Saltillo un lugar entre el pasado y presente
Dicen que en un oscuro callejón allá por detrás de la Escuela Normal, Satanás acechaba el paso de los transeúntes que osaban cruzar su territorio a tales horas, y los hacía huir corriendo despavoridos; dicen que buscaba incautos para malaconsejarlos, llevarlos a la perdición y ganar sus almas. Luego vino la electricidad, y los vagos, y hasta el diablo salió comiendo. Hoy en día sólo se aparece de vez en cuando, asustando a las gentes sin ton ni son, como si anduviera despistado.
Ésta es sólo una de las muchas leyendas de la antigua villa de Santiago del Saltillo del Ojo del Agua. Fundada en 1577 por el capitán Alberto del Campo, Saltillo ha desempeñado un papel relevante en la historia nacional, gracias a su importante situación geográfica, y por ser una de las poblaciones más septentrionales de la Nueva España. La colonización del norte fue un extremo difícil. Pocos colonos se arriesgaban a vivir aislados en aquel inmenso territorio. El primer núcleo de población de la villa se estableció en un fértil valle en pleno corazón de las Chichimecas, sus habitantes hubieron de luchar constantemente contra los huachichiles y los borrados que poblaban la región, ya que éstos opusieron una tenaz resistencia para defender sus tierras.
Malamente llamados bárbaros, los chichimecas tenían un amplio conocimiento de su agresivo entorno natural, y estaban bien adaptados a vivir en esta árida región; tenían además una sólida estructura social encabezada por caudillos como Cilavan y Zapalinamé, que en 1586 dirigieron el último levantamiento general de indígenas contra la villa, siendo derrotados por el capitán Francisco de Urdiñola, que comandaba la guarnición del lugar. Las guerras, la esclavitud en las minas y las enfermedades traídas por los invasores, exterminaron finalmente a los indígenas en otro sangriento y brutal episodio de la colonización española.
Para promover la colonización de la región, el virrey Luis de Velasco pidió ayuda a los tlaxcaltecas y logró que aceptaran formar comunidades aledañas a los asediados poblados del norte, para ayudar a defenderlos. Así, en 1591 el capitán Francisco de Urdiñola fundó con 70 familias tlaxcatecas el pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, contiguo a la villa de Santiago del Saltillo.
Con la llegada de los tlaxcaltecas la vida del lugar cambió radicalmente. Los campos, antes usados sólo para el pastoreo, se llenaron de cultivos de cereales y de algodón, de hortalizas y de huertas. Se sembraron grandes viñedos que posteriormente dieron vinos excelentes. Se mejoró la ganadería y se aprovecharon sus productos. Se establecieron tenerías y telares y fue entonces cuando se comenzaron a hacer los famosos jorongos y sarapes saltillenses, que llegaron a ser toda una tradición y símbolo de la ciudad; hoy sólo se producen en una pequeña fábrica.
Surgieron también las artesanías, principalmente el labrado de piedra y cantera y el tallado de madera. La economía tuvo un gran auge y hubo muchos excedentes de producción, por lo que los pobladores de todas las provincias del norte acudían a la villa a surtirse de provisiones. Esta circunstancia dio origen a la feria del Saltillo, que llegó a superara comercialmente a las más importantes de la época virreinal tales como las de Acapulco, Jalapa y San Juan de los Lagos.
No se ha determinado con plena certeza el origen del nombre de Saltillo, ya que existen varias versiones. Una de ellas sugiere que se trata de una palabra chichimeca, corrompida y castellanizada, que significaba “tierra alta de muchas aguas”. Otra versión, quizá más acertada, lo relaciona con un pequeño salto de agua que caía desde una elevación del terreno en cuya cima está el principal ojo de agua del lugar y al pie del cual se fundó la villa. Desde este manantial se construyó una acequia que, por gravedad, surtía de agua a la población. Probablemente fue entonces cuando desapareció la pequeña cascada.
Hoy en día, del ojo de agua sigue brotando agua, aunque la corriente ha sido entubada. En la parte alta de la colina donde surge el manantial, se construyó una parroquia que aloja a un Cristo crucificado conocido como el Santo Cristo del Ojo de Agua. El manantial parece brotar de su base, por lo que muchos feligreses atribuyen a la imagen la presencia del venero, y no falta quien confiera propiedades milagrosas al agua.
Muchos personajes han dejado huella de su paso por la ciudad.
En marzo de 1811, después de su levantamiento en el pueblo de Dolores, el cura Hidalgo llegó a Saltillo para reunirse con el general Allende. De ahí salieron juntos hacia el norte con el propósito de conseguir armas en Estados Unidos; sin embargo, no tuvieron éxito pues fueron traicionados y hechos prisioneros en Acatita de Baján. Sobre la calle Hidalgo, casi esquina con Aldama, hay una placa conmemorativa que señala el lugar donde estuvo la casa que habitó el Padre de la Patria durante su estancia en la ciudad.
En febrero de 1836, el general Santa Anna pasó por Saltillo rumbo a San Antonio, en una campaña militar para sofocar la rebelión de Texas. Cayó prisionero en la batalla de San Jacinto y, para salvar su vida, firmó una capitulación por la que México perdió una buena parte de su territorio.
Poco después de la Guerra de Reforma y ante el acoso de los invasores franceses, en enero de 1864 el presidente Juárez llegó a Saltillo y estableció ahí su gobierno, por lo que la ciudad fungió varios meses como capital del país. Durante su estancia, Juárez expidió un decreto mediante el cual se devolvía la soberanía al estado de Coahuila, que entonces era parte del de Nuevo León, y nombró gobernador y jefe militar a Andrés S. Viesca.
En febrero de 1913, luego del asesinato del presidente Francisco I. Madero y del vicepresidente Pino Suárez, el entonces gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, desconoció al usurpador Victoriano Huerta e inició la Revolución Constitucionalista. Después de combatir a los federales en la ciudad, se retiró a la hacienda de Guadalupe donde proclamo el Plan de Guadalupe, que lo llevaría a ocupar la presidencia de la República.
Inmensa en el vértigo de la modernidad y el progreso, Saltillo pierde rápidamente su sabor provinciano. El ruidoso tráfico vehicular rompe la tranquilidad y contamina el ambiente de las estrechas y sinuosas calles donde aún existen vetustas casonas con gruesos enrejados que protegen sus enormes ventanales, por los que se logra entrever los amplios patios interiores. Afortunadamente, se ha iniciado un extenso programa de conservación del Centro Histórico, donde se encuentra la mayor parte de las construcciones antiguas que engalanan la ciudad.
Entre los edificios más representativos de la ciudad destaca el magnífico conjunto arquitectónico de la catedral, que tiene un largo historial: el 6 de agosto de 1608, uno de los primeros colonos de la villa, el vasco Santos Rojo, trajo de Jalapa una imagen de Cristo crucificado que había sido enviada de España junto con muchas otras, para promover la fe cristiana en la nueva colonia. La imagen fue colocada en una pequeña capilla llamada de las animas, que pertenecía al señor Rojo. La devoción al Santo Cristo creció rápidamente por los muchos milagros concedidos a los creyentes, y por los prodigios ocurridos en la primera mitad del siglo xviii, cuando, según la tradición, la sagrada imagen sudó en tres ocasiones, su cuerpo se hizo flexible y su carne blanda y tibia, como si estuviera vivo. En 1762, la imagen fue trasladada a la actual Capilla del Santo Cristo, construida con donaciones particulares y de los mineros de La Iguana, que cedían toda la plata extraída los sábados.
En octubre de 1745, contiguo a la Capilla del Santo Cristos, e inició la construcción del templo que sería la catedral. La construcción de la obra duró 55 años y tuvo varios arquitectos razón por la cual presenta una mezcla de estilos.
Sobre el costado poniente de la plaza, frente a la catedral, se encuentra el Palacio de Gobierno, cuya fachada es de cantera rosa. En los pasillos interiores del segundo piso hay un bonito mural que compendia la historia de Coahuila y honra a sus hombres ilustres. A espaldas del Palacio está la Plaza de la Nueva Tlaxcala, construida en 1991 para conmemorar el cuarto centenario de la fundación del pueblo. En su extremo sur tiene un bello conjunto escultural alusivo a la colonización de Coahuila. Esta plaza marca el sitio que dividía las dos secciones de la antigua población: al este, la villa, habitada por los españoles, y al oeste, el pueblo donde vivían los indígenas tlaxcaltecas.
Al lado sur de la catedral está el Casino de Saltillo, elegante construcción de estilo neoclásico. Actualmente es un club privado. Detrás del Casino está el Recinto de Juárez, una amplia y sencilla casona con patio central, donde vivió y ejerció su gobierno el presidente Juárez. Hoy alberga al Colegio Coahuilense de Investigaciones Históricas, y conserva un interesante salón llamado de Las Banderas, donde se atesoran estandartes usados en la Guerra de Reforma y durante la invasión norteamericana.
Por la calle Hidalgo, dos cuadras al sur de la catedral, surge el imponente templo de San Juan Nepomuceno; terminado en 1779, en su amplia y monumental nave tiene una excepcional colección de pinturas del siglo XVIII hechas por religiosos de la Compañía de Jesús, y una cuadra al sur del templo está el edificio del antiguo Colegio de San Juan Nepomuceno, de excelente reputación, fundado por los jesuitas a finales del siglo pasado y del cual fue alumno Francisco I. Madero. Actualmente esta construcción aloja el extraordinario Museo de las Aves.
En la calle Aldama, frente a la plaza Manuel Acuña, sobresale el antiguo teatro García Carrillo, un fastuoso edificio de cantera construido a principios de este siglo. En 1918 sufrió un grave incendio, al parecer intencional, luego de la presentación de la obra El dios loco, que era considerada como un sacrilegio.
No hay que olvidar la Alameda que data de 1920, considerada uno de los parques más bellos del país, con sus cuidados jardines sombreados por un denso bosque de enormes y frondosos nogales y álamos. En el extremo sur está el pintoresco Lago de la República, protegido por una larga y elegante balaustrada. Su nombre se debe a que el contorno del lago semeja el perfil de la República Mexicana. En su parte norte, el lago tiene una original alegoría a Manuel Acuña.
Al centro de la Alameda hay una estatua ecuestre del general Ignacio Zaragoza. Ligada a ella hay una curiosa anécdota: cuenta que un grupo de estudiantes invitó al padre León, clérigo local, a dar un paseo por el parque; inexplicablemente, lograron convencerlo de que se trepara a horcajadas sobre las ancas del caballo de Zaragoza, y ahí lo abandonaron. En la madrugada, un lechero que pasaba por el lugar, escuchó que alguien gritaba que lo bajaran del caballo; creyendo que era la estatua de que hablaba, salió corriendo muy asustado, para avisar a la policía que el general quería que lo bajaran del caballo. Al investigar, la policía encontró al pobre cura montado en lo alto, y así se descubrió la pesada broma.
A finales del siglo pasado, Saltillo era considerada como la Atenas de México por la calidad de sus instituciones educativas, de las cuales surgió toda una generación de hombres ilustres que dieron renombre a la ciudad. De esta época es el sobrio edificio de cantera de la antigua Escuela Normal para Maestros, situada al lado norte de la Alameda.
En 1867, el gobernador Andrés Viesca creó el Instituto de Educación Superior, que luego recibió el nombre de Ateneo Fuente en honor del insigne coahuilense Juan Antonio de la Fuente que ocupa un edificio de estilo art déco, muy en boga en esa década. En el primer piso hay un museo de Historia Natural y una Pinacoteca.
Saltillo cuenta también con un instituto tecnológico y una de las primeras escuelas de arquitectura en México.
Sobre la avenida Francisco Coss, al poniente de la antigua estación del ferrocarril, se levanta el suntuoso complejo de cantera rosa, de construcción relativamente reciente, en estilo neoclásico, formado por el Palacio de Justicia, la Biblioteca Pública Central, la Presidencia Municipal, el Palacio del Congreso del Estado y, al extremo oriente, el Teatro de la Ciudad “Fernando Soler”, al frente del cual hay una estatua del poeta Manuel Acuña.
Quedan por mencionar muchas construcciones, plazuelas y pequeños parajes que por su belleza, historia y encanto, son dignos de conocerse. Al atardecer, un grupo de gansos nada majestuosamente reflejándose en el agua; la blancura de su plumaje contrasta bellamente contra el verde brillante del Lago de la República. Desde el balcón central, una pareja de ancianos lanza migas al agua, atrayendo una multitud de patos que graznan alborotados. En este encantador rincón de la Alameda se refugian los enamorados, jóvenes y viejos; y ahí está también el vendedor de semillas, y los niños que piden que les compren globos. Es una escena que nos hace recordar tiempos pasados, cuando la vida humana transcurría al ritmo del sol y las estrellas, cuando la luna llenaba de romanticismo las noches, antes de que el modernismo salvaje nos atrapara en su loca carrera, sin metas, sin sentido.
Fuente: México desconocido No. 228 / febrero 1996
2006-12-07 11:56:06
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