1. Familia, nacimiento, infancia.
Las circunstancias del nacimiento de Jesús relatadas por los Evangelios concuerdan con la grandeza de Cristo y con las profecías mesiánicas. Estas circunstancias armonizan al mismo tiempo con la humilde apariencia que el Salvador debió tener en Su vida en la tierra. Malaquías (Mal. 3:1 y Mal. 4:5, 6) había profetizado que un heraldo, dotado del espíritu y poder de Elías, precedería a la venida del Señor; Lucas nos relata, ante todo, el nacimiento de Juan el Bautista, el precursor de Cristo. Zacarías, sacerdote de una sincera piedad, privado de descendencia y muy anciano, estaba ocupado en el Templo cumpliendo los deberes de su cargo. Le tocó en suerte (según la costumbre establecida entre los sacerdotes) hacer la ofrenda de incienso sobre el lugar santo, símbolo de las oraciones de Israel.
El ángel Gabriel se apareció a Zacarías, y le anunció que sería el padre del precursor anunciado. Esta aparición tuvo lugar, probablemente, el año 5 a.C. Después de ello, Elisabet y Zacarías se dirigieron de vuelta a su mansión, situada en un pueblo del país montañoso de Judá (Lc. 1:39). Allí esperaron el cumplimiento de la promesa. Seis meses más tarde se apareció un ángel a María, virgen de la familia de David; esta doncella de Nazaret estaba prometida a un hombre llamado José, que descendía de David, el gran soberano de Israel (Mt. 1:1-16; Lc. 1:27). (Véanse GENEALOGÍA, MARÍA). José, israelita piadoso y de humilde condición a pesar de su noble linaje, era carpintero. El ángel anunció a María que, por el poder del Espíritu Santo, ella vendría a ser la madre del Mesías (Lc. 1:28-38); el niño, cuyo nombre debía ser Jesús, heredaría el trono de Su antecesor David. El ángel anunció a María también que su prima Elisabet estaba embarazada. Cuando el ángel se hubo ido, María se apresuró a ir a visitar a Elisabet. Al encontrarse, el Espíritu de la profecía entró en ellas. Elisabet, saludando a María, la llamó la madre de su Señor; María, a ejemplo de la Ana de la antigüedad (1 S. 2:1-10) entonó un cántico de alabanzas, celebrando la liberación futura de Israel, y el honor que le había sido concedido.
En el tiempo en que Elisabet tenía que dar a luz, María se volvió a Nazaret. Dios mismo intervino para ahorrarle todo baldón. José, al ver el estado en que se hallaba María, quiso romper con ella en secreto, sin acusarla en público. Pero Dios no le permitió actuar así. Un ángel le reveló en sueños la razón del embarazo de María; le dijo que el niño iba a ser el Mesías, y que debía nacer de una virgen, tal como lo había profetizado Isaías. José obedeció la voz del ángel, por cuanto su fe era tan profunda como la de María, y no la abandonó. El niño nació de la virgen María, pero legalmente tuvo al mismo tiempo un padre humano, cuyo amor y honorabilidad protegieron a María; es evidente que fue ella quien más tarde dio a conocer estos hechos.
Ni Cristo ni Sus apóstoles recurrieron a la concepción virginal como demostración de que Jesús es el Mesías. Este silencio, sin embargo, no permite atacar la veracidad del relato. El hecho del nacimiento sobrenatural de Cristo no es susceptible de prueba histórica. Se debe aceptar como revelación. Sin embargo, el relato de la manera en que Cristo se encarnó concuerda admirablemente con lo que sabemos de la grandeza del Mesías y de Su misión en la tierra, así como del hecho testificado de Su resurrección. El Mesías debía ser la cumbre perfecta de la espiritualidad de Israel, y Jesús nació en el seno de una familia piadosa, que practicaba celosamente la religión pura del AT. El Mesías debía presentarse de una manera humilde: Jesús vino del hogar de un carpintero de Nazaret. Era preciso que el Mesías fuera hijo de David: José, su padre legal, descendía de David, lo mismo que su madre. El Mesías debía ser la encarnación (véase ENCARNACIÓN) de Dios, uniendo en Su persona la divinidad y la humanidad: Jesús nació de una mujer, habiendo sido concebido milagrosamente por el poder del Espíritu Santo.
Lucas relata el nacimiento de Juan el Bautista, y cita el cántico profético que surgió de los labios tanto tiempo silenciados de Zacarías, su padre, a propósito del Precursor (Lc. 1:57-79). A continuación explica la razón de que Jesús naciera en Belén (Lc. 2:1-6).
Augusto había ordenado el censo de todos los súbditos del imperio, y su decreto incluía Palestina, aunque estuviera bajo la jurisdicción de Herodes. Pero es evidente que el censo de los judíos se hizo siguiendo el método judío: no es en el domicilio donde se registraba a cada cabeza de familia, sino en su lugar de origen. José tuvo que dirigirse a Belén, la cuna de la casa de David, y María lo acompañó. El mesón, donde los forasteros podían alojarse, estaba ya lleno cuando llegaron José y María. Sólo encontraron espacio en un establo, que posiblemente era una cueva adyacente al mesón. Era frecuente el uso de cuevas para cuadras y establos. El relato no dice que este establo alojara animales; es posible que no fuera entonces utilizado para este menester. En contra de lo que se piensa entre nosotros, el hecho de alojarse ocasionalmente en un establo no disgustaba a las gentes en aquel entonces; sin embargo, es bien cierto que el Mesías vino al mundo en un lugar extremadamente humilde. Había sido destinado a un caminar de humildad, y María lo acostó en un pesebre (Lc. 2:7).
A pesar de esta gran humillación, Su venida fue solemnemente atestiguada. Unos ángeles se aparecieron a unos pastores que pasaban la noche con sus rebaños en los campos cercanos a Belén. Les revelaron el nacimiento del Mesías, el lugar donde había nacido, y proclamaron este mensaje de alabanza y bendición: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!» (Lc. 2:14). Los pastores se apresuraron a ir a Belén, hallaron al Niño, y relataron lo que habían visto y oído, volviendo después a su lugar. Todos estos hechos concordaban asimismo, de manera asombrosa, con la misión del Mesías; señalemos, además, que ello tuvo lugar en medio de gentes humildes del campo, y que pasaron desapercibidos en el mundo. José y María se quedaron por un tiempo en Belén. Al octavo día, el niño fue circuncidado (Lc. 2:21) y le fue dado el nombre de Jesús, según las instrucciones que habían recibido. Cuarenta días después de su nacimiento, José y María subieron al Templo, en cumplimiento de la Ley (Lv. 12).
María hizo sus ofrendas de purificación y para presentar al nacido al Señor (Lc. 2:21). Esta expresión significa que todo primogénito israelita tenía que ser rescatado al precio de cinco siclos de plata (Nm. 18:15-16). También, la madre tenía que ofrecer un holocausto en sacrificio de acción de gracias. Lucas señala que María ofreció la ofrenda de los pobres: «Un par de tórtolas, o dos palominos» (Lv. 12:18). Una vez más queda patente la modestia de medios de la familia. Pero el Mesías, a pesar de Su humildad, no debía salir del Templo sin reconocimiento. Simeón, un piadoso anciano, se dirigió al santuario, movido por el Espíritu, y al ver al Niño, lo tomó en sus brazos. Dios le había prometido que no moriría antes de haber visto al Mesías. Simeón dio las gracias, y profetizó que Su vida sería gloriosa y trágica (Lc. 2:25-35). Ana, anciana profetisa que estaba de continuo en el Templo, daba también testimonio de que el Cristo había venido (Lc. 2:36-38). Así, hubo un testimonio notable acerca del verdadero carácter del recién nacido.
Poco después de la vuelta de José y María a Belén, llegaron los magos de Oriente a Belén, preguntando por el rey de los judíos que acababa de nacer. Es indudable que estos hombres habían aprendido de los judíos dispersos por Oriente, que estaban esperando un rey, que debería aparecer en Judea y liberar a la humanidad. Dios les había dado una estrella como señal (véase ESTRELLA de Oriente), que había aparecido en Oriente, anunciándoles (Mt. 2:2, 16) el nacimiento de este libertador. Es también seguro que les fue revelada la naturaleza divina del Niño, porque dijeron sin ambages que habían venido «a adorarle». Las palabras de ellos intrigaron a Herodes, que convocó a los escribas para preguntarles dónde debía nacer el Mesías. Al enterarse de que era en Belén, Herodes envió allí a los magos, pero haciéndoles prometer que le harían saber quién era. En el camino, los magos volvieron a ver la estrella, que se detuvo sobre Belén y sobre donde estaba el Niño. Habiendo hallado a Jesús, le ofrecieron presentes de gran precio: incienso, oro y mirra. El incienso es la ofrenda que corresponde a Dios, el oro, la imagen del tributo debido al Rey, y la mirra, la profecía de los sufrimientos del Mesías (Jn. 19:39; cf. Mt. 26:12; Lc. 24:1).
La presencia de estos extraños visitantes debió suscitar en José y María sentimientos encontrados de sorpresa y admiración, y debió serles una señal confirmatoria del elevado destino reservado al Niño y a la obra que Él iba a cumplir en favor de las naciones más alejadas. Después de esto, Dios advirtió a los magos para que no volvieran a Herodes: este perverso deseaba tener sus indicaciones para dar muerte al recién nacido. Así, se dirigieron a su país por otro camino (véase MAGOS). Un ángel previno a José, dándole instrucciones de que se dirigiera con María y el Niño a Egipto, a fin de sustraerlo a la acción de Herodes. Este cruel monarca, de quien Josefo nos cuenta que no tuvo reparos en hacer ejecutar a su propia esposa e hijos, y a otros parientes allegados, con una paranoica obsesión por mantenerse en el poder, envió a sus soldados a Belén para dar muerte a todos los niños menores de dos años. Así, Herodes esperaba frustrar el propósito de los magos, que se habían ido sin revelarle dónde se hallaba el recién nacido. Es posible que los verdugos no dieran muerte a muchos niños, porque Belén era un lugar pequeño; pero se trató de una matanza horriblemente cruel. Jesús escapó a ella.
No conocemos la duración de la estancia del Señor en Egipto; probablemente no fue de más que unos pocos meses, porque Herodes murió en el año 3 a.C. Numerosos judíos vivían entonces en aquel país, por lo que José no debió tener dificultades en hallar asilo. Cuando pasó el peligro, el ángel informó a José de la muerte del tirano, y le ordenó que volviera a Israel. José se había propuesto criar al Niño en Belén, la ciudad de David, pero por temor de Arquelao, hijo de Herodes, quedó indeciso y, por nuevo mensaje de Dios, fue con los suyos a Nazaret en Galilea. Cuando Jesús comenzó Su ministerio público, se le llamó «el profeta de Nazaret» o «el nazareno». Éstos son los datos transmitidos por los Evangelios acerca del nacimiento de Jesús. Si para nosotros son de gran precio, no fueron muy recalcados en aquel entonces. Las pocas personas que quedaron involucradas en estos hechos guardaron silencio, o los olvidaron. Es indudablemente María quien dio el relato de todo ello al fundarse la iglesia. Mateo y Lucas dan sus relatos con evidente independencia entre sí; Mateo, para demostrar que Jesús es el Rey, el Mesías, en quien se cumplen las profecías; Lucas, para exponer el origen de Jesús y el inicio de Su historia.
Espero que te sea util la informacion
2006-11-19 14:49:27
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answer #2
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answered by Providencia D 3
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