Cuba: la isla del ¡sabor!
Más allá de su espléndida naturaleza y sus ciudades históricas, ¿cuál es la magia que atrapa a los viajeros en sus recorridos por Cuba? Sin duda, los propios cubanos y su vibrante cultura.
Quienes miran a Cuba desde el aire tienen la impresión de ver un enorme cocodrilo verde reposando en las aguas del Mar Caribe. Otros la imaginan como la llave del Golfo de México. Cualquiera de las dos definiciones puede ser aceptada, pues el país tiene una posición geográfica privilegiada y contornos muy peculiares en sus costas.
Está situada entre las Américas del Norte y la del Sur, a la entrada del Golfo de México, y es un archipiélago que emergió de las aguas millones de años atrás. Su situación en el centro del Caribe, desde donde mira hacia todos los caminos, la convirtieron en un crucero de las rutas marítimas y aéreas y punto de partida de muchos conquistadores en sus ansias por descubrir otras tierras en el continente americano. Por esta última razón, llegó a conocerse como La llave del Nuevo Mundo.
Cuba fue definida por su descubridor, el genovés Cristóbal Colón, como “la tierra más hermosa que ojos humanos vieron”. En su diario, el 27 de noviembre de 1492, escribió exactamente: “nunca tan fermosa cosa vide, lleno de árboles, todo cercado el río, fermosos y verdes, y diversos de los nuestros, con flores y con su fruto, cada uno de su manera”.
Dentro del archipiélago se distinguen las islas de Cuba y la de la Juventud (otrora Isla de Pinos), pero existen además otras cuatro mil 195 isletas o cayos, que pertenecen a la misma formación geográfica.
Cuba tiene mil 200 kilómetros de largo. Su mayor anchura es de 191 km, entre la Playa Tararaco, al norte de la central-este provincia de Camagüey y Punta de Camarón Grande, al sur de la oriental Granma, pero llega a ser tan estrecha en otras partes de su territorio, que la zona más reducida tiene sólo 31 km y se localiza al extremo occidental de la más ancha: entre la Ensenada del Río, la Bahía de Mariel y la Ensenada de Majana, en La Habana.
Según las estadísticas del Instituto Cubano de Geodesia y Cartografía la superficie total de Cuba es de 110920 kilómetros cuadrados. Limita al norte con el Estrecho de La Florida (Estados Unidos), al sur con Jamaica, al oeste con la Península de Yucatán y a menos de cien kilómetros de Haití por la parte oriental.
Posee 5 746 kilómetros de costas, con 289 playas, de arenas finas y cálidas aguas, atracción de muchos turistas que llegan de todas partes del mundo. Tiene además, 200 bahías y varios puertos de gran calado, que permiten las maniobras de supertanqueros, buques de cargas y transporte de pasajeros.
En la geografía cubana predominan las amplias llanuras, cubiertas de pastos naturales o artificiales, para la alimentación de la ganadería vacuna, o enormes extensiones cultivadas con la caña de azúcar, por mucho tiempo el principal rublo exportable de la nación.
Sin embargo, hay cuatro grupos montañosos, muy bien identificados: en el occidente, la Sierra de los Órganos; en el centro, la Cordillera del Escambray, y en el oriente están Sierra Cristal y la Maestra, donde se encuentra el Pico Real del Turquino, que con 1 974 metros de altura, constituye la cumbre más elevada del país.
Estas accidentales regiones atesoran la mayor riqueza de la flora y la fauna de la región, con extensas y cuidadas áreas boscosas, reservas protegidas y cotos de caza, que forman parte del privilegio geográfico del archipiélago.
Cuba, eternamente verde, tiene un clima subtropical moderado, con sólo dos estaciones: seca (de noviembre a abril) y primavera (de mayo a octubre). La lluvia promedio anual es de 1,375 mm y la temperatura media de 25 grados Celsius, según las informaciones del Centro de Pronósticos Meteorológicos.
Estas características dan lugar a muy diversos tipos de suelos: desérticos, semidesérticos, de sabanas, fértiles, muy fértiles e incluye el mayor Humedal de América Latina, que está ubicado en la Ciénaga de Zapata, a unos cien km de la capital cubana.
Desde el punto de vista político y administrativo, Cuba está dividida en catorce provincias, 168 municipios y uno especial: La Isla de la Juventud. De oriente a occidente se encuentran en este orden: Guantánamo, Holguín, Santiago de Cuba, Granma, Las Tunas, Camagüey, Ciego de Ávila, Sancti Spíritus, Cienfuegos, Villa Clara, Matanzas, La Habana, Ciudad de la Habana (donde se ubica la capital del país) y Pinar del Río.
La Habana
La Gran Habana, un área metropolitana que se extiende por toda la costa, engloba la capital de la isla y varios municipios: Marianao, Regla, Guanabacoa, San Miguel del Padrón, Casablanca y Cojimar, entre otros. Debido a su privilegiada situación, la actual capital de Cuba fue en el pasado una importante escala en la ruta del oro entre la península Ibérica y América, muy propensa al ataque de los piratas. Para protegerse de ellos es que se construyó en el siglo XVII un sistema defensivo, con las fortalezas de la Fuerza, la Punta y el Morro. El siglo XVIII terminaba con una docena de plazas y plazoletas constituidas dentro de los 6 km de perímetro amurallado, núcleo primario de la población, conocido hoy como la Habana Vieja, casco antiguo de la ciudad, declarada "Patrimonio Cultural de la Humanidad" por la Unesco.
La ciudad ha conservado el sello de la época colonial, y posee numerosas construcciones de valor histórico y monumentos construidos entre los siglos XVI y XVII. La plaza de Armas es la más antigua y majestuosa de la ciudad. Cuenta con dos museos imprescindibles para quienes deseen conocer el arte y la historia de esta peculiar urbe: el Municipal y el de Arte Colonial, en la plaza de la Catedral, conocida en el siglo XVI como la "plaza Ciénaga" y en la que entre otras cosas se puede admirar la catedral de San Cristóbal, de estilo barroco.
La arteria comercial de la ciudad es la calle del Obispo. Uno de los símbolos de la ciudad es la Giraldilla, estatua de bronce de 2 m. de altura que porta en su mano la cruz de Caravaca, y está situada en el castillo de la Fuerza. Al acercarse a la plaza Vieja de la ciudad, es ineludible una visita a la casa del Conde de Jaruco, convertida hoy en día en la sede del fondo cubano de Bienes Culturales, con numerosas galerías de arte, y la casa de las hermanas Cárdenas, centro actual de la sociedad filarmónica de la ciudad.
Entre la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX aparecen nuevos espacios. Se inaugura el primer paseo habanero, conocido como "la Alameda de Paula". Otros lugares que se hace impostergable visitar son la plaza de la Catedral -considerada como el conjunto arquitectónico colonial mejor conservado de Latinoamérica-, y la plaza de la Revolución. En el barrio de Centro Habana se puede admirar el hermoso paseo del Prado y el Capitolio, donde se sitúa el "km. 0" a partir del cual se calculan todas las distancias de la isla.
Con el tiempo, amplias avenidas, como el Malecón, Reina o Carlos III, trazan el curso del expansivo crecimiento de la ciudad hacia el oeste. El Malecón es hoy en día un vasto bulevar que se extiende por la costa hasta el barrio de Miramar, en la otra orilla del río Almendrades. Fue construido para proteger la ciudad de las olas provocadas por los ciclones. Concluye en el fuerte de la Chorrera, elevado en 1695 para defenderse de los ataques piratas.
Entre Centro Habana y la orilla derecha del río Almendrades, se alza el Vedado. Este enclave, que sirvió en otros tiempos como perímetro de seguridad en caso de que la ciudad fuese atacada, es actualmente el lugar donde los ricos habaneros construyen sus casas. Grandes hoteles, anchas avenidas y una arquitectura de estilo ecléctico definen este espacio. En él se ubica la universidad de la Habana, con un recinto interior en el que se expone la mayor colección de arte precolombino de la isla. La Quinta Avenida, creada en el siglo XX y una de las más bellas del país, une el Vedado con la zona de desarrollo del litoral, donde hoy se construyen importantes centros de negocio, hoteles y otras infraestructuras turísticas. No se puede abandonar La Habana sin detenerse en el cementerio de Cristóbal Colón y en el barrio de Miramar, en el que se destacan los paseos arbolados, rodeados por la fastuosidad de grandes villas y embajadas.
Los barrios de La Habana
Hace algunos años un animador radial habanero calificó a un popular salsero como el arquetipo del cubano: “ese tipo bullanguero, súpersociable y gritón que vemos todos los días en cada esquina”. La semblanza se profundiza si decimos que además son desinhibidos para cortejar en público, gesticulan con desparpajo y miran a los ojos y al cuerpo sin discreción. “Mami, estás pa’comerte y no dejar ni la salsita”, le grita un moreno color azabache en La Habana Vieja a una escultural mulata con piel de café y andar de pavo real. La Venus de ébano concede una mirada desafiante, pero sigue su camino dejando una estela de suspiros y comentarios sobre las orquídeas estampadas en sus calzas carmesí. En la escena se reflejan dos características más, en este caso de la mujer cubana: adoran los colores chillones y –que se sepa– ni la más hermosa le baja la mirada a un hombre que no le falte el respeto.
Al caminar por cualquier barrio habanero se descubre que el cubano vive con las puertas y ventanas abiertas y parlotea de balcón a balcón. Además les resulta inconcebible que dos personas desconocidas entre sí bajen por un ascensor sin entablar una conversación. Tomándose la cuestión un poco más en serio, un intelectual vasco de apellido Boncenigo visitó Cuba en los años cincuenta y caracterizó a sus habitantes como personas que “beben en una misma copa la alegría y la amargura... se toman en serio los chistes y hacen de todo lo serio un chiste; creen en Dios, en Changó y en el horóscopo chino al mismo tiempo. Y aman las contradicciones: llaman monstruos a las mujeres hermosas y bárbaros a los eruditos”.
El béisbol es el deporte nacional en Cuba y lo juegan en las calles desde los niños pequeños hasta hombres ya creciditos. Para llevarse una imagen muy concreta del típico cubano, el viajero puede acercarse cualquier día y sin hora fija al Parque Central –en La Habana Vieja– en busca de una “esquina caliente”. Se las identifica por el grupo de aficionados al béisbol que se arremolinan de manera espontánea en el vértice de dos veredas para polemizar sobre sus equipos favoritos. En las “esquinas calientes” brota la cubanía a borbotones. Los gritos desaforados se superponen con diálogos simultáneos imposibles de seguir por un ser humano en sus cabales. Los polemistas gesticulan a mil por hora y señalan a su interlocutor con el dedo o con un Gramma enrollado para que al menos sepa que le está hablando a él. A veces parecen a punto de irse a las manos y se expresan con un convencimiento absoluto de que lo que cada uno dice es lo correcto. Pero en verdad no es más que otra parte del juego. Estas escenas seguramente habrá visto el citado vasco Boncenigo cuando advirtió a los viajeros “no oséis discutir con ellos jamás. Los cubanos nacen con sabiduría propia y no necesitan leer, todo lo saben. No necesitan viajar, todo lo han visto”.
El cubano típico adora la calle y toda clase de espacio público en general. Los conocidos se saludan de una vereda a la otra llamándose por el nombre. Y no es un detalle menor observar en estos nombres el reflejo de una idiosincrasia. –Yusibel, ven pa’acá. –Pero chica, ven tú, no seas así, Yasniel, cruza. En Cuba lo llaman el Síndrome de la letra Y: Yuleidy, Yeneisi, Yasnay... Pero también se descubren extrañas mezclas como Alexei Martínez, Vladimir González y una profusión de Tatianas y Katiuskas que son fruto de una larga lista de matrimonios ruso-cubanos surgidos de los intercambios universitarios en la década del setenta. Es sabido también que los cubanos –sensuales creadores del bolero– son capaces de parar el país entero durante el último capítulo de una novela brasileña. Pues a la cadena O Globo se le debe una extensa serie de bautismos con los nombres de Malú, Beija y Loana. Pero también hay nombres que ilustran una inocencia cursi –“picúa” en el léxico cubano– como llamar a una bebé recién nacida con el nombre de Mileidi, que deriva de My Lady, sin otorgarle siquiera un derecho a réplica. De todas formas, por alguna inexplicable razón los espontáneos cubanos nunca resultan cursis, dentro o fuera de su contexto.
Cayo Hueso y el callejón Hamel
En el Municipio de Centro Habana, Cayo Hueso es uno de los barrios populares de la ciudad. En la década del cincuenta sufría el azote de la delincuencia y la prostitución, y por sus calles sonaban a toda hora la rumba y el guaguancó. Hoy en día es muy visitado gracias al famoso Callejón Hamel, un pequeño pasaje de una cuadra que no tiene salida, cuyas casas están pintadas con murales artísticos en su totalidad. Todo comenzó en 1992, cuando Salvador González se paró frente a la deteriorada fachada de la casa de un amigo y decidió comenzar a cambiarle el rostro al barrio. Uno a uno fue pintando los frentes con murales que cubren todo lo alto y lo ancho de las casas, edificios y hasta los tanques de agua, que parecen unidos por un continuo de imágenes que remiten a las religiones africanas. Predominan los colores vivos como el rojo, y las formas de estilo cubista, surrealista y expresionista. González –que es autodidacto– no se asusta de que lo tilden de kitsch y sueña con “extender la obra por todo el barrio y convertir a Cayo Hueso en un templo de la cultura negra”. El Callejón Hamel queda en el cruce de Infanta y San Lázaro, cerca del Hotel Nacional.
No es novedad para nadie que en Cuba bailan hasta las piedras. Quien desee disfrutar del baile espontáneo, masivo y callejero que tanto les gusta a los cubanos, puede acercarse un domingo por la tarde al Callejón Hamel. Allí se dan cita varios centenares de habaneros a escuchar grupos de salsa en vivo. Cuando buscamos el callejón, nos guía el rumor de una ensordecedora percusión que viene del África. Al llegar descubrimos una especie de fiesta a cielo abierto donde todo el mundo baila.
Junto a un parlante, una pareja baila abrazada sacudiendo el torso y la cadera como endiablados. Sus cuerpos se rozan, se salpican y se provocan con soberana libertad. Al costado, unas diez chicas adolescentes –tempranamente encendidas– bailan juntas atrayendo la atención de todos. Hasta que un trueno de tambores estremece la calle y el grupo de chicas –que no pueden disimular su corazón en llamas– parece entrar en trance. Comienzan a contonear sus flexibles caderas en redondo, y de manera frenética van descendiendo hasta casi rozar el suelo. Por si fuera poco, entre ellas se desafían “a ver quién se sacude con más sabor”.
Un grupo de salsa –timba en términos cubanos– anima la fiesta. El cantante agita unas maracas a la altura de las sienes. Un percusionista con el torso desnudo bañado en sudor aprisiona entre sus rodillas esos tambores de la liturgia africana llamados batá. Su vecino –casi un niño– da precisos manotazos a los parches de cuero de buey de las tumbadoras. Y un trompetista sopla su instrumento inflando los mofletes a lo Dizzy Gillespie. La energía demoledora del grupo se complementa con las congas, los bucúes y el requinto. “Música de cuero, huesos y metal; ¡Música de materias elementales!”, la llamó Carpentier.
Guanabacoa, tierra de ritos y cubanía
A 8 kilómetros del centro de La Habana, fue fundada en 1554 una villa que con los años pasó a llamarse Guanabacoa. Al estar cerca de la bahía de La Habana –centro militar de la época– resultó fácil exterminar a los indígenas, que fueron reemplazados por mano de obra esclava traída de África. Y fue aquí y entonces donde se dio la fusión mística entre los dioses negros y católicos, fruto de las prohibiciones impuestas por los españoles a todo culto pagano. Como resultado, la raza negra comenzó a simular el catolicismo, trastocando las imágenes. La de Santa Bárbara pasó a representar a Changó, mientras que aquel santo con muletas y llagas en todo el cuerpo llamado San Lázaro fue identificado con Babalú-Ayé.
Hoy en día Guanabacoa es un municipio periférico de La Habana donde –increíblemente– los cultos africanos permanecen vigentes y casi sin modificaciones a lo largo de varios siglos. En Cuba existen hasta hoy dos religiones africanas –la Regla de Ochá y el Palo Monte–, además de otras corrientes minoritarias. A Guanabacoa se lo llama “pueblo embrujado” o “tierra del babalawo”, que es el sacerdote máximo del culto Ifá, cuya función en la etnia yoruba de Nigeria era predecir el futuro. Y en Cuba también.
Se dice que en este barrio se da la síntesis más profunda de la cubanía. Sus hijos ilustres y universales fueron Rita Montaner, Bola de Nieve y Ernesto Lecuona. ¿Cómo puede hacer un viajero para sumergirse en el fascinante mundo de la santería? Por un lado, está el Museo Municipal y su exposición “Una Mirada al Mundo Afrocubano”. Pero para llevarse una estampa viva de la mística actual no hay fórmulas definidas ni posibilidad concreta de tener éxito (existen farsantes con excelentes dotes actorales, movidos por el interés comercial). Se impone entonces la necesidad de tejer estrategias de tipo periodísticas y recurrir a la intuición para llegar, por ejemplo, al hogar de Zenaida, un Ile Ochá o casa-templo de Guanabacoa. Si logra ingresar en alguno de estos singulares templos –que no son destinos turísticos ni mucho menos–, el viajero se encontrará primero con un altar de santos católicos rodeados de ofrendas y toda clase de ornamentos. Por este submundo extraño se realizan rituales al ritmo de los tambores, incluyendo sacrificios y trances profundos cuando un orisha ingresa en el cuerpo de una persona. En otra habitación están las cazuelas, donde se colocan las piedras en las cuales moran los orishas (santos africanos). Cada piedra es de diferente forma, origen y color, y se corresponden de manera específica con determinada deidad. Luego está el “comedero”, donde se alimenta al santo. Allí se descubre una serie de platos preparados con animales cuadrúpedos, plumas, dulces y bebidas con fórmulas exclusivas para cada deidad. La sangre de los animales sacrificados se vierte sobre la piedra del santo para alimentar la “vibración” que las mantiene vivas.
El escritor habanero Miguel Barnet definió con justeza el significado profundo de la santería: “A veces se piensa que la Regla de Ochá o la Regla del Palo son simple y llanamente religiones con sistemas de adivinación, sin saber que hay detrás una riqueza literaria, musical y artística; una mitología africana que merece ser estudiada como la mitología romana y griega... una mitología que tanto ha determinado los arquetipos del cubano”.
La Plaza de la Revolución
La imagen de La Plaza de la Revolución ha viajado por el mundo en innumerables ocasiones, como sede indiscutible del acontecer de un pueblo decidido a transformar su propia sociedad. Su área resulta pequeña cuando el pueblo habanero movilizado en un solo puño, parece fusionarse para apoyar una y otra vez la epopeya de la que todos formamos parte.
Pero no siempre fue nombrada Plaza de la Revolución, ya que antes del triunfo revolucionario se denominaba Plaza Cívica. Es mediante una resolución emitida en el año 1961, que recibe definitivamente el nombre por la cual es conocida internacionalmente.
Momentos solemnes ha habido muchos, pero uno de los más grabados en la memoria de los cubanos es la comparecencia del Comandante Fidel Castro donde informa la muerte de Ernesto Guevara en tierras bolivianas.
Hoy la Plaza recuerda por siempre su ejemplo, miles de reproducciones de la imagen de Ernesto Guevara recorren el mundo, sobretodo la tomada por el fotógrafo cubano Alberto Korda y que está presente en la fachada del Ministerio del Interior, edificio que forma parte del lugar.
La Plaza también ha sido escenario de incontables veladas artísticas que tanta riqueza de matices ha brindado a nuestra cultura, menciónese por ejemplo a la Nueva Trova y a sus principales exponentes: Silvio Rodríguez, Amaury Pérez, Sara González y la pléyade de generaciones que le han sucedido y que han continuado cultivando el género.
Indudablemente, La Plaza de la Revolución es frecuentada por turistas, debido al gran protagonismo que ha tenido en los momentos transcendentales de la revolución cubana.
Paseando por La Habana
El Gran Teatro de la Habana, que fuera construido en 1914, es una construcción del nuevo barroco. Esta prominente instalación se localiza en el Paseo del Prado, en la Habana.
A la entrada, una estatua de piedra y mármol nos da la bienvenida que bien pareciere que augurara una feliz estancia. Existen también piezas escultóricas en las cuatro cúpulas del techo realizadas por Giuseppe Moretti, que representan alegorías que describen la benevolencia, la educación, la música y el teatro.
El teatro, sede oficial del Ballet Nacional de Cuba, ha sido nombrado de diversas formas tales como el Teatro Nacional, Palacio del Centro Gallego o Federico García Lorca y muestra una magnificencia digna de los numerosos artistas que han paseado su arte por este escenario.
Grandes luminarias como Fanny Essler, Anna Pavlova, Maya Plisetkaya, Carla Fraccy y Alicia Alonso lo han prestigiado. También lo han hecho compañías de renombre internacional como el American Ballet Theater, el Royal Winnipeg, Ballet de Antonio Gades, Ballet del Teatro Colón de Buenos Aires y el Ballet Folclórico de México.
Entre los eventos que más lo han honrado tenemos la coronación de Gestrudis Gómez de Avellaneda, una de las más grandes poetisas de Cuba, y se escucharon discursos de glorias como los del etnólogo Don Fernando Ortiz y el escritor Alejo Carpentier, pero si ello no bastara los primeros aparatos telefónicos fueron probados por el italiano Antonio Meucci en esta instalación.
Es sede principal de los Festivales Internacionales de Ballet de La Habana, donde, bailarines, coreógrafos y especialistas vienen a presenciar e intercambiar aquí, información sobre el mundo de la danza.
El Gran Teatro de la Habana se localiza en un privilegiado y céntrico lugar de la capital. Forma parte de un conjunto arquitectónico compuesto por el Hotel Inglaterra, instalación insigne de la cultura nacional, el Parque Central, el museo de Arte Internacional, Hotel Parque Central y el Capitolio.
Esta céntrica plaza es una de las más visitadas de la capital.
Otro paseo deslumbrante consiste en internarse una mañana por las deterioradas calles de Centro Habana. Observar la ropa que se agita alocadamente sobre los cansinos balcones y a los habitantes que con cierto dejo de resignación esperan vaya a saber qué. O sencillamente, puede experimentarse la extraña sensación que produce La Habana que vuelve sobre uno omnipresente y nostálgica a la vez.
En La Habana todo es una historia que merece su foto. Viajar –salvo que se opte por un clásico recorrido a bordo de un coche oficial para turistas a tarifa dólar– puede convertirse en un fascinante experimento de campo. Por apenas centavos de peso cubano –menos de cincuenta centavos de dólar- los viejos Rambler, Ford y Oldsmobile de la era republicana, verdaderos símbolos de sobrevivencia devenidos en taxi, recorren perezosamente los distintos barrios. En su interior, las historias de vida con acento local se diluyen en el ritmo de fondo de la salsa que proviene de la reacondicionada radio. El turismo es la nueva fuente de ingresos de la isla y dejó atrás a la economía basada en la caña de azúcar. Desde que esto sucedió, en La Habana todo está prohibido pero tolerado. La ciudad vive en permanente trasgresión de sus propias normas y resulta difícil evitar el contacto con la rutina cubana del mercado negro. Allí puede conseguirse desde un kilo de frescas langostas hasta el más añejo ron por valores impensados. A toda hora, sus vendedores pululan por las calles céntricas detrás de los turistas ofreciéndoles sus productos y servicios como guía o chofer, o intentando acercarlos a sus paladares, una especie de restaurante improvisado en el living de una casa de familia. Curiosamente, en estos lugares, las delicias culinarias típicas de la isla se saborean en forma especial.
En el Vedado, en las calle 23 y L, se encuentra Coppelia, una heladería estatal en la cual sólo pueden tomarse dos gustos de helado que la película Fresa y chocolate hizo popular. Los rostros que se cuentan entre las larguísimas colas para quienes pagan en pesos cubanos, lo mismo que en las guaguas o camellos que ofician de colectivos, son retratados permanentemente por los viajeros como un fenómeno.
A unos 20 minutos de la ciudad se encuentra Miramar, un barrio que cobija lujosas residencias, embajadas y hoteles, en medio de una frondosa vegetación, que puede recorrerse caminando. Aquí está La casa Dos Gardenias, un pequeño restaurante donde famosos artistas cubanos amenizan las noches. A diez minutos más, Las Playas del Este que bordean la costa noroeste de La Habana relucen con arenas blancas y limpias y exhiben infraestructura de la más moderna, a valor dólar.
Cuando cae la tarde y los turistas se cansan del asedio de los vendedores de puros y ron, van a sentarse un rato en El Malecón, un bulevar de casi diez kilómetros de largo bordeado por una muralla de piedra baja que se estrecha contra La Habana y la separa de la inmensidad del Caribe. Hasta allí también llegan quienes sueñan con un amor o con emigrar. Más abajo, saltando el muro, entre las enormes piedras, hay niños que se bañan y hombres que pescan con su mirada clavada en un horizonte que no llega a divisarse.
Entre autos de colección y edificios que el salitre no perdonó, La Habana sobrevive a los embates del tiempo y revela su encanto y misterio a quienes se atreven a mirarla de otra forma.
Ese humo del Caribe
En Cuba se dice que el tabaco y el azúcar son los personajes más importantes de la historia de la isla. De hecho, el sabor y el aroma del tabaco estuvieron ligados a la cultura cubana desde mucho antes de la llegada de los españoles. El 2 de noviembre de 1492, Cristóbal Colón envió a Rodrigo de Xeres y Luis de Toledo a recorrer el interior de Cuba, a la que habían confundido con Cipango. No pudieron encontrar al Gran Khan, pero tomaron contacto con el cacicazgo taíno de Maniabón, donde los navegantes “bajados del cielo” observaron el extraño ritual de “los hombres humeantes”, quienes se llevaban a la boca una suerte de “sahumerios de hojas enrolladas” mientras hacían sonar un tambor con ojos. Superada la sorpresa, pudo más la curiosidad: los españoles se animaron y aspiraron las primeras bocanadas de tabaco saboreadas por europeo alguno, pasando así a la historia, no por buenos navegantes sino como pioneros en el arte de fumar.
Desde Cuba el hábito del tabaco viajó y se instaló en Europa. El cigarro, que pasó a ser un signo de status, llegó a Francia en las manos de Jean Nicot, un diplomático francés cuyo nombre “bautizó” a la nicotina. El fervor de los habanos se desperdigó de inmediato entre aristócratas y magnates y durante el siglo XX hubo pocos símbolos del poder y el prestigio capitalista más representativos que los habanos. Pero la ironía mayor es que los mejores habanos del mundo se siguen produciendo en el bastión socialista de América latina.
Sin embargo, en Cuba el habano no es un símbolo de ostentación sino una tradición íntimamente enraizada a la cultura guajira. Su aroma está omnipresente en cada rincón de la isla, en las casas, las esquinas y los bares habaneros. Aunque nunca haya fumado tabaco en su vida, ningún viajero de ley podrá resistir en tierras caribeñas la tentación de colocarse un habano entre los dedos índice y medio para aspirar un aroma seco que luego baja rozando el paladar con su calidez. Al pitar se oye el suave crepitar de la punta roja del habano, y sólo resta el placer de quedarse observando las volutas que flotan en el aire y conjugar de esa forma la utilización de todos los sentidos. Para disfrutarlo se requiere de un tiempo generoso –no como el cigarrillo, que se consume enseguida–, tan generoso como el que se necesita para su elaboración.
Hecho a mano Antes de llegar a los labios del fumador, un habano pasa por cerca de 140 procesos diferentes, desde la siembra hasta que el comprador abre las lujosas cajas de madera. Ninguna máquina interviene en la elaboración, y podría decirse que el habano de Cuba es un producto totalmente hecho a mano.
Alrededor del tabaco existe un complejo ritual equiparable al del vino, y una sofisticación artesanal tan rigurosa como en las bodegas. Pinar del Río, al occidente de la isla, es la provincia tabacalera por excelencia de Cuba. Se trata de una región verde y montañosa, poblada de palmeras y grandes valles. Su lugar en el mapa vendría a ser la cola del caimán.
Cercana a La Habana y Varadero, la excursión a Pinar del Río es un viaje en el día que realizan gran parte de los turistas que visitan Cuba. Y para los fanáticos del habano, el paseo se convierte en una verdadera peregrinación tabacalera.
En la carretera un cartel espectacular anuncia “¡Lo cubano está aquí!”. La neblina matinal cubre el Valle de Viñales y por doquier se distinguen los secaderos con sus techos a dos aguas dispersos por el paisaje. A menudo se ven arados tirados por bueyes surcando la tierra. Al viajar por los caminos de Pinar del Río se ve a los campesinos con su sombrero guajiro cosechando unas hojas muy amplias y verdes, cuyo aroma entra por la ventanilla del auto. Esas hojas se cortan con un cuchillo de hoja curva y se cuelgan en unos “cujes” (palos) durante tres días para que se marchiten. Después pasan al secadero por tres meses, y luego se estacionan unos 20 días en un pilón.
En Cuba el cultivo del tabaco está organizado mediante un sistema de cooperativas y parcelas privadas cuya producción se vende al Estado a un precio fijo. Para observar en detalle la manufactura de los habanos conviene acercarse a la ciudad de Pinar del Río y visitar alguna fábrica.
En La Habana En Cuba una misma fábrica de tabacos produce distintas marcas de habanos. En la fábrica de Partagás se fabrican las marcas Bolívar, Ramón Allones, La Gloria Cubana y los Cohiba Robustos. El viejo edificio habanero de tres pisos de la Real Fábrica de Tabacos Partagás fue levantado en 1845 y es una de las joyas arquitectónicas de La Habana Vieja. Adentro, varios centenares de trabajadores se dedican a clasificar los tipos de hojas y a enrollarlas con suma habilidad y rapidez mediante métodos artesanales que han variado muy poco durante décadas. Los torcedores –como se conoce a quienes tuercen la hoja del tabaco– se sientan frente a unas largas mesas de madera sin más elementos que una chaveta (especie de cuchillito oval) y las hojas de tabaco. Ya en 1865 comenzó en las fábricas de habanos la tradición de la lectura en voz alta de obras literarias de autores clásicos y de actualidad, así como noticias y otros textos, como forma de aliviar la monotonía de un trabajo tan metódico. A raíz de esta costumbre, en Cuba se considera a los trabajadores del tabaco entre los más cultos del país.
En un pasado no muy lejano, los hombres elegantes compraban sus trajes en Londres, los zapatos en Milán, las camisas y corbatas en París y los habanos en Cuba. Aún hoy, el mejor lugar del mundo para comprar tabaco de calidad es La Habana, en negocios especiales donde los habanos llegan directamente desde la fábrica y se los exhibe en unas vitrinas con las mismas condiciones de temperatura y humedad que en el Valle de Viñales. Los precios, al no haber intermediarios, son un cuarto o la mitad de lo que se pagaría en el extranjero.
El novato fumador tiene que saber que entre los secretos del “arte de fumar habanos” están no tragarse el humo y saborearlo lentamente. Al encenderlo se lo debe hacer con un fósforo de madera o un encendedor a gas, y sin pitar. Luego se fuma dejando que la ceniza se caiga por sí misma cuando tenga que hacerlo, sin apurarla, disfrutando así el relajado ritual de ver esfumarse el placer en volutas.
2006-12-05 10:39:38
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answer #2
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answered by Anonymous
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