Pasteur demostró ser mucho más útil que Leeuwenhoek y que Spallanzani, puesto que realizó magníficos experimentos y poseía, además, un arte especial para presentarlos de manera que interesasen vivamente a todo el mundo.
A estas alturas se enfrentó Pasteur con una pregunta ineludible, una cuestión muy añeja que tarde o temprano había de surgir: ¿De dónde proceden los microbios?.
Pasteur, lo mismo que Spallanzani, no podía admitir que los microbios procediesen de la materia inerte de la leche, o de la manteca. ¡Era seguro que los microbios debían de tener progenitores!. Pasteur era un buen cristiano, y aunque es verdad que vivía entre los sabios escépticos de la margen izquierda del Sena, no le afectaban en lo más mínimo las dudas de sus colegas. Empezaba a estar de moda la Teoría de la Evolución, ese mitológico poema que nos pinta a la vida así: "como partiendo de una sustancia informe, un limo vaporoso en estado de agitación desde hace millones de años, que va resolviéndose en una ordenada procesión ascendente de seres vivos hasta llegar al mono y, por último, como si fuera el paso triunfal, al hombre". En la Teoría de la Evolución no es necesaria la existencia de un Dios para iniciar este desfile ni para dirigirlo; las cosas simplemente sucedieron así: "así no más por sí solas", decían con altivos aires de suficiencia los nuevos filósofos evolucionistas sin Dios.
Pero Pasteur replicaba:
"Mi convicción viene del corazón y no de la inteligencia; me entrego a aquellos sentimientos acerca de la Eternidad que surgen naturalmente en mí... Hay algo en lo profundo de nuestras almas que nos dice que el mundo debe de ser algo más que una mera combinación de hechos, debida a un equilibrio mecánico surgido simplemente del caos de los elementos, por una acción gradual de las fuerzas materiales".
Siempre fue un buen cristiano.
Repitió el antiguo experimento de Spallanzani, para lo cual se procuró un matraz esférico, en el que introdujo caldo de cultivo, cerró a la lámpara el cuello del matraz y terminó hirviéndolo durante algunos minutos, los microbios no se multiplicaron en el matraz.
"Pero al hervir el caldo ha calentado usted el aire del matraz, y lo que aquél necesita para poder engendrar animalillos es aire natural. De ponerse en contacto el caldo de cultivo con el aire natural, no dejan de aparecer levaduras, mohos, vibriones o animalillos" - decían desde sus despachos, cómodamente sentados, los partidarios de la generación espontánea, los evolucionistas, los botánicos incrédulos, todos aquellos hombres sin Dios vociferaban, pero no hacían ni un solo experimento.
Pasteur, metido en un embrollo, trataba de inventar un procedimiento que le permitiera tener juntos: aire no calentado y caldo de cultivo hervido, y conseguir, no obstante, que no se desarrollasen las criaturas subvisibles. Realizó innumerables tanteos que resultaron ser otros tantos fracasos, poniendo al mismo tiempo buena cara a los príncipes, profesores y publicistas, que por aquel entonces acudían en tropel a contemplar sus experimentos.
Las autoridades académicas lo habían enviado a un pequeño edificio compuesto por cinco reducidas habitaciones, situado a la entrada de la Escuela Normal. Actualmente, los grandes institutos no considerarían apto aquel edificio ni para alojar los conejillos de indias; pero allí fue donde Pasteur emprendió su famosa aventura para demostrar la falta de fundamentos de la creencia de que los microbios podían nacer sin tener progenitores... sus experimentos iban siendo menos claros y más fáciles de discutir. Pasteur estaba en un atolladero.
En estas circunstancias, llegó un buen día Balard (Antonio Jerónimo Balard, 1802-1876) al laboratorio de Pasteur. Balard, que había empezado su carrera como boticario, era un original; había asombrado al mundo científico descubriendo el bromo (1826), pero no en un laboratorio bien pertrechado, sino en el mostrador de una botica, descubrimiento que le había valido la fama de que disfrutaba y el ser nombrado profesor de química en París. Balard no era hombre ambicioso, no sentía deseos de realizar todos los descubrimientos posibles en el mundo; haber descubierto el bromo era bastante para la vida de un hombre; pero le gustaba husmear lo que sucedía en los laboratorios de los demás:
"Dice usted que se encuentra en un atolladero, que no ve manera de llevar adelante sus experimentos... Mire usted, ni usted ni yo creemos que los microbios nacen espontáneamente en el caldo; los dos creemos que caen o se introducen con el polvo contenido en el aire... Debe conseguir que en el matraz no pueda penetrar el polvo pero sí el aire... - replicó el ya olvidado Balard - Tome usted un matraz esférico, ponga dentro el caldo, ablande a la lámpara el cuello del matraz y estírelo hasta que se convierta en un tubo muy delgado, que encorvará usted hacia abajo, imitando el cuello de un cisne en actitud de sacar algo del agua". Y Balard le hizo un dibujo.
Pasteur se dio cuenta, instantáneamente, de la magnífica sencillez de aquel experimento inobjetable:
"Claro, de esta manera los microbios no podrán caer en el matraz, porque el polvo al que van adheridos no puede, naturalmente, caer hacia arriba. Es asombroso; ahora lo comprendo perfectamente" - respondió Pasteur.
En aquella época ya tenía Pasteur mozos de laboratorio y ayudantes, a los que ordenó preparasen a toda prisa los matraces. Momentos después se oía en el laboratorio el zumbido ensordecedor de los sopletes. Él mismo se entregó con todo ardor a la faena: puso caldo de cultivo en matraces, fundió y estiró los cuellos, encorvándolos hacia abajo, dándoles formas de cuellos de cisne, rabos de cerdo, coletas de chino y otra media docena de aspectos fantásticos. Hirvió a continuación los matraces con el caldo para expulsar el aire que encerraban; y al dejarlos enfriar, el aire que penetró era aire sin calentar, perfectamente limpio.
Colocó los matraces en la estufa de cultivo, y tiempo después, comprobó como todos y cada uno de los matraces de cuello encorvado en los que había hervido el caldo de cultivo permanecían perfectamente transparentes, no había en ellos ni un sólo ser viviente, y así siguieron al día siguiente y al otro. No había duda de que la generación espontánea era un disparate.
"¡Qué experimento tan magnífico he realizado!. Demuestro con él que es posible abandonar cualquier caldo de cultivo después de haberlo hervido, y que es posible dejarlo en contacto con el aire exterior sin que en él se desarrolle nada, siempre que penetre el aire por un tubo estrecho y encorvado"- señaló Pasteur.
Cuando Balard volvió por allí se sonrió al referirle Pasteur el resultado del experimento, le dijo Balard:
"¡Ya me figuraba yo que todo marcharía bien!. Comprenderá usted que, al penetrar el aire a medida que va enfriándose el matraz, el polvo y los gérmenes que éste arrastra entran por el cuello angosto, pero quedan retenidos por la humedad de sus paredes. ¿Cómo se comprueba esto?. Tome usted uno de esos mismos matraces que ha tenido en la estufa de cultivo tantos días, un matraz donde no hayan aparecido seres vivientes, y agítelo, para que el caldo moje la parte del tuvo estirado en forma de cuello de cisne. Vuélvalo a meter en la estufa de cultivo y mañana por la mañana, encontrará usted enturbiado el caldo por grandes colonias de animalillos, hijos de los que quedaron adheridos al cuello del matraz".
Pasteur siguió estas instrucciones, y todo salió según había predicho Balard. Poco después, en una brillante reunión, para asistir a la cual los personajes destacados de París se disputaban las entradas, refirió Pasteur en términos elocuentes el experimento que había llevado a cabo con los matraces de cuello de cisne:
"Jamás podrá rehacerse la doctrina de la generación espontánea del golpe mortal que le he asestado con este sencillo experimento" - declaraba Pasteur.
Pasteur ideó mas tarde un experimento que, a juzgar por los documentos de aquel tiempo, fue suyo exclusivamente, un gran experimento semipúblico que implicaba tener que atravesar Francia en tren, un ensayo que le obligó a deslizarse por los glaciares. de nuevo se convirtió el laboratorio en una baraúnda de matraces, ayudantes atosigados, cristalería tintiniante y burbujeantes calderos de caldo de cultivo... Mientras hervía el caldo estiraron los cuellos de los matraces a la llama azul del soplete, hasta que quedaron cerrados (esta vez no era curvear sus puntas como cuellos de cisne, sino simplemente sellarlos, para luego abrirlos, dejando fácil el paso del aire y sus partículas de polvo). Cada uno de aquellos matraces, que formaban un regimiento, contenía caldo y... el vacío.
Pertrechado de docenas de estos matraces, que eran objeto de su constante preocupación, dio comienzo Pasteur a sus expediciones...
"De los diez matraces que abrimos en las cuevas del observatorio, hay nueve perfectamente transparentes, sin un solo microbio. Todos los que abrimos en el patio están turbios, llenos de colonias de seres vivos. Es el aire el vehículo que los lleva hasta el caldo de cultivo; entran con el polvo del aire" - dijo Pasteur a sus ayudantes.
Recogió los matraces restantes y tomó el tren; era la época de las vacaciones de verano, cuando descansaban los demás profesores. Fue a su casa natal, en las montañas del Jura, y trepó al monte de Poupet, en donde abrió 20 matraces; después a Suiza y, arrostrando peligros, dejó penetrar, silbando, el aire en otros 20 matraces en las faldas del Monte Blanco, y encontró, como esperaba, que cuando más se elevaba, menor era el número de matraces enturbiados por las colonias de microbios.
"La cosa está resultando como debe de ser - exclamó - cuanto mayor es la altura y más puro el aire, hay menos polvo y menor número, por lo tanto, de microbios, adheridos a las partículas de éste".
regresó a París entusiasmado y comunicó a la Academia, aportando pruebas que asombrarían a cualquiera... llegó a ser un compositor de investigaciones épicas, el Ulises de los cazadores de microbios
Mas info en:
2006-11-19 12:05:57
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answer #4
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answered by Kyara 7
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