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2006-10-28 06:25:17 · 5 respuestas · pregunta de Anonymous en Arte y humanidades Historia

5 respuestas

CONFERENCIA INAUGURAL DEL ATENEO
DADA POR ALFONSO REYES

16 DE MARZO DE 1949



Saludo para el Ateneo Español de México. Ofrezco mis mejores votos y augurios a esta casa que abre hoy sus puertas. Que viva y prospere, y que ella venga a ser el centro activo en que se aten las tradiciones y cobren impulso los intentos hacia el porvenir. No señalarán estos muros una frontera de separación, sino una zona de amalgama, en que se confundan y busquen su nuevo equilibrio los climas de la España Americana y de la América Española.

Brote feliz y lejano del Ateneo de Madrid, este Ateneo Español de México ha adquirido, por el solo nombre que adopta, un compromiso de incalculables consecuencias. Pues ¿qué ha sido el Ateneo de Madrid? Quién quiera recorrer rápidamente su historia y sus vinculaciones con el desarrollo social de España, relea aquellas páginas nerviosas y ágiles que le consagró nuestro llorado amigo Manuel Azaña, su discurso de apertura en 20 de noviembre de 1930. El recuerdo de Azaña está íntimamente tramado en las últimas etapas del Ateneo, del que vino a ser el oficiante, el mantenedor de la hoguera.

La España nueva se modelaba, en lo espiritual, por dos extremos. A un lado, la tarea orgánica, institucional, que echó a andar don Francisco Giner de los Ríos y que cristalizó en la Junta para Ampliación de Estudios y todos los centros de ella derivados; alta empresa de educación nacional, cuyo alcance todos los días exploramos sin lograr agotarlo nunca. A otro lado, los francotiradores del Ateneo de Madrid, guerrillas de la inteligencia - según la mejor y más noble enseñanza de la España combativa - que sacudían sin cesar el ambiente, inquietándolo como aquel tábano de Sócrates, para evitar que la ciudad se entregara al fácil marasmo y al contentamiento irresponsable.

En el Ateneo de Madrid vinieron a concentrarse las más altas conquistas que para entonces parecían logrados: el amor y el cuidado de la cultura, el respeto de la persona, la gran libertad del pensamiento. Con un aire de camaradería sencilla y un tanto orgullosa, aquella familia de atenienses - nunca se usó mejor palabra - trabajaba y convivía en un hogar que daba reposo al estudio, facilidades al cambio y conversación entre pares (¡y todos lo eran en cuanto cruzaban los umbrales de aquel recinto!), sin por eso vedar las turbulencias y los saludables desahogos que renuevan y hacen respirable la atmósfera como las descargas eléctricas de la tempestad. Porque la vida del espíritu fue, es y será siempre vida de arisca independencia.

El Ateneo proporcionaba un fácil contacto a los hombres que se entendían o querían entenderse. El modesto estudiante y el sabio consagrado se encontraban por sus corredores sin enojosas antesalas ni cartas de recomendación: se hablaban de tú a tú como en los mercados y plazas de Atenas, con democrática simplicidad: iban al grano sin rodeos, trataban pronto y bien lo que tenían que tratar. El tono general era una fraternidad viril, que había dejado caer todas esas ritualidades estorbosas, heredadas del hombre arbóreo. Nada de "Señor Licenciado" o "Señor Doctor" ¡Qué ridiculez! Allí todo era: "¡Hola fulano!" El nombre a secas, la mano franca, el avenimiento en las cosas fundamentales, que ahorra perífrasis y anula tardanzas enojosas. Los señores engolados y solemnes no eran gente del Ateneo, olían a provincia manida, traían el tufo de esas vejeces que parecían ya abolidas por siempre ¡Ay, estas flores de la civilización son efímeras! Pero quedan, cierto, como ideales inconmovibles por los que hemos de seguir combatiendo.

La sala de conferencias se encargaba, unas veces, de mantenernos al día sobre las investigaciones en marcha, sobre la última palabra de los laboratorios en el más amplio sentido del concepto; o bien sobre las inquietudes y las agresivas exigencias del equipaje juvenil recién desembarcado. Pero otras veces también, y esto sólo en las sesiones íntimas, de puertas adentro, aquel calor, aquella fantasía, aquella extravagancia irrestañable que late en el fondo de la raza, como laten las fuerzas volcánicas en las regiones terrestres que todavía no han muerto y que ya determinó las revoluciones estéticas con que se liquidó el Siglo de Oro estallaban en verdaderos fuegos de artificio de un humorismo inconmesurable. A tal punto que, cuando después de mis venturosos años en Madrid, me trasladé a París y me asomé a las sesiones públicas de los tremebundos suprarrealistas, todos esos remilgados del escándalo con programa se me figuraban unos niños, a quienes papá daba permiso de travesear un poco.

La famosa Cacharrería del Ateneo - el lugar adonde se iba a decir "burradas", a soltar cuanto traía uno adentro, aun ejerciendo el derecho humano, todavía no reconocido, de contradecirse uno a sí propio cuando le da la gana, preciosa catharsis y limpieza del ánimo -, la famosa Cacharrería ha sido por varios lustros la fragua de las anécdotas literarias que amenizan la historia y, en la exageración caricaturesca, decubren de un golpe sus perfiles.

La Biblioteca del Ateneo no tenía igual, por sus riquísimos acervos; por la facilidad con que se obtenían o hasta se mandaban comprar los libros que cada uno pedía: por su plácido ambiente, tan propicio al recogimiento aun en medio de una numerosa compañía: por la eficacia de sus servicios: fruto - mucho más que del sistema y el índice y la papeleta - del conocimiento personal, de la nítida memoria, de la calidad humana de los ayudantes, verdaderas y características virtudes hispánicas. ¡Cuántos buenos libros se escribieron allí a la vista de todos! Mañana, alguien podrá levantar el inventario, y resultará realmente asombroso. Me aseguran que el León de Graus solía guarecerse tras una muralla de libros. Y cuando los vecinos daban en cuchichear demasiado, la terrible cabeza de don Joaquín asomaba sobre las almenas y bastaba, como, una Gorgona, para imponer silencio.

Cuando nuestro Icaza aparecía por el Ateneo, se corría la voz. Don Francisco era siempre el centro de las conversaciones, de las tertulias. No se borrará su imagen en aquella casa hospitalaria. Tenía el don de la réplica, su floretazo era implacable. Había leído y había vivido mucho a lo largo de varios "Madriles". Como Néstor en el palacio de Peleo, desplegaba ante los jóvenes la genealogía personal y literaria de los escritores, de las distintas pléyades. A su aguda mirada no escapaba un solo movimiento en las marejadas de las letras.

Hoy, por obra y gracia del ilustre Werner Jaeger, se habla mucho de la Paideia, esa educación que completa al ciudadano fuera de la escuela, en el ágora y en los baños, en la frecuentación de la gente, en la charla que suele sustituir al libro, y a veces con mucha ventaja. Pues bien: los ateneístas de mi tiempo hemos conocido la Paideia en acción.

Que se me dispensen estas soledosas recordaciones. Alguna vez tenía que vaciarlas, aunque acaso abuse de vuestra paciencia. Alguna vez tenía que decir lo mucho que significó para mí aquel hogar del espíritu, donde encontré a mis primeros amigos españoles, y sin duda el bálsamo en mis amarguras de destierro.

Es un privilegio para mí, señores del Ateneo Español de México, el que hayáis dado la ocasión de saludaros al inaugurar este instituto. Que os sea tan propicio nuestro ambiente como lo fue el vuestro para mí, en horas inolvidables; ellas han marcado definitivamente algunos rumbos de mi conducta. Junto mi voluntad con la de mis compatriotas mejores para desearos todos los éxitos y venturas, amigos y hermanos míos de ayer, de hoy y de siempre.

anhelo utópico:
Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes

Rafael Fauquié


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"¿Y los pueblos? Los pueblos también tienen su personalidad, su espíritu y su genio".
Pedro Henríquez Ureña

"Los que siguen concibiendo a América como un posible teatro de mejores experiencias humanas son nuestros amigos. Los que niegan esta esperanza son los enemigos de América".
Alfonso Reyes



En nuestro continente, escritores y hombres de pensamiento incansablemente han recorrido diversos espejismos. Uno de ellos, quizá el más persistente de entre todos: la esperanza. América como universo maravilloso descubierto tal vez sólo para revitalizar agotados o desaparecidos espacios. Esperanza de América y destino de América. "América -dice Alfonso Reyes- aparece como el teatro para todos los intentos de felicidad humana, para todas las aventuras del bien". Acción política y acción social, acción económica y acción pedagógica, acción artística y acción moral: en la posibilidad de integrarlas todas en ideales de dirección y comportamiento colectivos, debía apoyarse la gran ilusión de América: su utopía. La esperanza es el aliento de toda civilización. Ella distingue la condición racional del hombre.


Reyes y Henríquez Ureña distinguieron en la utopía uno de los más imperecederos legados de la Grecia clásica a nuestra civilización occidental. Los mitos griegos escribieron el inicio de nuestra cultura. Por eso Grecia nos sigue tocando aún tan de cerca; por eso nos "sirve" todavía. "El mito griego -explica Reyes- incorporaba sus imágenes legendarias en modelos eternos, que manifiestan expresivamente los rasgos de la familia humana, logrando así una feliz coincidencia de lo típico y lo individual". Hay una imagen de la cultura griega que, por encima de todas, maravilla a Reyes: la de la religión y la mitología como creación de los poetas; no de profetas, santos o sacerdotes sino hechura escrita en la poesía de algunos de sus más grandes escritores. Homero y Hesíodo como configuradores del alma griega. Se adivina análogo sueño en Henríquez Ureña y Reyes: modelar, en la poesía, iluminados ideales, itinerarios y un destino para nuestros pueblos.

Entre los mitos con que los griegos dibujaron los sentidos de su mundo, quizá uno de los más imperecederos fue el de la utopía: posibilidad de una sociedad feliz al alcance del esfuerzo de los hombres. Felicidad individual y felicidad colectiva no se concebían separadas una de otra. La felicidad del hombre era el punto de partida de la felicidad del grupo. Todos los ciudadanos tenían que conquistar el sueño compartido: ganarlo, mantenerlo... La admiración de Reyes y Henríquez Ureña por La República de Platón, obra cumbre del pensamiento utópico, se hace eco de la tesis fundamental de ese libro: la felicidad colectiva y la perfección social son posibles si prevalece entre los hombres el sentido de justicia y de fraternidad. Utopía escrita en la historia: no el sueño judeocristiano de paraísos perdidos o de cielos alcanzables sólo en la magnanimidad o capricho divinos, sino fe en la perfección social hecha verdad en las decisiones humanas.


Un nuevo mundo, un mundo mejor, un mundo diferente: la Atlántida de Platón, el país de Jauja, el paraíso perdido... Las utopías profetizadas por la inteligencia de algunos hombres -Tomás Moro, Tommaso Campanella, Francis Bacon, James Harrington- inspirarán sus anhelos de felicidad en la proyección de viejísimas ilusiones europeas sobre espacios desconocidos. Junto al afán de ampliar sus dominios, Europa mantuvo intacta por muchos siglos la ilusión por hallar regiones que albergasen la felicidad oculta para las sociedades humanas. Una felicidad descrita siempre con rasgos similares: libertad, alegría, abundancia, igualdad, plenitud, amor.


A partir del siglo XVIII y de la Ilustración, la vieja fe de la utopía se transformó en una desfigurada -y degradada- variante: el ideal revolucionario. Deformación de la vieja ilusión griega, la revolución predicará la aniquilación del presente y el desvanecimiento del pasado como requisitos necesarios para alcanzar la felicidad futura. Un futuro descrito como contradicción absoluta del hoy. A diferencia de la utopía griega, la revolución no cree en la voluntad de todos sino en el designio de unos pocos. No será más el sueño colectivo sino la decisión férrea de uno o de algunos elegidos la que determine la ruta hacia el futuro y el sacrificio del presente. En comparación a la utopía, la revolución luce más irracional, más aferrada a fervores fanáticos, a obediencias absolutas, a represalias y a venganzas. Más que anhelo, la revolución se hace religión y, como todas las religiones, inunda los espacios que va creando con todo tipo de dioses y demonios, de santos y mártires, de cielos e infiernos. Frente a la revolución, la utopía -como la concibieron los griegos, como la soñaron e imaginaron los hombres durante el Renacimiento, como la idearon Reyes y Henríquez Ureña- evoca otras nociones muy diferentes que hablan de fraternidad, de caridad, de pacto social, de plenitud, de un irrenunciable ideal de humanidad.


Las utopías son siempre pedagógicas. Es el caso, por ejemplo, de una de las más conocidas en la historia de Occidente: Robinson Crusoe. En su soledad, Crusoe descubre un saber necesario. Encarna el ideal del hombre nuevo, crecido, forjado en la adversidad y la soledad. Individuo que se ha superado a sí mismo y ha alcanzado su límite (él sólo es límite de sí mismo). Hombre que ha vencido a la naturaleza al moldearla a la medida de sus sueños y de su fuerza. Triunfar sobre el medio hostil, imponerse a él y dominarlo fue el sueño que acompañó esa utopía que parecía hacerse real con el nacimiento de Estados Unidos de Norteamérica. Todo en el inicio de la vida de las excolonias inglesas, habla de crecimiento, de desarrollo, de triunfo. Triunfo de la voluntad del ser humano. La independencia de Estados Unidos fue el punto de partida de una novedad absoluta. Nacía una sociedad que se propuso alcanzar la felicidad de todos y parecía lograrlo. Sin embargo, con el correr del tiempo, el sueño se desvaneció. Acabaron con él variadas deformaciones. La competitividad feroz y un pragmatismo inhumano fueron, quizá, las fundamentales. "Después de haber nacido de la libertad -dice Henríquez Ureña- de haber sido escudo para las víctimas de todas las tiranías y espejo para todos los apóstoles del ideal democrático ... el gigantesco país se volvió opulento y perdió la cabeza; la materia devoró al espíritu; y la democracia que se había constituido para bien de todos se fue convirtiendo en la factoría para lucro de unos pocos. Hoy, el que fue arquetipo de libertad, es uno de los países menos libres del mundo".


Si Estados Unidos son hoy una utopía frustrada, nuestra América Latina fue una utopía frustrada en el pasado. Desde su nacimiento, en la aurora de su historia mestiza, la imagen ideal de América (esa América de El Dorado y la Fuente de la Eterna Juventud que reservaba ilusiones para todos: para los ambiciosos, riquezas; para los místicos, almas que convertir; para los soñadores, mundos que poblar y ciudades que fundar) se detuvo en el espacio final de la Conquista. El sueño terminó poco después de haber nacido. El mítico paraíso perdido sería olvidado durante el largo espacio colonial para reaparecer en medio del fragor de la Independencia. Nuestros libertadores fueron, esencialmente, utopistas que redescubrieron viejísimas ilusiones que el tiempo había borrado.


Ser universales siendo latinoamericanos fue el gran anhelo de Henríquez Ureña y de Reyes. Reyes habla de una mentalidad latinoamericana naturalmente mundial, positiva consecuencia de un pasado colonial que nos acostumbró a la diversidad. Universalismo e integración: paradójico anhelo de una unidad que respete las diferencias. Los latinoamericanos seremos más nosotros mismos en la medida en que seamos más universales. La utopía futura de nuestro continente se apoya en su real posibilidad de ser encuentro del mundo. La multiplicidad de formas culturales que arraigaron en nuestra América nos permite acercarnos, hoy, a todos los pueblos de la tierra. Ser vecinos de todos, hermanos de todos.


Alfonso Reyes sugirió alguna vez que, más que de cultura, debería hablarse de una inteligencia latinoamericana. Inteligencia de acción y de hechos, de individualidades interventoras en su circunstancia y su tiempo. En América, el hombre de pensamiento interactúa con la historia. Pensadores, políticos, pedagogos y escritores expresan, en su labor intelectual, una vocación por intervenir en su tiempo y modificarlo. Arista particular de nuestros mitos culturales: la literatura como un arte trascendente volcado a la realización de grandes causas y consagrado a las más elevadas metas. Escritura como vocación por hacer historia o por cambiar la historia. El escritor se adelanta a su tiempo e imagina sociedades nuevas. Sueña y escribe lo que sueña: universos ideales, quimeras abiertas a la belleza y a la esperanza de una definitiva armonía final.


Henríquez Ureña fue excelente ejemplo de un propósito por colaborar en la realización de un idealizado itinerario continental. Dominicano por nacimiento, mexicano y argentino por adopción, su urgente pasión latinoamericanista lo llevó a recorrer todo el continente desarrollando un quehacer pedagógico y cultural. Jorge Luis Borges, al llamarlo maestro, definió lo que con ello había querido decir: "Maestro es quien enseña con el ejemplo una manera de tratar las cosas, un estilo genérico de enfrentarse con el incesante y vario universo".


El ideario de Alfonso Reyes se alimentó de un ideal muchas veces repetido: "La civilización se hace de moral y de política". Cualquier posible orden latinoamericano debería fundarse sobre un espíritu de fraternidad y de armonía. No la fuerza opresiva y destructora que había hecho de Occidente un mundo obsedido por hallar una forma de agonía digna de su pasado, sino la creación de un espacio nuevo imaginado sobre visiones y anhelos más humanos. La primera necesidad de un pueblo es su educación política. Sólo a partir de una representación ética del universo, de una afirmación de valores imperecederos y de una fraternidad continental que guíe nuestros destinos, podremos los latinoamericanos crecer y engendrar nuevas tradiciones: sólidas, duraderas... Reyes defiende la fuerza y la necesidad del ideal. El ideal es como la utopía: un sueño que nos permite superar el presente, una esperanza que nos conduce hacia un futuro digno. Traicionar el ideal, significaría entregar el poder y la acción de la historia a los ignorantes, a los violentos, a los incapaces; implicaría seguir cometiendo los mismos errores repetidos en nuestra América por mucho tiempo.


Una gran amistad unió a Henríquez Ureña y Alfonso Reyes. El primero distinguía en el segundo al estilista de inteligencia superior, espíritu de incomparable fuerza que hizo del intelecto rumbo esencial a todo lo largo de su vida. "En Alfonso Reyes -comentó Henríquez Ureña alguna vez- todo es problema o puede serlo. Su inteligencia es dialéctica: le gusta volver al revés las ideas para descubrir si en el tejido hay engaño; le gusta cambiar de foco o punto de vista para comprobar relatividades". Henríquez Ureña le reprocha en algún momento a Reyes, su seducción ante ciertas frivolidades del intelecto: "Creo -le escribe- que desde hace años te has dejado llevar de la facilidad y has escrito nada más que LO PRIMERO que se te ocurre. Ya no hablo de corregir, sino de concentrar". Vocaciones distintas frente a la escritura: para Henríquez Ureña, la literatura sólo era concebible al servicio del destino del hombre. Reyes se recreaba más en el juego verbal, en el brillo chispeante de la palabra justa, del término exacto, de la divagación entretenida. Su inteligencia sirvió a sus experiencias y, con naturalidad, pasó del escepticismo juvenil al asombro sincero del hombre maduro. Comentó alguna vez: "Antes coleccionaba sonrisas; ahora colecciono miradas".


Por su parte, Reyes admiraba en Henríquez Ureña la honestidad, la rectitud, la fuerza moral. "Hombre recto y bueno como pocos -dice de él-,casi santo; cerebro arquitecturado más que ninguno entre nosotros; y corazón cabal, que hasta poseía la prenda superior de desentenderse de sus propias excelencias y esonder sus ternuras, en varonil denuedo, bajo el impasible manto de la persuasión racional ... Difícil encontrar figura más semejante a la de Sócrates". Imagen apostólica de Henríquez Ureña: fuerza y fervor siempre empeñados en el cumplimiento de alguna noble causa. Evidentemente, Reyes admiró profundamente a su amigo. Baste esta frase para demostrarlo: "todavía me agobia la sorpresa de haber encontrado en mi existencia a un hombre de una superioridad tan múltiple".


Caracterizaron el pensamiento de ambos la lucidez, la independencia, la libertad. Los dos se apartaron de dogmatismos. Los dos apostaron a la mesura y la tolerancia. Los dos ejercieron un humanismo liberal que suponía la inarraigable y esencial dignidad de cada hombre. Rechazaron un mundo donde lo humano cada vez parecía importar menos. Desconfiaron de las recetas definitivas y únicas de filósofos mimetizados en políticos o en tiranos. Temieron la posibilidad de futuras repúblicas felices convertidas en crueles prisiones del presente. Recelaron de utopías impresas en libros irrefutables. En la mirada de Alfonso Reyes, en la mirada de Pedro Henríquez Ureña, se percibe un parecido anhelo de ecumenismo latinoamericano. Un esfuerzo por hallar cierta propia vía, original y nuestra, en el rumbo universal. América Latina como espacio particular dentro del mundo. No al margen de otros: similar a otros -y, como otros, irrepetible. Coincidieron en la concepción de una América convertida en imagen ética, espacio de convivencias nuevas, encuentro de esperanzas forjadas sobre valores imperecederos.

"Hay un instante -dice Reyes- en que el poeta adelanta al jurista e imagina ... una sociedad perfeccionada, mejor que la actual". Algo parecido a eso que dijo T. S. Elliot acerca de que los poetas eran desconocidos legisladores de la humanidad. Quizá, después de todo, los poetas son los más auténticos utopistas. En nuestro tiempo sólo quedan dos alternativas para el espacio utópico: la poesía o la revolución. Henríquez Ureña y Reyes fueron poetas que trataron de definir una bella utopía escrita en la confianza de un destino latinoamericano. Utopía que entrelazaba, además y sobre todo, arte y vida.



© Rafael Fauquié 2004
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero28/anhelout.html



Alfonso Reyes (México)
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Alfonso Reyes (*17 de mayo de 1889 en Monterrey, Nuevo León, México; fallece en 1959 en México), fue escritor, poeta y diplomático mexicano.

Alfonso Reyes escritor, poeta y diplomático mexicano, que nació en la ciudad de Monterrey, Nuevo León, y se le conoce también como el “regiomontano universal”.

Sus padres fueron el General Bernardo Reyes y Doña Aurelia Ochoa de Reyes. Su padre ocupó importantes cargos durante los gobiernos de Porfirio Díaz, siendo gobernador del estado de Nuevo León. Reyes realizó sus primeros estudios en colegios de Monterrey, en el Liceo Francés de México, en el Colegio Civil de Monterrey, Nuevo León, posteriormente en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Facultad de Derecho en la Ciudad de México, en donde el 16 de julio de 1913 se graduó de abogado.

En 1909 fundó, conjuntamente con otros escritores mexicanos, el "Ateneo de la Juventud". Allí, junto con Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso y José Vasconcelos se organizaron para darle lectura a los clásicos griegos. En 1910, cuando tenía 21 años de edad, publicó su primer libro "Cuestiones Estéticas". En agosto de 1912 fue nombrado secretario de la Escuela Nacional de Altos Estudios, ahí profesó la cátedra de "Historia de la Lengua y Literatura Españolas", hasta junio de 1913. Inmediatamente en 1913 fue nombrado parte de la Legación de México en Francia, puesto que desempeñó hasta 1914.

Se exilió en España desde 1914, donde reside hasta 1924, a raíz del deceso de su padre, el General Bernardo Reyes. Se integró a la escuela de Menéndez Pidal y posteriormente en la estética de Benedetto Croce. Luego, publicó numerosos ensayos sobre la poesía del Siglo de Oro español, entre los que destacan: "Barroco" y "Góngora"; además, fue uno de los primeros escritores en estudiar a sor Juana Inés de la Cruz. De 1917 son "Cartones de Madrid", su breve y magistral obra, "Visión de Anáhuac", "El suicida" y de 1921 "El cazador".

Fue colaborador de la Revista de Filología Española, de la Revista de Occidente y de la Revue Hispanique. Son notables sus trabajos sobre literatura española, sobre literatura clásica antigua y sobre estética, entre los que destacan Cuestiones gongorinas (1927), Capítulos de literatura española (1939-1945), Discurso por Virgilio (1931) y Cuestiones estéticas (1911). De su obra poética, que revela un profundo conocimiento de los recursos formales, destacan Ifigenia cruel (1924), Pausa (1926), 5 casi sonetos (1931), Otra voz (1936) y Cantata en la tumba de Federico García Lorca (1937). Dejó asimismo una valiosa obra como traductor (Sterne, Chesterton, Chéjov), como editor (Ruiz de Alarcón, Poema del Cid, Lope de Vega, Gracián, Arcipreste de Hita, Quevedo) y los artículos periodísticos aparecidos en su propio correo literario: Monterrey, publicado a partir de 1930.

En España se consagró a la literatura y la combinó con el periodismo; trabajó en el Centro de Estudios Históricos de Madrid bajo la dirección de Don Ramón Menéndez Pidal. En 1919 fue nombrado secretario de la comisión mexicana "Francisco del Paso y Troncoso", año en el que efectuó la versión en prosa del poema del Mío Cid.

A partir de 1920 y hasta 1939 se desempeñó en distintos puestos dentro del servicio diplomático mexicano. Primero en junio de 1920, fue nombrado segundo secretario de la Legación de México en España. Encargado de negocios en España (de 1922 a 1924), Ministro en Francia (de 1924 a 1927), Embajador en Argentina (de 1927 a 1930 y después de 1936 a 1937) y titular de la Embajada en Brasil, entre 1930 a 1936. En abril de 1939 preside la Casa de España en México, una institución fundada principalmente por refugiados de la Guerra Civil Española y que después se convirtiría en el prestigiado Colegio de México. Fue miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua, contraparte correspondiente de la Real Academia Española, y catedrático fundador de El Colegio Nacional.

En 1945 obtuvo el Premio Nacional de Literatura en México. De 1924 a 1939 se convirtió en una figura esencial del continente hispánico de las letras, como atestigua el propio Jorge Luis Borges. Es poco conocido el hecho de que el gran escritor argentino Jorge Luis Borges consideraba a Alfonso Reyes "el mejor prosista de habla hispana de todos los tiempos". Es el principal animador de la investigación literaria en México, y uno de los mejores críticos y ensayistas en lengua castellana.

En 1958 es nombrado doctor honoris causa por la Universidad La Sorbona (en francés La Sorbonne) de Francia. En 1959 fallece este mexicano universal en la Ciudad de México.


[editar] Véase también
Premio Internacional Alfonso Reyes
Y los siguientes libros y artículos
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AQUI LE ENVIO ESTO ESPERO LE AYUDE..MMM///

2006-11-05 00:59:46 · answer #1 · answered by Anonymous · 6 1

Pues sólo uno... Luis Reyes...

Saludos! =)

2006-11-03 09:41:50 · answer #2 · answered by Tsuki Kuroi 5 · 0 0

Creo q sólo 1:

El Ingeniero Luis Reyes

2006-10-31 11:36:26 · answer #3 · answered by argentino..:!! 2 · 0 0

Por lo que recuerdo sólo 1:

El Ingeniero Luis Reyes

2006-10-28 14:55:59 · answer #4 · answered by dark_delegation 2 · 0 0

kien es ese wey??? chikitita jiji

2006-11-03 03:43:24 · answer #5 · answered by Anonymous · 0 3

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