Espero esto te sirva
La doncella de Orleans
Dramas de C. F. Schiller
Traducción de José Yxart
PERSONAS.
CARLOS VII. rey de Francia.
La reina ISABEL. su madre.
INÉS SOREL. su manceba.
FELIPE el Bueno. duque de Borgoña.
El conde DUNOIS. bastardo de Orleans.
LA HIRE. oficial del Rey.
DUCHATEL. oficial del Rey.
EL ARZOBISPO. de Reims.
CHATILLÓN. caballero borgoñón.
RAOUL. caballero lorenés.
TALBOT. general de los ingleses.
LIONEL. jefe inglés.
FALSTOLF. jefe inglés.
MONTGOMERY.
Consejeros de la ciudad de Orleans.
Un Heraldo del campamento inglés.
TIBALDO DE ARCO. rico agricultor.
MARGARITA. hija.
LUISA. hija.
JUANA. hija.
ESTEBAN. su amante.
CLAUDIO-MARÍA. su amante.
RAIMUNDO. su amante.
BERTRÁN. aldeano. El espectro del caballero negro.
Un Carbonero y su mujer.
Soldados, pueblo, oficiales de la corona, obispos, frailes, mariscales, magistrados, cortesanos y demás personas que no hablan y forman el cortejo en el acto de la coronación.
Prólogo
Sitio campestre.
A la derecha y en primer término, una imagen de santo en una capilla; a la izquierda una
grande encina.
Escena I
TIBALDO DE ARCO. -Sus tres HIJAS. Los tres PASTORES sus novios.
TIBALDO. Sí, mis queridos vecinos; hoy somos todavía franceses, hoy somos todavía libres habitantes y dueños de esta tierra que labraron nuestros padres... ¡Quién sabe de quién seremos mañana! En todas partes flota la victoriosa bandera del inglés. Sus caballos patean las ricas campiñas de Francia. París le ha recibido triunfante, y ha coronado con la antigua diadema de Dagoberto, el vástago de extranjera cepa. El nieto de nuestros reyes vaga errante, desheredado, fugitivo, por su propio reino, y en las filas enemigas que dirige una madre desnaturalizada, combate su más próximo pariente. Villas, ciudades, todo lo devora el incendio. El humo de la devastación se acerca cada vez más a estos valles hasta ahora tranquilos. Ved por qué mis queridos vecinos, trato de acomodar honradamente a mis hijas con la ayuda de Dios, hoy que es tiempo todavía. La mujer, en estos tiempos, necesita un protector. A mi entender, un amor fiel ayuda a soportar las más graves penas. (Dirigiéndose al 1.er pastor). Acércate, Esteban; tú deseas la mano de mi hija Margarita; nuestras tierras se tocan, vuestros corazones se comprenden; esto basta para una feliz unión. (Al 2.º). Y tú, Claudio... callas, y mi Luisa baja los ojos... No he de separar dos corazones, porque no puedes ofrecerme tesoros. ¿Y quién los posee hoy? La casa como la granja son en el día presa del enemigo y de las llamas, y en los tiempos que corren no creo que exista más seguro refugio que el pecho de un muchacho honrado.
LUISA. ¡Padre mío!
CLAUDIO. ¡Luisa mía!
LUISA. (Besando a Juana). ¡Hermana mía!
TIBALDO. Doy a cada una de vosotras treinta fanegas de tierra, el establo, el corral y el hogar. Dios os bendiga como a mí.
MARGARITA. (Abrazando a Juana). Accede a los deseos de padre, toma ejemplo de nosotras... hagamos tres bodas en un día.
TIBALDO. Id y preparaos; las bodas se celebrarán mañana; quiero que acuda a ellas toda la gente del lugar. (Las dos parejas se van dándose el brazo).
Escena II
TIBALDO. -RAIMUNDO. -JUANA.
TIBALDO. Y tú, Juanilla... ya ves cómo se casan tus dos hermanas y cuánto regocija su dicha mi vejez, mientras que tú, la más joven, parece que sólo quieres darme pesar y tristeza.
RAIMUNDO. ¿Vais a reñirla todavía?
TIBALDO. El más honrado y guapo mozo de este país, con quien nadie osara compararse, te ofrece corazón y mano, te corteja tres años ha con discreción y ternura, y tú sólo le correspondes con desvíos y frialdad. Ni atrajo nunca tu sonrisa ninguno de nuestros pastores. ¡Parece imposible!... ¡Joven como eres!... ¡En la primavera de tu vida! ¡Cuando la esperanza sonríe!... ¡Cuando se abre la flor de tu belleza!... ¡En vano me fue dado esperar verla salir de su capullo, y convertirse en fruto de oro!... ¡Ah, no quiero ocultarlo!... Esto me aflige; me parece un fatal error de la naturaleza. No gusto yo de tales corazones... ¡fríos... austeros!... ¡cerrados a la dicha en la feliz edad en que los sentimientos sólo piden expansión!
RAIMUNDO. Dejadla, padre, dejadla obrar como le plazca. El amor de mi noble Juana es augusta y casta flor del cielo, y sólo lenta y silenciosamente deben madurar tales tesoros. La juventud necesita del aire libre y puro de las montañas. No se atreve a bajar de las alturas donde habita, a nuestras estrechas casas donde moran los mezquinos cuidados. Muchas veces del fondo de los valles la contemplo con muda admiración, cuando se me aparece bella y majestuosa en el pico de algún monte, rodeada de sus rebaños y fija la vista en el suelo. En ocasiones creo ver en ella algo sobrehumano, y me pregunto si será por ventura esta niña, hija de otros siglos.
TIBALDO. Esto es precisamente lo que no puedo sufrir. Huye del trato de sus hermanas, y sólo se complace en andar errante por las cimas desiertas, sin que el canto del gallo la haya sorprendido nunca en sus correrías. En las medrosas horas en que el hombre busca para serenarse la compañía de sus semejantes, ella, como ave nocturna, vuela a sumergirse en las sombras de la noche, recorre las encrucijadas y habla misteriosamente con los vientos. ¿Por qué escogió este sitio para apacentar sus rebaños? La veo pasarse horas enteras sentada y pensativa bajo el árbol druídico, bajo esta encina, a la que temen acercarse los dichosos. Porque este asilo es reputado funesto, y de antiguo, desde los tiempos del paganismo, se cree que fue morada del espíritu malo. Los viejos cuentan de este árbol espantosas leyendas;... de sus hojas se escapan a veces extraños sonidos. ¿No vi yo mismo, una tarde, al pasar cerca de aquí, una fantasma de mujer, a la sombra del árbol, un espectro envuelto en un sudario, que extendía hacia mí la descarnada mano, como llamándome? Tanto fue así, que eché a correr, encomendando el alma a Dios.
RAIMUNDO. (Señalando la imagen de la capilla). No, creedme; vuestra hija viene aquí, no por obra del demonio, sino al sagrado influjo de esta imagen que esparce en torno la paz del cielo.
TIBALDO. No, no en vano se me aparece en sueños, que empiezan a darme inquietud. Tres veces la he soñado en Reims, sentada en el trono de nuestros reyes, ceñidas las sienes con una corona en la que brillaban siete estrellas, y en la mano el cetro de donde salían, como del tallo, tres flores de lis, mientras que yo, su propio padre, sus hermanas, y todos los príncipes, condes y obispos, todos, hasta el mismo Rey, hincábamos la rodilla delante de ella. ¿Qué significa semejante esplendor en mi cabaña? ¿Qué puede ser sino presagio de profunda catástrofe? ¿No es semejante sueño el símbolo de las vanas aspiraciones de su corazón? Se avergüenza de la oscuridad en que vive. La belleza que Dios le concedió, los hechizos que le ha prodigado con sus bendiciones, fomentan en su alma un sentimiento de culpable orgullo... y el orgullo fue la causa de la caída de los ángeles... es el medio con que el infierno se apodera de las almas.
RAIMUNDO. ¡Ella orgullosa, cuando no la hay más modesta! ¡Si la pobre se complace con verdadera alegría en ser la sirvienta de sus hermanas! Siendo la mejor dotada entre todas, se muestra al propio tiempo la más dócil y se sujeta gustosa a las más rudas faenas. Con sus cuidados prosperan vuestros rebaños y vuestro cultivo; cuanto hace prospera de un modo indecible, nunca visto.
TIBALDO. En efecto: de un modo nunca visto, y esto es lo que me espanta. No hablemos más de ello; me callo; quiero callarme. No seré yo quien acuse a mi propia hija. No; quiero sólo exhortarla, rogar por ella, y exhortarla sobre todo. Aléjate de este árbol, renuncia a tu amor por la soledad, cesa de escarbar la tierra a media noche, en busca de raíces... déjate de componer brebajes, y de trazar signos misteriosos sobre la mesa. Los malos espíritus viven junto a la superficie de la tierra, siempre alerta, y con el oído pegado al suelo. En cuanto se escarba un poco, lo oyen en seguida. Consiente en no quedarte sola; mira que en la soledad tentó Satanás al mismo Dios del cielo.
Escena III
DICHOS. -BERTRÁN, con un yelmo en la mano.
RAIMUNDO. ¡Chit!... ahí está Bertrán que vuelve de la ciudad... A ver qué nuevas trae.
BERTRÁN. Os sorprende verme con esta rara prenda en la mano, ¿verdad?
TIBALDO. En efecto, decidnos cómo habéis adquirido ese yelmo... ¿porqué traéis a nuestros tranquilos valles este signo de discordia?
(Juana, que durante las anteriores escenas había permanecido retirada a un lado, silenciosa y sin tomar parte en la acción, se acerca y empieza a mostrarse atenta).
BERTRÁN. Apenas sé yo mismo cómo ha ocurrido esto. Me hallaba en Vaucouleurs, donde fui a comprarme un equipo de guerra. Muchedumbre de gente se agolpaba en la plaza del mercado, porque acababan de llegar de Orleans bandadas de fugitivos trayendo malas noticias de los sucesos. La población entera se agitaba fuera de sí. Como tratase de abrirme paso entre la multitud, de repente se me acerca una gitana con este yelmo, y fijando en mí sus penetrantes ojos me dice: «Compañero, buscáis un yelmo, lo sé, necesitáis uno, tomad éste, os lo doy barato». «A los soldados con él, le respondí; yo soy un labrador, y para nada me sirve». Pero ella continuaba insistiendo. «Nadie puede decir ahora: -para nada me sirve un yelmo. Un abrigo de acero para la cabeza, vale más en nuestros tiempos que una casa de piedra». Así me persiguió de calle en calle, forzándome a tomar el yelmo, que yo no quería, bien que me pareciera muy bello y reluciente, y digno de adornar la cabeza de un caballero. Y mientras seguía indeciso, y pesándole en la mano, y discurriendo sobre lo raro del caso, desapareció la gitana, arrebatada por la multitud, y yo me quedé con la prenda.
JUANA. (Con calor e intentando apoderarse del yelmo). Dadme ese yelmo.
BERTRÁN. ¿Qué vais a hacer de él? No es éste, adorno propio de una doncella.
JUANA. (Arrancándoselo de la mano). Os digo que este yelmo es mío; que me pertenece...
TIBALDO. ¿Qué nuevo delirio la agita?
RAIMUNDO. Dejadla, padre. Ese apresto de guerra le corresponde, porque su pecho encierra un corazón varonil. ¿Olvidasteis cómo domeñó al guepardo furioso, azote de los corrales, terror de los pastores? Sólo ella, la muchacha de corazón de león, osó medir sus fuerzas con aquella bestia feroz y arrancó de sus dientes la presa. Por valiente que sea el dueño del casco, otro no podría hallarse más digno que Juana.
TIBALDO. (A Bertrán). Hablad; ¿qué nuevos desastres debéis anunciarnos? ¿qué os han dicho los fugitivos?
BERTRÁN. Dios salve al Rey y a este desventurado país. Vencedor de dos batallas decisivas, el enemigo está en el corazón de Francia. Se han perdido todas las provincias hasta la orilla del Loira. Ahora concéntranse las fuerzas frente a Orleans.
TIBALDO. Dios proteja al Rey.
BERTRÁN. En todas partes se hacen grandes aprestos. Como en el verano el espeso enjambre de abejas en torno de la colmena, como nubes de langostas que oscurecen el sol y cubren la campiña por millares, se arroja a las llanuras de Orleans confusa bandada de pueblos diversos, y suena en el campamento una mezcla ininteligible de todas las lenguas. Allí el Borgoñón ha juntado sus ejércitos con los del país de Liège y Namur, y con los del Luxemburgo y Brabante. Allí están los de Gante, que se pavonean ornados de seda y terciopelo, y los de Zelandia, cuyas ciudades se elevan a orillas del mar, blancas y limpias, y los holandeses, buenos vaqueros, y los hijos de Utrech y los de Frisia que mira al polo, todos adictos a la bandera del victorioso Borgoñón, todos decididos a someter a Orleans.
TIBALDO. ¡Oh! ¡lamentable discordia que vuelve contra Francia las propias armas de Francia!
BERTRÁN. También a ella, la reina, la altiva Isabel princesa de Baviera, se la ve revestida de su armadura, recorriendo el campamento a caballo, inflamando el odio de sus tropas con envenenadas frases contra el hijo que llevó en su seno.
TIBALDO. Maldita sea, y así Dios la reserve la suerte de Jezabel.
BERTRÁN. El temible Salisbury dirige el asalto. Combaten a su lado Lionel y Talbot, cuya mortífera espada siega los pueblos en el campo de batalla. Estos hombres juraron en su arrogancia entregar a la deshonra a todas las doncellas, y matar a cuantos les resistan. Cuatro fortalezas, obra suya, amenazan la ciudad. En lo alto de una de estas atalayas la mirada sanguinaria de Salisbury se cierne sobre la población, y cuenta los transeúntes que acelerando el paso se aventuran a atravesar las calles. Ya se hundieron a balazos las iglesias y el majestuoso campanario de Nuestra Señora. Han minado también la ciudad que se agita desesperada sobre estos volcanes del infierno, amenazada a cada instante de quedar reducida a cenizas con tonante explosión.
(Juana escucha con ansia creciente, y se cubre con el yelmo).
TIBALDO. ¿Pero dónde están las espadas de Francia, Xantrailles y La Hire? ¿Dónde está el heroico, bastardo, escudo de la patria, pues pudo el enemigo triunfante avanzar de tal suerte? ¿Qué hace el Rey? ¿Presencia indiferente las calamidades que agobian a su pueblo, y la ruina de las provincias?
BERTRÁN. El Rey ha establecido la corte en Chinón. Sin hombres, ni posibilidad de sostener la campaña, ¿para qué sirve el valor de los jefes, el esfuerzo del héroe, si el miedo paraliza las tropas? Porque el terror ¡parece castigo del cielo! se apodera de los más valientes. En vano los jefes les ordenan que se pongan en pie de guerra. Como se estrechan las ovejas, tímidas y recelosas al aullido del lobo, los franceses, olvidados de su antigua gloria, se apresuran a refugiarse en sus fortalezas. Sólo uno, a lo que se dice, ha logrado reunir unos pocos combatientes, y marcha a la vanguardia de la corte con diez y seis compañías.
JUANA. (Con viveza). ¿Su nombre?
BERTRÁN. Baudricourt. Más por desgracia desconfían todos de que logre burlar al enemigo que con dos ejércitos le persigue encarnizado.
JUANA. ¿Dónde hallarle? ¿Lo sabéis? Si lo sabéis decidmelo.
BERTRÁN. Acampó a cosa de media jornada de Vaucouleurs.
TIBALDO. (A Juana). ¿Y a ti qué te importa? ¿Por qué enterarte de lo que no te atañe, muchacha?
BERTRÁN. En presencia del omnipotente enemigo, y desesperados de recibir del Rey auxilio alguno, han resuelto todos en Vaucouleurs pasarse al Borgoñón; único medio de escapar al yugo extranjero y conservar la antigua dinastía. Quizá correrían el albur de caer de nuevo bajo su poder, si Francia y Borgoña lograran entenderse.
JUANA. (Como inspirada). ¡Nunca! ¡No cabe trato alguno, no hay transacción posible, arrancada a la flaqueza! El salvador se acerca y está armándose para el combate. Enfrente de Orleans va a palidecer la estrella del enemigo. Se ha colmado la medida. El trigo está ya en sazón para la siega. Ved cómo llega la doncella que segará la yerba de su orgullo, y desde el firmamento a donde lo alzaron, lo precipitará en el abismo. ¡No vaciléis! ¡no huyáis! porque antes que amarillee la espiga, antes que pase la luna, los caballos de Inglaterra habrán cesado de abrevarse en la límpida corriente del Loira.
BERTRÁN. Pasó por desgracia el tiempo de los milagros.
JUANA. Dios permitirá que vuelva. Blanca paloma alzará el vuelo, y como el águila audaz caerá sobre los buitres que despedazan la patria. Ha de acabar con el altivo Borgoñón y sus fatales traiciones, aterrando a Talbot, el de los cien brazos, y al sacrílego Salisbury, y echará por delante como rebaño los feroces isleños. Con ella estará el Señor, el Dios de los ejércitos, que elegirá para mostrarse la más tímida de sus criaturas, y se glorificará en una flaca doncella, porque Él es todopoderoso.
TIBALDO. ¡Qué demonio inspira a mi hija!
RAIMUNDO. El yelmo será, cuyo bélico influjo la penetra. ¡Mirad cómo le chispean los ojos y se tiñen de púrpura sus mejillas!
JUANA. ¡Pues qué!... ¿Se desplomará este reino? ¡Pues qué! ¿el país de la gloria, el más bello que alumbra el sol, el paraíso terrestre que Dios ama, soportará las cadenas del extranjero? No; aquí se estrelló el poderío de los gentiles; aquí se elevó la primera cruz, el signo de la redención, aquí reposan las cenizas de San Luis; de aquí partieron los conquistadores de Jerusalén.
BERTRÁN. (Estupefacto). ¿Pero no oís? ¿quién inspira tales palabras? Arco, Dios os hizo padre de una mujer predestinada.
JUANA. ¿Así perderíamos para siempre a nuestros reyes? ¿la nación, su soberano? El Rey desaparecería del haz de la tierra, él que no puede morir, él que protege el fecundo arado, él que da libertad a los siervos y agrupa los lugares en torno de su trono; él, providencia de los débiles, terror de los malos, sin envidia, porque es el más grande de todos, ángel de misericordia en esta tierra, presa de las malas pasiones. Porque el trono de los reyes refulgente de oro, es el albergue tutelar de los desamparados. Siéntanse a un lado y otro el poder y la caridad. El culpable se acerca a él tembloroso, y el inocente, confiado, y su mano juguetea con las crines del león extendido en aquellas gradas. ¡Un rey extranjero! ¡Un amo venido de fuera! ¿Pero cómo podría amar este suelo, si no descansan aquí los huesos de sus mayores? ¿Podrá llamarse nunca nuestro padre quien no creció junto con nuestros mancebos, quien no siente vibrar sus entrañas a nuestra voz?
TIBALDO. Dios proteja a Francia y al Rey. Cuanto a nosotros pacíficos labradores, ignoramos el arte de manejar la espada y de domar un caballo, ni qué fuera un palafrén; tratemos, pues, de resignarnos en silencio con la suerte que nos depare la victoria. El éxito de las batallas es sentencia de Dios. Para nosotros no hay más soberano que el ungido y coronado en Reims. ¡A trabajar! ¡a trabajar! Cuidemos sólo de lo que nos importa. Dejemos a los grandes y a los príncipes que se disputen la tierra. Por fortuna podemos presenciar indiferentes semejantes catástrofes, porque el suelo que cultivamos resiste a todo embate. Si la llama incendia las aldeas, ¡qué importa! nuestras frágiles cabañas se reconstruyen fácilmente; si los cascos de los caballos pisotean las mieses,... otras traerá la primavera. (Vanse todos excepto Juana).
Escena IV
JUANA, sola.
¡Adiós, montañas; adiós, pastos, y vosotros tranquilos valles, adiós! Ya nunca más hollará Juana vuestros senderos, Juana os dirige su eterno adiós. ¡Prados que yo regaba, árboles que planté, seguid reverdeciendo! ¡adiós, grutas sonoras y frescos manantiales! ¡Eco, dulce voz de este valle, que tantas veces respondiste a mis cantos, Juana se aleja... para siempre!
Para siempre os dejo, ¡oh lugares, que fuisteis testigos de mis inocentes dichas! Id y dispersaos por la llanura, ovejas mías; dispersaos, abandonados rebaños; otros rebaños me reclaman ahora, y es fuerza que los conduzca a través de los ensangrentados campos del peligro. Tal es la orden del Espíritu que me llama; no me atrae la vanidad, no obedezco a terreno afecto.
El Dios que se apareció a Moisés en las cimas del Horeb y en la zarza ardiendo para mandarle que resistiera a Faraón; el Dios que supo armar en su defensa a un niño, al pastor Isaías, y se mostró siempre propicio a los pastores, este fue quien me habló también bajo la copa de este árbol, y me dijo:
«Ve a dar testimonio de mí en la tierra. Revestirás tus miembros de metal, y cubrirás de acero tu delicado pecho. Jamás arderá en tu pecho la llama del amor humano, ni avivará en ti ilícitos deseos, más yo te haré ilustre en la guerra entre las demás mujeres.
«Cuando los más valientes flaquean y van a consumarse los destinos de Francia, pongo en tus manos mi oriflama. Como el segador las mieses, aterrarás a los vencedores y detendrás a la victoria; que te suscité para salvar a esta nación, para que libertes a Reims y corones a tu Rey».
Dios me debía una prenda de su predilección, y me envía este yelmo que comunica a mi cuerpo fuerza sobrenatural, e infunde en mis venas el fuego sagrado de los ángeles. Siento que me impele, que me arrebata al combate con la impetuosidad del torbellino. ¡A las armas! ¡El corcel se encabrita!... ¡resuena el clarín!
2006-11-27 14:24:29
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answer #4
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answered by José de Jesús Ochoa Tabares 1
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