La familia napolitana de los Caracciolo tuvo dos vocaciones principales, el mar y el altar, y en ambas vocaciones fue extremista al escoger entre Dios y el diablo y, aunque uno de sus miembros llegó a santo, San Francisco Caracciolo, los más prefirieron el camino que va cuesta abajo. Tal vez de su origen griego con algo de bizantino, heredaron ese constante llamado hacia los estudios teológicos en los cuales solían provocar discusiones inacabables y rebelarse, ipso facto contra toda autoridad que no estuviera de acuerdo con sus teorías. Así Juan Antonio, obispo de Troyes, muerto en 1569, se convirtió varias veces al protestantismo y de nuevo al catolicismo, provocando gravísimo escándalo en su época porque se rumoraba que tantos cambios de fe se debían únicamente a razones económicas y políticas. Otro notable miembro de la familia, Luis Antonio, publicó el año de 1775, en París, las famosísimas Cartas interesantes del papa Clemente XIV que causaron gran revuelo y a la postre resultaron ser apócrifas. Pero antes de esto hubo otros Caracciolo que hicieron de las suyas y fueron notables: por los años de 1500 encontramos en el reino de las dos Sicilias a Juan, príncipe de Melfi, duque de Ascori y Sora, con otros varios títulos, combatiendo del lado de los españoles, para verlo de allí a los pocos meses del lado de Francia y haciéndolo todo con tal arte que acaba de gobernador del Piamonte.
Bastardo de esta noble familia fue nuestro héroe, dícese que hijo de Francisco, gran almirante de la flota de Nápoles y de una su prima. Tal vez de su padre heredó el gusto por la vida del mar, pero de joven no pudo o no supo expresarlo y lo encontramos, a las postrimerías del siglo XVII, vistiendo en Roma el hábito de la Orden de Santo Domingo. Su nombre de pila no lo sabemos; en su trabajosa vida fue siempre conocido como el signior Caracciolo, le scavant Caracciolí o Messieur D'Aubigny. El título de sabio no le fue conferido por ninguna universidad o academia de su tiempo, sino por el honrado grupo de piratas que, bajo su mando, fundó la república de Libertatia al sur de Madagascar.
Cuando aparece en esta historia, es un fraile dominico que anda intrigando en Roma. Para decir la verdad, parece que era un fraile bastante relajado y de vida no muy santa, ya que tenía ideas muy particulares, aunque un tanto heterodoxas, sobre el estado eclesiástico y la moral, especialmente en lo que se refiere a la propiedad ajena y la castidad. Sus teorías eran muy semejantes a las del comunismo moderno y soñaba y hablaba de una república ideal, tal vez inspirada un poco en la Utopía de Moro, donde imperara la más completa libertad y donde no existiera la propiedad privada que, decía él, era la causa de todos los males de su tiempo. Estas teorías, aunque interesantes, no eran muy bien aceptadas por las universidades y academias de la Roma de aquel tiempo y Caracciolo tuvo que contentarse con expresarlas en las tabernas más bajas, donde alternaba la charla con buenas cantidades de vino y algo de otras cosas.
En una de esas tabernas se encontró a un joven oficial de la marina francesa, Missón de nombre, en servicio a bordo del barco de guerra de Su Muy Cristiana Majestad el Rey de Francia. El barco era el Victoire, de cuarenta cañones, al mando del capitán Fourbin, y estaba anclado en el puerto de Ostia, cargando agua y víveres.
Missón era miembro de una vieja familia provenzal, y desde los quince años se distinguió por sus brillantes estudios en lógica, matemáticas y humanidades. Su padre, orgulloso de él, le compró una plaza en un regimiento de mosqueteros del rey, pero él había leído tantos viajes y aventuras de mar, especialmente la obra de Alejandro Olivier Oexmeling, que era su libro de cabecera, que deseaba sobre todas las cosas ser marino, y tanto rogó e importunó a su padre que éste tuvo por fin que acceder a sus ruegos y conseguirle una plaza en la marina de guerra, como oficial tercero.
Missón y Caracciolo se hicieron grandes amigos y el dominico le explicó al oficial todas sus teorías sociales que agradaron mucho a éste, el cual tuvo la idea de la posibilidad de realizarlas si Caracciolo, dejando Roma y su orden, se fuera con él al mar en busca de aventuras. Caracciolo aceptó prontamente, colgó el hábito y los dos amigos salieron de Roma rumbo a Nápoles, donde los esperaba ya el Victoire. Missón no pudo conseguirle a Caracciolo más que una plaza de simple marinero, pero con eso se conformó el exdominico y pronto tuvo oportunidad de distinguirse por su valor sereno en el peligro. A unas cuantas horas de Nápoles toparon con un pirata argelino, trabóse el combate, triunfaron los franceses y el buen capitán Fourbin ascendió a Caracciolo, dándole el grado de oficial y la oportunidad para que hablara con toda la tripulación sobre sus extrañas teorías. Los marineros, siempre amigos de novedades, se encantaron con las ideas del italiano y se propusieron aprovechar la primera ocasión que se les presentara para lanzarse en busca de su fantástica república.
El Victoire regresó a la Rochela, y estando allí, Inglaterra le declaró la guerra a Francia, recibiendo toda la flota la orden de zarpar a América y aniquilar el comercio y a los corsarios ingleses. Durante la larga travesía, Caracciolo acabó de convencer a la mayoría de la tripulación acerca de sus ideas, que gustaron mucho, especialmente las que se referían a la propiedad privada.
A la altura de la Martinica llegó la oportunidad deseada. El Victoire encontró al barco inglés Winchester e inmediatamente se trabó el combate que fue muy duro para ambos contendientes, llevando la peor parte el inglés, que a las primeras andanadas perdió su palo mayor y el de mesana, quedando inmóvil sobre el mar. Los franceses se acercaron para ver si era posible tomar al enemigo al abordaje, pero una bala de cañón se llevó la cabeza del buen capitán Fourbin y, como el primer oficial había muerto anteriormente, la tripulación sin jefes detuvo su barco fuera del alcance de los cañones enemigos y deliberó.
Caracciolo vio en eso su oportunidad y, subiendo al castillo de popa con Missón, lo propuso como capitán. La marinería se mostró conforme y volvieron al ataque del barco inglés, porque, dijo Caracciolo, no era bueno dejar las cosas a medias. Tras algunos cañonazos voló el enemigo por los aires, perdiéndose con tripulación y todo.
Los franceses, desembarazados ya del enemigo, repararon las averías de su barco, echaron los muertos al mar y se juntaron sobre cubierta a deliberar en lo que deberían hacer. Primeramente habló Caracciolo, volvió a exponer sus teorías sociales, prometió un futuro grandioso para los hombres que se atrevieran a seguirlo en su aventura y les dijo que deberían, desde ese momento, considerarse como piratas, insinuándoles que llegarían a formar un Estado, gobernado de acuerdo con sus ideas, donde no hubiera pobres ni ricos y, entre muchas citas de gran erudición y ejemplos tomados de las hazañas de Alejandro, César, Darío y Mahoma, opinó que el indicado para gobernar esa nueva república era Missón.
La tripulación, con grandes gritos y muestras de regocijo, aprobó la elección hecha por el italiano, pidiendo que hablara Missón, quien lo hizo ofreciendo cumplir todo lo prometido por su compañero, al que desde ese punto y momento nombraba su lugarteniente. Las aclamaciones llenaron el atardecer del Caribe entre los gritos de "¡Vive le capitaine Missón et le scavant Caracciolí!"
Tales fueron los éxitos oratorios en tan memorable ocasión, que desde ese día Missón y Caracciolo no perdieron ocasión de soltar discursos y, como estas oportunidades resultaron ser muchas, podemos decir que se pasaron la vida discurseando y batallando, con un notable buen éxito en ambas actividades. Además los dos hombres se completaban maravillosamente y esto los hizo inseparables en su larga y accidentada carrera. Caracciolo era el cerebro, el técnico sociólogo, el perfecto político de esta nueva república flotante y de esta renovación de la piratería y de sus métodos, mientras que Missón era el poder ejecutivo, preciso e infalible, buen marino, buen guerrero y el más ardiente discípulo de las nuevas teorías socialpiráticas.
Cuando acabaron las aclamaciones, los dos jefes y varios de los oficiales allí nombrados decidieron celebrar un consejo de Estado y ver qué camino era más conveniente tomar en lo futuro. El consejo se celebró en la gran cámara de popa y el primer acto fue, por órdenes de Caracciolo, quitar el escudo de las flores de lis y con todo respeto botarlo al mar. Luego, por unanimidad, los presentes resolvieron que se lanzarían a la aventura por su propia cuenta, declarando desde ese momento la guerra a todas las naciones del orbe que no aceptaran sus teorías sociales. Pero esa nueva república necesitaba una bandera y se pensó en hacer una. Uno de los nuevos contramaestres, Mateo el Rapado, propuso que se usara la bandera negra con un esqueleto blanco parado sobre dos calaveras rojas, llevando el esqueleto en la mano diestra un vaso de ponche y en la siniestra un cuchillo o machete, alegando que, según estaba ya bien demostrado por otros piratas, esta bandera era la que más pavor infundía entre los capitanes mercantes. Esta sugestión inocente, que por otro lado nos demuestra que el buen Mateo el Rapado tenía buenas amistades entre los piratas, atrajo sobre la rapada cabeza del marino toda la montaña de indignación del ilustre Caracciolo, que se expresó en estos términos:
-Nosotros no somos piratas. Entiéndelo bien, Mateo, no somos piratas vulgares que buscamos el lucro inmoderado. Somos unos hombres que han resuelto tomar en sus manos la libertad que Dios y la madre natura han dado a todo hombre. Por lo tanto, no podemos ni debemos considerarnos como piratas sino como hombres que, habiendo arrojado de sus cuellos el yugo de la tiranía, luchan por los derechos de los pueblos y sus libertades y por acabar con tanta opresión y pobreza que se ve en el mundo, junto a las pompas y dignidades de los ricos.
Así siguió hablando durante más de una hora para demostrar y dar a entender bien a sus tupidos oyentes que la finalidad de sus actos no era la piratería en sí, pues todos los piratas eran gente disoluta, de mala vida y, por lo general, de peor muerte. Que ellos en cambio debían ser justos, inocentes y valerosos, porque su causa era la causa de la libertad. Siguió diciendo que tal vez el mundo los consideraría como piratas, pero es que el mundo no sabía que su intento no era el lucro, ni el despojo, ni el saqueo, sino fundar un Estado que fuera admiración de las generaciones futuras. Para explicar todo esto citó grandes trozos en latín y en griego y sacó más ejemplos de la antigüedad, proponiendo finalmente una bandera que debería ser de seda blanca, sobre la cual en letras rojas se bordara el lema: "Por Dios y la Libertad".
Los miembros del consejo de Estado, exceptuando Missón, no parecían muy convencidos, no tanto por la bandera sino por los proyectos futuros. La mayoría de ellos habían sido o tenido trato con los piratas y por eso, como más audaces, habían encabezado el motín del Victoire. Pero en el puente, los marineros que no habían sido llamados al consejo habían estado pegados a la puerta o ventanas, escuchando todo lo que decía y, como no habían sido nunca piratas, sino leva miserable y pusilánime de los puertos franceses, se entusiasmaron con lo propuesto por Caracciolo y lanzaron tantos vivas y aclamaciones que los del consejo no tuvieron más remedio que aprobarlo todo. Inmediatamente Caracciolo redactó un acta, que firmaron todos los que supieron hacerlo, incluyendo en ella los artículos acostumbrados por otros piratas, que eran generalmente:
1° Todo hombre obedecerá al capitán cuando éste dé sus órdenes correctamente. El capitán tendrá una parte y media en todas las presas. Los oficiales, contramaestres, carpinteros y artilleros una parte y cuarto. (Este artículo fue suprimido posteriormente por considerarse que era origen de propiedad privada.)
2° Cualquier hombre que tratare de desertar u ocultare algún secreto de interés para la compañía, será abandonado en un lugar desierto, con una botella de pólvora, una botella de agua, un arma pequeña y algunas balas.
3° Cualquier hombre que robe algo a la compañía o juegue más de una pieza de ocho, será abandonado o fusilado.
4° Si en cualquier ocasión encontráramos a otro pirata, el hombre que firme sus artículos sin el consentimiento de esta compañía, sufrirá el castigo que el capitán y la compañía crean conveniente.
5° El hombre que golpeara a otro mientras estos artículos estén en vigor, recibirá la ley de Moisés (esto es, cuarenta azotes menos uno) en la espalda desnuda.
6° El hombre que saque chispa, fume o lleve una vela encendida en la santabárbara, sufrirá el mismo castigo que en el artículo anterior.
7° El hombre que no tenga sus armas limpias, listas para un encuentro, o no cuide debidamente de su cargo, no recibirá su parte y sufrirá cualquier otro castigo que el capitán y la compañía vean que conviene.
8° Si en combate un hombre perdiere una coyuntura, recibirá cuatrocientas piezas de ocho. Si perdiere un miembro, recibirá ochocientas.
A estos artículos usuales se les agregaron otros sobre el trato humanitario de los prisioneros, especialmente de las mujeres.
Acabado el consejo, el Victoire se dio a la vela, llevando en su cala de maderas quejumbrosas el germen de una nueva república y de un nuevo sistema de piratería, que el mismo capitán Missón bautizó con el nombre de Piraterie sans Pleurs.
2006-12-13 23:26:06
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answer #3
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answered by Anonymous
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