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2006-11-08 12:48:01 · 3 respuestas · pregunta de Anonymous en Arte y humanidades Teatro y Actuación

3 respuestas

Yo creo que te refieres a la OTREDAD y es un término que se utiliza para referirse a los demás, a los otros.

2006-11-08 12:55:11 · answer #1 · answered by LaGabita 4 · 0 0

otredad.-

2006-11-10 09:05:16 · answer #2 · answered by Anonymous · 0 0

OTREIDAD = ALTERIDAD

alteridad

alteridad [alteridad]
f.
1. Condición de ser otro.


[Del lat. alterĭtas, -ātis ]
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EL SIGNIFICADO FILOSÓFICO




DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN




Antonio González







La pregunta por la mediación filosófica de la teología de la liberación representa una cuestión, que hay que delimitar para poder abordarla con un mínimo de corrección en este breve espacio. Un modo de acercarse al problema es el que podríamos denominar historiográfico, y que consistiría en preguntarse por los influjos filosóficos que ha habido en cada uno de los representantes de la teología de la liberación o en un grupo determinado de ellos. Indudablemente, de esta investigación se podrían obtener datos importantes y determinar algunas tendencias generales en lo que a la utilización de categorías y presupuestos filosóficos en el quehacer teológico se refiere. Sin embargo, la variedad de estas influencias y presupuestos es tan amplia, que correríamos en peligro de perdernos en consideraciones de detalle o en rivalidades entre las distintas escuelas filosóficas y teológicas. Un planteamiento sistemático, en cambio, tiene la ventaja de abordar directamente la pregunta por las implicaciones y presupuestos filosóficos de la teología de la liberación. Ello no obsta para que este modo de abordar la cuestión esté también expuesto a diversos peligros. Por un lado, se puede caer en la confusión sistemática de tomar la parte por el todo, reduciendo el problema de la relación entre filosofía y teología de la liberación a las aportaciones categoriales que una determinada escuela filosófica puede hacer o a las cuestiones filosóficas que una determinada tesis teológica puede plantear. Por otro lado, se puede cometer el error de reducir la cuestión de la mediación filosófica de la teología de la liberación a un problema de fundamentación teológica. Ciertamente, la filosofía puede intentar fundamentar una teología y la teología puede preguntarse por sus fundamentos filosóficos; es algo que en el fondo puede decirse de toda disciplina teórica respecto de la filosofía. Pero sería equivocado pensar que la tarea de la filosofía respecto a la teología consiste exclusivamente en aportar una fundamentación, como también lo sería considerar esta fundamentación como un necesidad interna de la misma teología y no como una cuestión propiamente filosófica.

Un modo de proceder más acorde con la independencia de ambas disciplinas consiste en preguntarse por el significado filosófico de la teología de la liberación. Ello supone tomar la teología de la liberación, en sus plurales manifestaciones, como un hecho acabado y no como una tarea intelectual que aún necesitaría de una fundamentación. Ante este hecho, la filosofía se pregunta por su significado filosófico, lo cual no puede hacerse sin considerar los presupuestos filosóficos que en ese disciplina están implícitos. Este procedimiento tiene la ventaja de que salvaguarda la autonomía de la teología y que, además, considera como un hecho normal y legítimo el que el teólogo no recurra explícitamente a la filosofía en su tarea, sino que utilice primariamente –por ejemplo– las mediación de ciencias sociales. La filosofía se entiende entonces como un preguntar también autónomo por la realidad y el sentido de ese hecho, sin limitarla a ser una mera ancilla theologiae. Sin embargo, esta independencia en el punto de partida no es óbice para el reconocimiento de las influencias recíprocas de ambas disciplinas y de las posibilidades de enriquecimiento mutuo. Es algo parecido a lo que sucede en la relación entre la filosofía y las ciencias naturales. No se puede pretender, por ejemplo, que las teorías físicas necesiten internamente de una fundamentación o siquiera de una mediación filosófica. Pero sí es legítimo plantearse filosóficamente la cuestión de relevancia filosófica de una nueva teoría física, tanto en el sentido de los presupuestos filosóficos que implícitamente contiene como en el sentido de la novedad que para la misma filosofía supone.

En estos breves párrafos voy a defender la tesis de que el significado filosófico central de la teología de la liberación –que determina toda ulterior consideración sobre las relaciones entre la filosofía y esta corriente teológica– ha de buscarse en el cambio de horizonte intelectual que en ella se opera y que, desde el punto de vista filosófico, la distingue netamente de otras teologías del pasado. Este cambio de horizonte es consecuencia de un cambio del paradigma interno de la teología y que se expresa en la opción por los pobres como lugar teológico fundamental, lo que conlleva la posición de la praxis histórica como horizonte intelectivo y como criterio fundamental de verificación del quehacer teológico. Ciertamente, podría ser discutible hasta qué punto el término "praxis histórica" es el más adecuado para denominar el nuevo horizonte, por lo que esta exposición quisiera aportar una concreción y matización de lo que bajo tal términos se quiere decir. Pero, en cualquier caso, lo filosóficamente importante es que por "praxis histórica" no se entiende simplemente un nuevo contenido de la teología, sino el horizonte propio de la misma. Cuando en otras disciplinas científicas se habla de un "cambio de paradigma" y de "cambio de horizonte", ello no se debe tanto a la aparición de un nuevo tema hasta entonces ignorado por la disciplina en cuestión, sino más bien al hecho de que tanto los nuevos temas –cuando los hay– como los antiguos son abordados teóricamente desde una perspectiva radicalmente nueva.

La exposición de esta tesis se divide entonces en cuatro apartados. En primer lugar, habrá que explicar, a grandes rasgos, lo que se entiende por paradigma y por horizonte intelectual. En segundo lugar, habrá que recordar cuáles son los horizontes intelectuales en los que se ha movido la teología clásica. En tercer lugar, hay que describir a grandes rasgos en qué conste el horizonte filosófico actual. Y, finalmente, hay que explicar en que sentido la teología de la liberación se sitúa en un nuevo horizonte filosófico.




1) Conceptos de paradigma y de horizonte. En el campo de las ciencias, Thomas S. Kuhn entiende por paradigma aquellos ejemplos aceptados de la práctica científica real que proporcionan modelos de los que surgen tradiciones particularmente coherentes de investigación científica. Estos paradigmas científicos son definidos por Kuhn en virtud de dos caracteres que considera esenciales: el ser lo suficientemente novedosos como para atraer a un grupo duradero de científicos y el ser lo suficientemente incompletos como para dejar muchos problemas abiertos a su solución para este nuevo grupo así re-delimitadoi. Un paradigma concreto se constituye, por tanto, por un conjunto de leyes científicas que definen los problemas que se han de tratar y delimitan el tipo de soluciones aceptables. Pero en el paradigma entran también preferencias experimentales y metodológicas y, en un nivel superior, compromisos de tipo metafísico e incluso presupuestos relativos a la propia autocomprensión del científico y de su tareaii. Indudablemente, este concepto de paradigma, que pertenece al ámbito de la historia de las ciencias, enlaza muy directamente con los problemas de la sociología de la actividad científica, dado el anclaje social y epocal que el paradigma ha de tener en función de sus caracteres constitutivos. Sin embargo, el concepto, tal como Kuhn lo define y lo utiliza, se refiere primariamente al campo de la epistemología entendida como teoría de la ciencia, especialmente como teoría de las ciencias físico-naturales. Prescindiendo de la cuestión del carácter científico de la teología, habría que decir que el cambio de paradigma que Kuhn describe es, en principio, algo interno a la historia de una disciplina. En la teología, la opción por los pobres como lugar teológico realiza justamente este cambio, y su discusión es un asunto intrateológico. Pero aquí nos interesan aquellos niveles del paradigma que tocan a compromisos de tipo filosófico y que, por ello, van más allá de una disciplina concreta alcanzando a toda una situación intelectual. Y esto es justamente lo que proporciona el concepto fenomenológico de horizonte.

En la filosofía contemporánea ha sido Husserl el introductor del término "horizonte"iii. Para éste, la posibilidad de determinar una cosa para conocerla surge siempre en un horizonte. Las cosas nos son familiares o nos extrañan en un ámbito. Y este ámbito no se identifica con las cosas, sino que es por así decirlo el campo en el que éstas se sitúan. Pero no es un campo anterior a la percepción de las cosas, sino que surge en la percepción misma y está delimitado por las cosas percibidas. Esta delimitación es lo que el griego llamó : en el trato del hombre con las cosas éstas están delimitadas como lo está nuestra percepción de las mismas por un horizonte. El horizonte no es anterior ni posterior a las cosas, sino que surge con ellas en la percepción de las mismas. Pero el horizonte, como tal, no se percibe inmediatamente, sino que es justamente lo que, delimitando, hace posible la percepción. El horizonte no es una mera línea de circunscripción externa, sino un momento intrínseco de todo campo intelectivo. Por eso hay que subrayar que el horizonte es un principio positivo de intelección. Solamente en un horizonte es posible que una determinada cosa tenga para nosotros sentido, pues éste aparece justamente desde las otras cosas que constituyen el campo en cuestión. Ciertamente, hay cosas presentes en un horizonte que no tienen un sentido patente, y esto es justamente lo que da lugar a investigaciones racionales que, mediante distintas hipótesis, pretenden ir más allá de un horizonte determinado. De ser exitosa la búsqueda, el horizonte inicial desde el cual arrancó la pregunta será modificado, enriquecido y, en ocasiones, radicalmente transformado e integrado en un nuevo horizonte más amplioiv.

Entendiendo así el término "horizonte", habría que decir que éste, a diferencia del paradigma de una ciencia, no consiste tanto en un modelo concreto de investigación como en el ámbito de presupuestos metodológicos, metafísicos y de autocomprensión de la tarea del intelectual que Kuhn sitúa en los niveles superiores del concepto de paradigma. Ahora bien, el horizonte intelectual, así entendido, tiene la propiedad de no ser exclusivo de una ciencia o de una disciplina, sino que es el suelo intelectual en el que éstas surgen y del que se alimentan mientras está en vigor; algo semejante a lo que Husserl denominaba el "mundo de la vida"v. Por esto mismo, los cambios de paradigma ocurridos en una disciplina pueden contribuir a la alteración del horizonte intelectual de otras o de toda una época. Y, sobre todo, el cambio de horizonte puede estar motivado por razones de índole social e histórica con independencia de la actividad puramente intelectual o científica. Respecto al horizonte, la tarea de la filosofía no es propiamente constituirlos, sino más bien tematizarlos, y en este sentido se puede hablar de "horizonte filosófico". Esto, que puede resultar más obvio respecto del pasado intelectual, no lo es tanto cuando se trata de definir el horizonte actual de una disciplina: como dijimos, lo propio de un horizonte es justamente que no se ve, y ésa es la razón de que lechuza de Minerva extienda sus alas al atardecer. Sin embargo, el contraste con horizontes intelectuales del pasado puede ayudar a traer a la luz algunos caracteres del horizonte actual de una disciplina.




2) Los horizontes de la teología clásica. Si el concepto de horizonte transciende los contenidos de cada disciplina y remite más bien a un ámbito común de presupuestos y principios comunes a una época intelectual, habría que decir que los horizontes teológicos clásicos pueden fácilmente determinarse, en sus líneas fundamentales, al hilo de los horizontes que han caracterizado la historia entera del pensamiento occidental. Dado que aquí no se pretende realizar un estudio histórico, sino simplemente proponer un contraste que permita columbrar algunos rasgos del cambio de horizonte intelectual que caracteriza a la teología de la liberación, podemos simplemente traer a colación la caracterización que un filósofo (Zubiri) solía hacer de los horizontes del pensamiento europeo, sin que esta caracterización sea ni mucho menos exclusiva de élvi. Estos horizontes según él, habrían sido dos: el horizonte griego de la movilidad y el horizonte moderno de la nihilidad.

Al griego, el movimiento y la consiguiente caducidad que atraviesa a todo lo real le lanza a inquirir más allá de las alteraciones fenoménicas lo que siempre permanece, lo que es verdaderamente. El movimiento es entonces justamente la combinación del ser inmutable con el no-ser. Y lo propio de la mente del sabio sería la visión, más allá de las apariencias sensibles, de lo que siempre es: de ahí la identidad parmenidea entre el ser y la visión de lo que es. En esta perspectiva, el problema fundamental del pensamiento sería la determinación de qué es eso que siempre es. Y a esto responde el griego con la observación de que cada cosa nos lleva a las demás y aparece así formando parte de un todo-cosa. A este todo que siempre permanece, de donde todo surge y a donde todo retorna, lo llamó el griego , naturaleza. La naturaleza, en cuanto fondo permanente desde el que es cada cosa y desde el que emergen sus acciones, es lo que Aristóteles denominó , sustancia. La verdad, entonces, no es otra cosa que la articulación en un predicativo de esa íntima estructura de lo real. En esta perspectiva, la alteridad de lo otro es pensada fundamentalmente como alteración, como paso del ser al no-ser, como negatividad. Y mientras el ser en plenitud se asocia al bien, la negatividad equivale a la de-formidad y por tanto al mal.

Una teología que piensa en este horizonte tenderá a considerar la realidad de Dios como sustancia plena, como ser subsistente no atravesado por el no-ser y, por tanto, simple e inmutable. Su "alteridad" consiste fundamentalmente en su inmovilidad, como ya pensaba el primer teólogo Xenófanes. Mientras la realidad divina es inmutable, lo creado está atravesado de no-ser, y se halla por tanto en movimiento. La porción de no-ser presente en toda naturaleza creada, por identificarse con el mal, es lo que ha de ser redimido, y esta redención se explica primariamente como un enriquecimiento ontológico por participación en la naturaleza divina. El Redentor, en esta perspectiva, es primariamente quien asume en sí la naturaleza humana para comunicarle la divina, de modo que la cristología se centra fundamentalmente en una dialéctica de naturalezas. La soteriología ha de tematizar igualmente la relación entre naturaleza creada y gracia, lo que conlleva una concepción "fisicalista" de la doctrina de los sacramentos, centrada en la transmisión válida de una res sustancial, con todas las consecuencias que se derivan para la eclesiología. En esta perspectiva, la fe aparece fundamentalmente como asentimiento y adecuación proposicional del creyente a la estructura sustancial de los contenidos revelados. Con esto no se pretende en modo alguno sustentar la tesis de la escuela liberal de la "historia de los dogmas" de una "helenización" del cristianismo como falsificaciónvii. Como bien se ha mostrado, en las discusiones dogmáticas de los primeros siglos prevalecieron con frecuencia justamente las posiciones que querían evitar una reducción del cristianismo a los esquemas griegosviii. Baste recordar la introducción del concepto de persona para mostrar cómo la teología cristiana fue muchas veces más allá en los mismos conceptos filosóficos de lo que el naturalismo helénico en sí mismo posibilitaba. Lo que pretende decir es simplemente que tanto los intentos de helenización como la defensa frente a los mismos transcurrieron justamente en el horizonte griego de la movilidad.

Sin embargo la teología cristiana, sobre todo a partir del siglo IV, contribuyó decisivamente a la aparición de un nuevo horizonte intelectual, que podemos calificar con Zubiri como horizonte de la nihilidad. La idea de una creación ex nihilo hace aparecer todas las cosas, vistas desde Dios, como una nada. La teología llama entonces la atención sobre algo que Grecia ignoró: la realidad del espíritu humano como capacidad de entrar en sí mismo para descubrir allí la manifestación del Espíritu infinito de Dios. De este modo, el hombre queda segregado del universo y proyectado excéntricamente sobre la divinidadix. Pero esta divinidad es entendida –siguiendo a san Juan– como , lo que posibilita integrar en el nuevo horizonte toda la especulación helénica sobre la verdad, que ahora ha de encontrarse en la mente de Diosx. La historia del pensamiento europeo después de Grecia es entonces una vertiginosa carrera que va de la concepción de este como esencia de Dios a la idea del mismo como esencia del hombre, una vez que a partir de Ockham la realidad divina es entendida en términos de puro arbitrio irracional. En este punto cabría recordar la tesis de Dilthey y de Misch sobre la teología de la Reforma como raíz de la filosofía moderna en cuanto que la conciencia individual y la certeza subjetiva de la salvación se convierten en el punto de partida y la preocupación teológica central. El resultado de este proceso es la "metafísica de la subjetividad" estrictamente dicha: con Descartes se encuentra el hombre por primera vez no solamente segregado de las cosas, sino también segregado de Dios mismo. De ahí la necesidad de certeza que caracteriza su reflexión y la posición central del yo en cuanto ámbito de tal certeza. Todo lo que Grecia ha dicho de la naturaleza queda ahora envuelto por el sujeto en tanto que sabido seguramente por él. La esencia del sujeto consiste en su saber, mientras que el resto de las actividades humanas son puras determinaciones extrínsecas o naturales del mismo. Desde este punto de vista, la alteridad es fundamentalmente negatividad, pero no primariamente en cuanto no-ser, sino en cuanto no-yo que se opone al yo transcendental. En la medida en que el no-yo se descubre como posición del yo, puede ser superada la "en-ajenación" en que consistía, y absorbido en un estadio superior que camina hacia el monismo de un Sujeto Absoluto. La filosofía moderna, desde Descartes hasta Hegel no sería otra cosa que el intento del espíritu finito de reconquistar racionalmente un saber cierto sobre el universo entero y la divinidad. En Hegel culminaría la historia del pensamiento occidental pues en su filosofía el griego queda definitivamente inserto en la idea cartesiana de un espíritu pensantexi.

Si toda la teología clásica participa de algún modo del horizonte de la nihilidad, propiamente habría que decir que son las teologías posteriores a la Reforma las que comparten plenamente los caracteres de esa "metafísica de la subjetividad"xii, que en buena medida contribuyen a crear en virtud del "cambio de paradigma" teológico operado por Lutero. En estas teologías, el centro lo ocupa no ya la naturaleza de la redención y la divinización del hombre sino la certeza en la misma. En la medida en que la fe, en lugar de entenderse en términos de adecuación, pasa a conceptuarse primariamente como certeza (Gewissheit), ésta se transforma no solamente en el centro de interés de la teología sino el criterio mismo de la salvación. Aquello de lo que el hombre ha de ser salvado no es de su deficiencia ontológica como criatura, sino de su deficiencia moral como pecador, en función de la cual se considera la naturaleza como caída. La salvación no se entiende entonces desde la relación entre la naturaleza humana y la gracia, dada la profunda heterogeneidad entre ambas: la justicia aristotélica, concebida al hilo de la estructura sustancial de las realidades naturales, sería algo radicalmente distinto de la justicia paulina, que es justificación por parte de Dios, prescindiendo de toda perfectibilidad natural. Por ello, lo esencial de la cristología no está en la estructura ontológica del Redentor, sino en su función en la justificaciónxiii. La palabra de la cruz, y no la realidad de la encarnación, es lo que descubre el pecado del hombre y con ello tanto la ira de Dios como su voluntad de reconciliación. A la transmisión de la certeza por el mensaje de la fe están subordinadas la doctrina de los sacramentos y la eclesiología. La misma realidad divina pasa a ser concebida más bien en términos de Sujeto Absoluto que de Substancia o Ser Supremoxiv.

Ciertamente, la idea de dos horizontes intelectuales en los que se ha movido la actividad teológica no pretende ser un criterio clasificatorio, pues es perfectamente posible en una teología la convivencia de tesis más propias de uno u otro horizonte. Tampoco se pueden identificar estos horizontes con la división entre teologías católicas y protestantes. La teología católica europea, al menos desde la conversión, por parte de Rahner, de la naturaleza en un mero Restbegriffxv, se mueve decididamente el horizonte de la modernidad, por muchas rémoras naturalistas que se puedan detectar. Aun así, sería precipitado considerar a Rahner como un mero exponente del una teología propia del horizonte moderno de la subjetividad. Ciertamente, su antropología, su concepto de la transcendentalidadxvi y su doctrina trinitariaxvii tienen un cuño subjetivo indudable. Sin embargo, su doctrina de la revelación se abre decididamente a una perspectiva histórico-salvífica que, al menos tendencialmente, tiene muchos caracteres que podríamos denominar "postmodernos", en el sentido que se precisará a continuación.




3) El horizonte filosófico contemporáneo. Se trata entonces de precisar en qué consiste el nuevo horizonte intelectual en que se sitúa la teología de la liberación. En cierto sentido, podría decirse que este horizonte es el horizonte postmoderno. La palabra "postmodernidad" es equívoca, porque designa en medios periodísticos una moda europea de poca envergadura intelectual. Se trata de algo distinto, a lo que ya se refería Ortega en 1915 cuando decía: "verdad es que no soy nada 'moderno', que aspiro a ser del siglo XX"xviii. Si Hegel es, como piensan autores tan dispares como Feuerbach, Heidegger, Merleau-Ponty, Zubiri o Levinas, el filósofo en quien culmina la modernidad y en quien ésta halla una síntesis genial que integra los conceptos fundamentales del pensamiento griego, habría que decir que la postmodernidad, en cuanto horizonte intelectual, se constituye en buena medida por un diálogo con la situación intelectual que en la que Hegel nos ha dejado instalados. Ahora bien, si Hegel resume en cierto modo la historia entera de la filosofía occidental, nada tiene de extraño que en el tercer horizonte se pretenda un reinicio radical de esa historia, retornando a los presocráticos para hallar en ellos tanto el origen del cauce que conduce hasta Hegel como sus posibles alternativas.

a) La primera crítica a Hegel, rica en intuiciones cuya fecundidad sólo se mostrará a lo largo del siglo XX, recurre con Feuerbach a la sensibilidad como ámbito de una alteridad que no es reductible a determinación de un sujeto (ni siquiera Absoluto) mediante sucesivas "superaciones"xix. Pero esta sensibilidad no se puede ver simplemente como la facultad de un sujeto ni como mera receptividad, sino que tiene un carácter esencialmente activo, que impide la adjudicación de toda la espontaneidad y creatividad al entendimiento, como ha venido haciendo tradicionalmente el idealismoxx. Sin embargo, no se trata de oponer sensibilidad e intelección, sino de descubrir su constitutiva unidad: como señala Nietzsche, las calumnias contra el mundo se han servido precisamente de la autonomización del entendimiento para oponer al mundo sensible un mundo inteligible o "trasmundo"xxi. La primacía del sentir por la alteridad irreductible que supone, su carácter activo y su unidad con el inteligir son las tres tesis filosóficas que comúnmente aparece integradas en el concepto de praxis

b) La categoría de praxis supone una primera ruptura con la prioridad metafísica del sujeto. La actividad no es determinación de una sustancia o de un sujeto anterior a sus acciones, sino el punto de partida radical para entender lo que hasta entonces se ha venido denominando sustancia o sujeto. Se trata de un proceso observable en corrientes muy dispares del pensamiento actual. Así, por ejemplo, la crítica del segundo Wittgenstein al neopositivismo lógico supone una relativización de la conciencia como ámbito de constitución y regulación de los significados en favor de lo que el mismo Wittgenstein denomina "praxis" o "forma de vida" donde la que acontecen los "juegos lingüísticos" y, por tanto, los significadosxxii. En su crítica a la metafísica como enfermedad del lenguaje se pone de relieve algo que ya insinuaba el mismo Nietzsche y que recoge Zubiri: la idea de sustancia y de sujeto como instancias anteriores a la acción y desde la que éstas habría de ser explicada no es otra cosa que la proyección de la estructura del lenguaje indoeuropeo sobre la realidad. Algo muy semejante podría decirse del "desfondamiento" heideggeriano de la conciencia fenomenológica en favor del trato práctico del existente con el mundo. Esta anterioridad de la acción sobre el sujeto y sobre la conciencia contemplativa, transmitida en buena medida a través de la filosofía blondeliana o del neomarxismo, ha sido acogida por diversos representantes de la filosofía latinoamericana de la liberación (H. Assmann, O. Ardiles, E. Dussel, I. Ellacuría) como definición de su punto de partida e incluso de su intentoxxiii.

c) Además, el concepto de praxis que se esboza en Feuerbach, Marx y Nietzsche implica no sólo una crítica del sujeto y de la sustancia, sino también una crítica de la primacía del indoeuropeo en la conceptuación de la inteligencia. No solamente los grandes "maestros de la sospecha" han llamado la atención sobre los ámbitos pre-predicativos y su función intelectiva (ideología marxista, subconsciente freudiano, etc.), sino que la filosofía teórica ha tematizado estos ámbitos y les ha dado carta de ciudadanía en la "filosofía primera". Pensemos solamente en la ya mencionada aparición del concepto de horizonte y de mundo de la vida en la fenomenología, o en la apelación de Zubiri a un sentir que considera como constitutivamente intelectivoxxiv. Este proceso en el ámbito de lo que clásicamente se llamaría "teoría del conocimiento" tiene inexorablemente un paralelo en la "teoría de la realidad". Si la idea de ser fue pensada en la filosofía clásica al hilo del indoeuropeo, el cuestionamiento del mismo pone en duda la prioridad de la ontología. El mismo Heidegger, después de la Kehre, acaba apelando a un Er-eignis anterior al serxxv. Discípulos suyos, como Levinas y Zubiri, hablarán muy pronto de un "haber" más radical que el ser y que en el caso de Zubiri se concretará en la idea de realidad como formalidad de la alteridad de lo sentientemente inteligidoxxvi. Esta superación del ser es, sin lugar a dudas, uno de los lugares comunes de la filosofía latinoamericana actual. Pensemos solamente en la "habencia" de Basavexxvii o en la distinción entre "estar" y ser que aparece en Rodolfo Kusch o J. C. Scannonexxviii.

d) Todo esto, a pesar de sus apariencias especulativas, tiene una enorme importancia a la hora de pensar la alteridad y, por tanto, los temas sociales, políticos, éticos y teológicos. Ya el mero intento de superar el sujeto cartesiano en nombre de la intersubjetividad supone un paso importante. En este punto tanto los esfuerzos filosóficos de K. O. Apel y del mismo Husserlxxix son de especial relevancia, aunque siempre queda en pie la pregunta de hasta qué punto sus propuestas van más allá del sujeto transcendental kantiano. Tal vez la superación de la perspectiva transcendental en el sentido clásico es más clara en Habermasxxx y en los distintos intentos de la filosofía latinoamericana de introducir las categorías de "nosotros" o de "pueblo" en el punto de partida del filosofarxxxi. Filosóficamente más relevante no es tanto la introducción de una "intersubjetividad" o de un sujeto colectivo de distinta índole sino la centralidad de la categoría de alteridad y su primacía frente al sujeto. Los orígenes de esta tesis han de ser rastreados ya en el mismo Feuerbach, pero su mayor relieve filosófico lo ha adquirido a cargo de E. Levinas y –en la filosofía latinoamericana– de E. Dussel. En el pensamiento clásico la alteridad ha sido generalmente adscrita a la negatividad, ya sea en la idea helénica de alteración o en la concepción moderna de la alteridad como el ámbito del no-yo. En ambos casos, como bien muestra la síntesis hegeliana, la alteridad es negatividad. Ahora bien, cuando la filosofía se ha liberado de la primacía del sujeto es posible pensar en una alteridad radical, insuperable y constitutiva tanto de la objetividad como de la subjetividad. Es más, en la medida en que el pensamiento supera la "logificación de la intelección" es posible pensar que "ser otro" no equivale sin más a no-ser o a una pérdida de identidad subjetiva. Más radicalmente, en la medida en que se cuestiona la primacía de la ontología en nombre de una metafísica de nuevo cuño, es posible pensar el otro no como una modalidad de lo que "siempre es" (estaríamos en lo que Dussel llama una mera di-ferencia), sino como alteridad radical. Es justamente aquí donde se supera definitivamente el horizonte de la nihilidad. Y esto enlaza muy directamente con la teología de la liberación.




4) El horizonte filosófico de la teología de la liberación. Hemos dicho más arriba que la tesis que aquí se pretende mantener es la que con la teología de la liberación se opera un cambio de paradigma o de horizonte intelectual. Evidentemente, la teología de la liberación no es tan claramente como lo fueron otras teologías en el pasado, la que configura el horizonte intelectual de una época, sino que éste horizonte lo encuentra la teología ya al menos parcialmente elaborado. Tampoco se pretende aquí decir que la teología de la liberación sea la única teología que se mueve en este horizonte, aunque es indudable que, en cuanto teología no europea, su carácter post-hegeliano es más manifiesto que en otras teologías contemporáneas. Ahora bien, el que la teología se encuentre el horizonte ya hecho no significa en modo alguno que este horizonte sea de algún modo lo que fundamenta esta teología y la hace posible. De un modo inmediato, la teología de la liberación surge de una experiencia histórica y espiritual concreta –el "hecho mayor" del que hablaba G. Gutiérrezxxxii–, cuyos contenidos están determinados por las mayorías pobres del Tercer Mundo. En el aspecto intelectual, puede decirse que lo que determina la configuración categorial de la teología de la liberación no es un nuevo horizonte filosófico, sino un "cambio de paradigma" interno a la misma teología, y que viene dado por el punto de partida en la realidad de los pobres como auténtico lugar teológico. Lo que sucede es que, como vimos al hablar de Kuhn, el concepto de paradigma integra, además de la novedad en el punto de partida, toda una serie de compromisos de tipo categorial y filosófico. Y en este punto es donde la teología de la liberación no solamente se mueve en un horizonte filosófico contemporáneo sino que, como vamos a ver, es donde "encaja" más adecuadamente.

a) El punto de partida en la realidad de los pobres (en el mal histórico) entraña una perspectiva que va más allá del sujeto moderno en varios aspectos: Por un lado, la teología ya no arranca ni del orden del cosmos ni de la subjetividad del sujeto, sino de un momento de la praxis histórica, la cual habrá de ser entonces considerada no solamente en sus aspectos éticos y políticos, sino también en su "densidad metafísica", por utilizar una feliz expresión de Sobrinoxxxiii. Y es que con la praxis histórica no se alude solamente a una realidad trans-subjetiva, que filosóficamente enlaza con la problemática de la "intersubjetividad", del "nosotros", del "pueblo", etc., sino que se toca justamente el ámbito de lo pre-subjetivo. Incluso cuando se habla de los pobres como "sujeto de la historia" no se alude, como el término "sujeto" podría insinuar, a una instancia anterior e independiente de sus acciones, sino a una realidad que, a la vez que hacer historia, se constituye en ella, lo que propiamente el término "agente" (que une la acción y el actor) expresa mucho mejor. Esta es justamente la razón por la que el concepto filosófico de historia que maneja la teología de la liberación no pueda ser reducido a una totalidad ni sustancial ni subjetual al estilo hegeliano: la primacía de la praxis entraña su irreductibilidad metafísica a cualquier legalidad natural o racional. El recurso a la historia no se ha de interpretar entonces como una nueva totalización de la historia de corte hegeliano, sino como una tematización teológica de la praxis como ámbito de actualización de la realidad transcendente de Dios, de donde se comprende entonces la prioridad que la teología de la liberación otorga a la historia de la salvación sobre la historia de la revelaciónxxxiv.

b) Por otro lado, en los pobres aparece una alteridad cuestionante y un mal histórico radical. Y es en esa alteridad y en esa maldad histórica donde la experiencia espiritual que alimenta a la teología de la liberación cree descubrir el rostro de Señor de la historia, la presencia del totalmente Otro (cfr. Mt 25). Esto tiene, como es sabido, enormes implicaciones para la filosofía. Y es que una conceptuación correcta de esta experiencia fundante tiene que prescindir de la identificación de la alteridad y del mal con la negatividad y con el no-ser, propia de la tradición filosófica occidental. O, dicho de un modo más preciso, si se quiere pensar el mal histórico como negatividad y como no-ser, habría que decir, para poder expresar cabalmente el carácter de "lugar teológico" que tienen los pobres, que Dios no puede ser identificado con el ser supremo y que su presencia en la historia no puede ser medida ni evaluada en términos de ser o no-ser, sino de algo que está más allá del ser. Es algo que el platonismo solamente entrevió para pensar el bien y no el mal, pero que en la actualidad ha sido sido puesto vigorosamente de relieve por distintas filosofías, como vimos. Por una parte, si la alteridad y el mal fueran carencia de ser y Dios se identificara con el ser supremo, como quiere la filosofía griega, la cercanía de Dios a los pobres sería un imposible metafísico. Ciertamente, se podría decir que la "locura de la cruz" cuestiona y destruye la sabiduría de este mundo. Pero habría que preguntarse si esto equivale a la destrucción de todo discurso racional o, más bien, a la destrucción de una teología acantonada en categorías griegas. Por otra parte, si el punto de partida y criterio fundamental para evaluar la presencia de Dios en la historia fuera la apertura del sujeto transcendental al Absoluto, como quiere la modernidad, el otro y el mal histórico que padece no pasarían de ser una mediación importante, pero no un ámbito de presencia y de encuentro realesxxxv.

c) Esto es solamente explicable en un horizonte intelectual donde quede lugar para pensar la transcendencia práctica del otro. La transcendentalidad que a la teología de la liberación le interesa no pueden ser ni los transcendentales del ser ni la transcendentalidad del sujeto kantiano o fenomenológico. A mi modo de ver, la idea de transcendentalidad de Zubiri puede ser en este aspecto especialmente apta para lo que aquí se pretende: se trata de la transcendentalidad de la realidad actualizada en la inteligencia sentiente, lo cual no solamente posibilita la inclusión de lo histórico en la metafísica, sino también una idea de transcendentalidad no anclada ni en la subjetividad ni en la objetividad, sino justamente en la alteridad. La transcendencia de Dios no consiste en plenitud de ser ni en la absolutez de un sujeto no enajenado, sino en plenitud de alteridad. La transcendencia no sería entonces transcendencia "a" la realidad, sino transcendencia "en" la realidadxxxvi.

d) Este cambio de horizonte se manifiesta en la conceptuación de todos los grandes temas de la teología. La doctrina de la Trinidad se aparte de las nociones de sustancia y de sujeto, primando la actividad y la alteridad de las personasxxxvii. La concepción filosófica de la realidad divina que la teología de la liberación implica no puede ser ni la de un Ente supremo ni la de un Sujeto absoluto, sino que irá más en la línea de la actividad pura (agápe), fundamento posible de la acción humana. No conviene olvidar, en este sentido, que los términos pneuma y ruah con que el pensamiento bíblico caracteriza la realidad divina tienen un sentido más dinámico que subjetual, lo que no obsta para su carácter personalxxxviii. El principio fundamental para la intelección de las cristologías latinoamericanas no está ni en la combinación de naturalezas ni tampoco en el significado soteriológico para la fe del creyente entendida como certeza en la salvación. El interés de estas cristologías se centra en la praxis misma de Jesús en relación a los pobres y al Reino de Diosxxxix. Ello no significa –como se suele pensar desde otros horizontes– una reducción de la experiencia cristiana a sus aspectos éticos y políticos, con menoscabo de la divinidad, sino que la divinidad de Cristo se piensa fundamentalmente a partir de la "densidad metafísica" de esa praxis: Cristo es "Dios hecho historia" (Zubiri). Y esto, lejos de negar su divinidad, abre más bien la posibilidad de sacar todo su partido filosófico y teológico al concepto de persona. La persona se ha pensado, en la antigüedad, como "sustancia individual de naturaleza racional" (Boecio) y, en la modernidad, como subjetividad (Kant). Una comprensión contemporánea del concepto de persona insistiría en su dimensión constitutivamente relacional y dinámica, lo cual, lejos de negar la divinidad, serviría para pensar la praxis de Jesús como el ámbito mismo de actualidad de la divinidad: la actividad de Cristo sería la actividad misma de Dios. Del mismo modo, la doctrina de los sacramentos no se aborda desde la transmisión de una res natural ni desde su relevancia para el sujeto y sus certezas, sino –en el caso de F. Taborda– desde la praxis festivaxl.

e) Desde aquí hay que interpretar filosóficamente la tesis que remite el significado de las proposiciones teológicas a su verificación prácticaxli. Sería un malentendido pensar que con esto se está reduciendo la verdad de las proposiciones a su utilidad política o que se está falsificando el cristianismo en virtud de una nueva ley. No es que tales peligros no puedan darse, pero lo que sucede es más bien que se evalúan las afirmaciones de la teología de la liberación desde horizontes filosóficos distintos a aquél en que ella se mueve. Más que de una polémica entre ortodoxia y ortopraxis se trata, desde un punto de vista filosófico, de un nuevo concepto de verdad, situado más allá de la adecuación entre entendimiento y la cosa, de la patencia para un sujeto y de la coherencia racional entre proposiciones. Este nuevo concepto puede entenderse, según hemos dicho, tanto desde la crítica wittgensteiniana del neopositivismo lógico como desde la evolución de la fenomenología tras Husserl: es una verdad como actualización, lo que supone tanto su carácter práctico como su carácter pre-predicativo. La verdad que a la fe cristiana le interesa no es primariamente la verdad de unas proposiciones, sino la actualidad misma de la realidad de Dios en la historia que culmina en Jesús de Nazaret. Por ello, la fe no se entiende primariamente como el asentimiento a unas proposiciones dogmáticas que expresarían adecuadamente la naturaleza de Dios y de su revelación, ni tampoco como mera certeza subjetiva, sino como seguimiento de Jesús, quien sería entonces en sus obras y palabras la verdad y el dechado de nuestra fexlii.







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En definitiva, el cambio de paradigma que la teología de la liberación representa incluye un cambio en el horizonte intelectual y filosófico en el que los conceptos que esta teología emplea adquieren su sentido. Ello no significa que la teología de la liberación necesite explícitamente de este instrumental filosófico. De hecho, es perfectamente legítimo que la teología utilice conceptos y fórmulas filosóficas clásicas, tomadas del lenguaje usual, para exponer sus tesis. Sin embargo, la filosofía por su parte está en su derecho de preguntarse por su valor filosófico y de revisarlos desde su perspectiva propia. En cualquier caso, lo dicho hasta aquí nos lleva a la conclusión de que, desde el punto de vista filosófico y manteniéndose en general dentro de la tradición católica, la teología de la liberación representa algo tan novedoso como lo fueron las teologías de la Reforma, tal vez con la diferencia de que aquellas teologías influyeron de modo decisivo en la configuración del horizonte intelectual y filosófico de la posteridad, mientras que la teología de la liberación más bien se inserta en un horizonte ya esbozado, de modo más semejante a como lo hizo la primera teología cristiana respecto al mundo griego. Sin embargo, mientras que el naturalismo griego resultaba más bien ajeno a la mentalidad histórica de los hebreos, el horizonte contemporáneo ofrece nuevas e interesante posibilidades de intelección para la revelación bíblica. En cualquier caso, la atención a la diferencia de horizontes puede ayudar a ubicar algunas incomprensiones frecuentes en el diálogo teológico, a menudo agravadas por el hecho de que los horizontes son, como dijimos invisibles. No faltan, en este sentido, las paradojas. Por ejemplo, cuando desde posiciones oficiales se argumenta contra la teología de la liberación diciendo que la salvación, lejos de estar mediada socialmente, acontece mediante una relación exclusiva entre el individuo y Dios, que después tiene consecuencias sociales, es difícil dejar de recordar la lucha de la teología reformada y liberal frente a las mediaciones eclesiales de la salvación. Es probablemente la resistencia de un horizonte moderno o semi-moderno ante una teología que ya no cabe en los marcos conceptuales de horizontes filosóficos preteridos.

2006-11-08 22:37:13 · answer #3 · answered by mabel l 3 · 0 0

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