa del conocimiento sobre todas las otras instancias de la personalidad. Nietzsche ve que en el acto de conocimiento se produce más de lo que la conciencia sabe puesto que ella refleja en sà procesos que han sucedido fuera de ella. Reconocida la estructura ya transformada de los esquemas en base a los cuales la evidencia aparece como tal, es también destruida la hegemonÃa de la conciencia. La noción de voluntad de poder actualizará la personalidad individual que, lejos de resumirse y concentrarse en la conciencia (conocimiento y responsabilidad que cada uno tiene de sÃ), es un conjunto (no sistema) de estratos diversos, pulsiones y pasiones que están en lucha entre sà y que dan lugar a equilibrios provisionales. La noción clásico-cristiana de persona tiene su legitimidad en el hecho de que el hombre europeo está organizado y dirigido por la conciencia —razón— pasión de verdad a la cual están dirigidos los demás componentes de la personalidad. Pero en esta búsqueda de la verdad, la conciencia se ha puesto en crisis a sà misma y ha descubierto que la pasión por la verdad ha impuesto una lógica a la misma conciencia que cree dirigirlas. La conciencia ha quedado en una posición intermedia que es definida como nihilismo: conciencia de que ya no es la suprema instancia de la personalidad. El saber ya no se sabe y hay en este sentido una negación del pensamiento socrático en tanto la razón toma conciencia de sus lÃmites. El discurso que vincula a un yo con la verdad se entenderá como supremacÃa de la conciencia que será siempre ficticia puesto que en la base está todo oculto: sublimado y exhibiendo la neurosis de la cultura que toma conciencia de la propia superficialidad. Kierkegaard, reivindicando al pensador subjetivo e instalando la angustia existencial, está dentro del ámbito de la tradición burguesa y cristiana. El discurso que relaciona a un yo con la verdad parece vaciarse pues desaparece el sujeto; el testigo queda reducido a puro sÃntoma: no es centro último y activo de interpretación, sino que se ofrece como objeto a interpretaciones ulteriores. Nietzsche, como vemos, anticipa en su crÃtica a la noción de sujeto la destrucción de éste. Heidegger, por otra parte, intenta superar la noción de sujeto preconizando la superación de la subjetividad como carácter constitutivo del hombre. Al referirse a él, Vattimo toma como punto de partida el momento en que desaparece la noción de autenticidad dentro de su pensamiento. La noción de autenticidad heideggeriana está muy cercana al testimonio — relación constitutiva del individuo con la verdad: verdad sólo porque es de alguien que la testimonia— y se opone a un existir inauténticamente. A diferencia del ser auténtico, el sà inauténtico habla de todo sin tener relación directa con nada. La autenticidad se apropia de la cosa misma —siempre instrumento— y esta cosa es asumida en un proyecto decidido y elegido desde el ser ahÃ. Se apropia de la cosa sólo en cuanto se apropia de sÃ. El proyecto, entonces, es la misma existencia del ser-ahÃ. Cuando Heidegger comienza con su crÃtica a la noción de sujeto, desaparece de su diccionario la noción de autenticidad. Será éste el momento en que reconoce la metafÃsica como destino del pensamiento occidental, lo cual exhibe una autenticidad y una inautenticidad que ya no pasa por el interior del individuo. La inautenticidad es la no verdad que acompaña y funda la verdad, por lo tanto, el ser-ahà se encuentra originariamente en la inautenticidad. De este modo, la verdad surge y se abre siempre en un ámbito de no verdad, suspensión y ocultamiento. La teorización de la metafÃsica como destino del ser se resuelve en el descubrimiento del carácter constitutivo e imprescindible que tiene para el individuo la pertenencia a un mundo histórico. No hay autenticidad del individuo en un mundo inauténtico. Sólo con un cambio se puede inaugurar una diversa época del ser. Se opone el individuo cristiano-burgués al sujeto trascendental, pero el individuo y el sujeto son iguales. Por lo tanto, la crÃtica al trascendentalismo implica la crisis de la individualidad cristiano burguesa. Heidegger teorizó el ocaso del sujeto frente a poderes más grandes que él: el destino histórico o el ser puesto que reconoció la insuficiencia de la noción cristiano-burguesa de sujeto para interpretar la experiencia histórica del hombre actual. Experiencia en que prevalece lo socio-polÃtico sobre lo individual. Mientras Nietzsche representa la crisis del sujeto desde el descubrimiento del carácter estratiforme de la psiquis individual que produce un ocaso del rol hegemónico de la conciencia, Heidegger lo hace desde la radical y constitutiva pertenencia al mundo histórico social. Ambos ven que la verdad no es una proposición verdadera, sino un orden general del mundo, una estructura histórica, forma de vida o época del ser: un proceso de verosimilización. Finalmente, ven que la determinación de la nueva época no depende del individuo y de su decisión porque el hombre capaz de una decisión semejante sólo podrÃa nacer en este nuevo mundo. La noción de sujeto cristiano-burguesa está Ãntimamente relacionada con una noción que se exhibe como el momento de individualización en la historia del conocimiento: el autor. Es este el sujeto que, desde la teorÃa literaria, Roland Barthes se encargará de enterrar en “La muerte del autor”. Según Barthes, no es posible saber quién está hablando en un texto literario “por la sencilla razón de que la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe.” Esta ruptura se produce en cuanto un hecho pasa a ser relatado, con “fines intransitivos y no con la finalidad de actuar directamente sobre lo real” —sin más función que el propio ejercicio del sÃmbolo—. AsÃ, la voz se pierde, el Autor entra en su propia muerte, comienza la escritura. El Autor es un personaje moderno, que encuentra su origen en el hombre renacentista que descubre el “prestigio del individuo”. Este hecho conduce al error de que “la explicación de la obra se busca siempre en el que la ha producido, como si, a través de la alegorÃa más o menos transparente de la ficción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una sola y misma persona, el autor, la que estarÃa entregando sus “confidencias”. El lenguaje sustituye al autor (propietario). Esto lo ve primeramente Mallarmé. Para él, es el lenguaje y no el autor el que habla; escribir consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad (no la objetividad castradora del realismo) ese punto en el cual sólo el lenguaje actúa, performa. “La poética de Mallarmé consiste en suprimir al autor en beneficio de la escritura (lo cual es devolver su sitio al lector)”. Luego, Proust realizó una inversión radical: “en lugar de introducir su vida en su novela, hizo de su propia vida una obra, cuyo modelo fue su propio libro”. Más tarde, el surrealismo no pudo atribuir al lenguaje una posición tan privilegiada debido al hecho de constituirse como un sistema. Pero, ya que un código no puede ser destruido; ellos intentaron burlarlo al confiar en la escritura automática, al buscar el desorden de los sentidos (schok), al aceptar la escritura colectiva; formas o modos que contribuyeron a desacralizar la imagen del Autor. La lingüÃstica, finalmente, también confirma la destrucción del Autor ya que muestra que la enunciación en su totalidad es un proceso vacÃo que funciona a la perfección sin que sea necesario rellenarlo con las personas de sus interlocutores. El lenguaje conoce sujetos, no persona, y ese sujeto (yo es quien dice yo), vacÃo, excepto en la propia enunciación, que es la que lo define, es suficiente para conseguir que el lenguaje se mantenga en pie, es decir, “para llegar a agotarlo por completo”. El alejamiento del Autor transforma el texto moderno, un texto que a partir de entonces, se produce y se lee de tal manera que el autor se ausenta de él en todos los niveles. El tiempo ya no será el mismo. Antes, el texto y el autor se situaban en una misma lÃnea, distribuida en un antes y un después: ahora, en cambio, el escritor moderno nace al mismo tiempo que su texto. No hay ya un ser que preceda a la escritura; no existe otro tiempo que el de la enunciación “…y todo texto está escrito eternamente aquà y ahora”. Escribir ya no será una operación de registro o de constatación, sino que es un performativo en que la enunciación no tiene más contenido (enunciado) que el acto por el cual ella misma se profiera. Vale el gesto, “…la mano alejada de toda voz, arrastrada por un mero gesto de inscripción (no de expresión), traza un campo sin origen, o que, al menos, no tiene más origen que el propio lenguaje, es decir, exactamente eso que no cesa de poner en cuestión todos los orÃgenes. Un texto está constituido por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura. “El escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar escrituras, llevar la contraria a una con otras, de manera que nunca se pueda uno apoyar en una de ellas. Al menos deberÃa saber que la “cosa” interior que tiene la intención de traducir no es en sà misma más que un diccionario ya compuesto, en el que las palabras no pueden explicarse sino a través de otras palabras, y asà indefinidamente”. Como sucesor del Autor, el escritor ya no tiene pasiones, humores, sentimientos, impresiones, sino ese inmenso diccionario del que extrae una escritura que no puede pararse jamás: la vida nunca hace otra cosa que imitar al libro, y ese libro no es más que un tejido de signos, una imitación perdida, que retrocede infinitamente. AsÃ, alejado el Autor, no es posible descifrar un texto, ya que no hay un significado último, no se puede cesar la escritura (escribiendo, acontece, acción última). Por ello, la crÃtica no puede pretender descubrir al Autor bajo la obra. Porque una vez descubierto esto, la obra se explica. El imperio del Autor es también el del crÃtico. La crÃtica, por lo tanto, cae cuando cae el Autor. En la escritura múltiple todo está por desenredar, no por descifrar. Se puede seguir la estructura, pero no hay un fondo; el espacio de la escritura puede recorrerse, no atravesarse. Por ello, la literatura (escritura) al rehusar la asignación al texto (y al mundo como texto) de un secreto (sentido último) se entrega a una actividad que se podrÃa llamar contrateológica, que va a rechazar a Dios, la razón, la ciencia y la ley. La fuente del texto no es el auténtico lugar de la escritura, sino su lectura. El lector es el alguien que ENTIENDE. De este modo se devela el sentido total de la escritura: un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras establecen un diálogo, una parodia, una respuesta; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad. Ese lugar no es el Autor, sino el lector. “El lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que constituyen una escritura. La unidad del texto no está en su origen sino en su destino. Este destino no puede ser personal ya: el lector es un hombre sin historia. Es tan sólo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito”. El nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor. La noción de subjetividad que construye Michel Foucault está atravesada por el poder como categorÃa discursiva. El filósofo francés ya no hablará de la muerte del autor —por ser a esas alturas problema cotidiano— sino que se instalará en ese lugar vacÃo para elaborar desde allà su reflexión en torno al sujeto borrado, vaciado. La muerte del autor ha sido el gesto de borrar al sujeto centrado y burgués, un sujeto que es capaz de hablar del otro y de sà mismo como entidades unitarias, como ficciones. Enterrado el autor se perseguirá en la producción discursiva la instalación desde el otro desplazando la enunciación hacia un “tú” que ya no define al sujeto sino que lo desplaza, lo hace anónimo. La noción de un yo individual-cristiano-burgués —un autor— que se narra para validarse a sà mismo como forma real y natural al interior de la sociedad burguesa, puede diseminarse y compartirse desapareciendo la relación de poder autorial. Foucault entiende que el autor como construcción es una máquina para producir subjetividad. La subjetividad de un sujeto centrado donde la experiencia de fragmentación se carga de sentido cultural. Este aislamiento será la sensibilidad burguesa que tiene como resultado la personalidad, el yo, lo que enmascara la pérdida de la experiencia de pertenecer a un colectivo. Esto en la escritura se expresará en un cambio de función, puesto que la literatura, según Foucault, siempre ha estado en estrecho vÃnculo con la muerte. La escritura vinculada a la muerte explica la épica como un modo de conjurar a la muerte puesto que la epopeya griega estaba destinada a perpetuar la inmortalidad del héroe. La escritura entonces compensaba la muerte. Sin embargo, la pérdida de la experiencia colectiva modifica la noción misma de relato. Ya no será conjuro, sino sacrificio, el sacrificio de la vida al asumir que la escritura borra y hace desaparecer al escritor: la obra, en palabras de Foucault, asesina al autor. Se intentará hacer desaparecer al autor, asà como a cualquier forma de institucionalización. Por ello, el discurso no será considerado más que en sus descentramientos y sus desterritorializaciones. Al dar por cierta la desaparición del sujeto, el discurso que funda la subjetividad no puede mantener los mismos niveles de coherencia más que como una forma de ejercer poder. Por ello, podemos vincular el pensamiento de Foucault con el de dos importantes teóricos franceses: Deleuze y Guattari. Ellos persiguen como estrategia mental la no planificación, la no instalación con el objeto de huir de la reterritorialización que pueda ejercer la institución. No habrá ya un lugar, el lugar será un no lugar y el modo de observar, de leer, será un rizoma. Rizoma es el supuesto con que abordan la obra de Kafka y su posicionamiento como literatura menor. Una literatura que se presenta como revolucionaria al interior de una literatura mayor —institucional y canónica—. Una literatura menor que será entendida como la literatura que una minorÃa hace dentro de una lengua mayor. Este tipo de textos se caracterizará por una desterritorialización de la lengua, una articulación de lo individual en lo inmediato polÃtico y por tener un dispositivo colectivo de enunciación. En esta literatura “el enunciado no remite a un sujeto de la enunciación que serÃa su causa, ni a un sujeto del enunciado que serÃa su efecto. No hay sujeto, sólo hay dispositivos colectivos de la enunciación; y la literatura expresa estos dispositivos en las condiciones en que no existen en el exterior, donde existen sólo en tanto potencias diabólicas del futuro o como fuerzas revolucionarias por construirse”. Un dispositivo “será todo instrumento lingüÃstico que permita tender hacia el lÃmite de una noción o rebasarla, será el movimiento continuo del lenguaje hacia sus lÃmites”. Al situarse polÃticamente frente a un canon que se valida a través de la noción de autor, la literatura menor generará dispositivos colectivos de enunciación, cuestión que desinstala al sujeto, lo pierde, lo borra al tiempo que lo hace simultáneo. Todo, en acorde menor, será acción colectiva y polÃtica. Por eso un rizoma. Una lÃnea de fuga, ya no la estructura arbórea que siempre es sÃmbolo (doble que requiere objeto y sujeto). El rizoma es el no lugar. Más allá de cualquier lógica binaria, el rizoma es multiplicidad, infinitas multiplicidades. Un libro no tiene tema; hay que saber qué agenciamientos operan en él. El rizoma fragmenta; no comienza ni termina, se mueve, no es nunca sedentario. Foucault entiende este vaciamiento —que arrastra también al lenguaje que se ha hecho ausente al vaciar la enunciación— como la experiencia del afuera, un “... pensamiento que se sitúa fuera de toda subjetividad para hacer surgir sus lÃmites como del exterior, enunciar su fin, hacer brillar su dispersión y no recoger más que su insuperable ausencia, y que a la vez se mantiene en el umbral de toda positividad, no tanto para captar el fundamento o la justificación, cuanto para reencontrar el espacio en el que se despliega, el vacÃo que le sirve de lugar, la distancia en la que se constituye y en la que se esfuman en cuanto se las mira sus certidumbres inmediatas, este pensamiento, en relación a la interioridad de nuestra reflexión filosófica y en relación a la positividad de todo nuestro saber, constituye lo que podrÃamos llamar en una palabra ‘el pensamiento del afuera’”. La escritura no sólo ha perdido al sujeto, sino además al objeto en tanto ya no depende de la exigencia de representación. El lenguaje sólo refiere lenguaje, por lo cual su objeto no es más que él mismo: un repliegue. Pero Foucault, va más allá al plantear que lo que hay es un salto hacia fuera, es decir, un despliegue hacia ese lugar en que sólo existe dispersión, en que el sujeto desaparece y se sacrifica. “El cogito cartesiano, derruido ante este lenguaje que se hace espectáculo, se diluye en este discurso ausente —no discurso de la ausencia— que nos ofrece en lugar de las certezas de la existencia del yo un montón de incertidumbres plagado de discursos que ya no comunican ni pretenden alcanzar algún sentido: sólo abren paso, en cambio, a la experiencia desnuda del lenguaje”. La perspectiva epistemológica Kuhn señala que los paradigmas corresponden a realizaciones cientÃficas universalmente reconocidas que, durante cierto tiempo, proporcionan modelos de problemas y soluciones a una comunidad cientÃfica. Por ello, éstos guÃan la investigación tanto como modelos directos como por medio de reglas abstraÃdas. AsÃ, dentro del concepto de paradigma encontramos dos sentidos: por una parte, significa toda la constelación de creencias, valores, técnicas, etc., que comparten los miembros de una comunidad dada; y, por otra, denota una especie de elemento de tal constelación, las concretas soluciones de problemas que, empleadas como modelos o ejemplos, pueden reemplazar reglas explÃcitas como base de la solución de los restantes problemas de la ciencia normal.
2007-01-11 13:32:28
·
answer #3
·
answered by Anonymous
·
0⤊
0⤋