Razonamiento Inductivo:
Origen y evolución de la moral: CapÃtulo 10
De Wikisource, la biblioteca libre.
Saltar a navegación, búsqueda
[editar] La ética del sentimiento de Shaftesbury a Adam Smith
Shaftesbury. – Carácter original del sentimiento moral. – Influencia de Shaftesbury en la Ãtica posterior. – Hutcheson y la escuela escocesa. – David Hume. – Estudio empÃrico de las tendencias humanas. – Adam Smith. – La moral fundada en el sentimiento de simpatÃa.
De cuantos filósofos escribieron en el siglo XVII ninguno como Shaftesbury se acercó tanto a las ideas morales del gran fundador del método inductivo, Francisco Bacon.
Examinaremos en detalle sus doctrinas y luego las de los pensadores escoceses que en los siglos XVII y XVIII desarrollaron –con gran amplitud de miras– sus pensamientos cardinales.
Shaftesbury (1671–1713) – Su filosofÃa moral se distingue, sobre todo, por una mayor integridad. Expresó sus ideas sobre el origen de la moral con más valentÃa y claridad que sus predecesores, a pesar de que tuvo también que hacer algunas concesiones a las doctrinas religiosas de su tiempo. Shaftesbury se empeñó, ante todo, en probar que el sentimiento moral es fundamental en la naturaleza humana. Que no obedece a consideraciones sobre las consecuencias útiles o perjudiciales de nuestros actos. La moral tiene por base emociones e inclinaciones, cuyo origen reside en la constitución natural del hombre y de las cuales éste puede juzgar tan solo después de su manifestación. Entonces el hombre califica sus sentimientos o instintos de morales o inmorales. AsÃ, pues, la moral depende sólo de la razón en cuanto hay que comprender lo que es justo e injusto para formarse un juicio. Nada malo o antinatural, nada de lo que destruye las inclinaciones naturales que sirven para mantener la especie o la sociedad, puede ser considerado como bueno o respetable en virtud de un principio o concepto cualquiera de la Religión o del Honor (Sobre la virtud, libro I, parte 2, 3). La Religión no tiene para Shaftesbury ningún significado en la determinación de los conceptos morales. En los hombres que han llegado a ser morales bajo la influencia de la Religión no se puede encontrar más veracidad, piedad o santidad que en los tigres aferrados a cadenas (libro II, parte 2a, 1). En general, Shaftesbury se expresaba con gran libertad sobre la religión y el ateÃsmo. Shaftesbury veÃa el origen de las ideas morales en los instintos sociales innatos comprobados por la razón. De ellos se han derivado las ideas de justicia y derecho (Equity and Right). Para que el hombre pueda merecer el calificativo de bueno o de virtuoso, sus inclinaciones, su intelecto, sus tendencias tienen que ser útiles al bien de la especie y de la sociedad a la cual pertenece (lib. II, part. 1o, pág. 17). Los intereses de la sociedad y los del individuo no solamente son idénticos, sino inseparables. El amor a la vida desarrollado hasta el extremo no corresponde a los intereses del individuo. Al contrario, le impide alcanzar la felicidad (ibid, pág. 144). Al mismo tiempo se preocupó Shaftesbury, como lo hicieron más tarde John Stuart Mill y su escuela, de los principios utilitaristas y habló de la preferencia que hay que acordar a los placeres del espÃritu sobre las satisfacciones fÃsicas o sensuales (conclusión de la 2a parte del libro II, pág. 173). En el diálogo The Moralits, publicado en 1709, hacÃa burla del pretendido estado natural, en el cual, según Hobbes, los hombres están siempre en guerra . Es interesantÃsimo el detalle de que Shaftesbury, al repudiar la afirmación de Hobbes –Homo homini lupus– fue el primero en llamar la atención sobre la existencia de la ayuda mutua entre los animales. A los sabios –dice– les gusta hablar del estado imaginario de hostilidad entre los hombres. Pero decir homo hominis lupus es estúpido, puesto que los lobos se muestran muy afectuosos con los demás lobos. Entre ellos, el padre y la madre cuidan de sus pequeños y esta unión continúa entre los adultos: aúllan para convocar a los demás cuando van de caza, cuando quieren apoderarse de un botÃn o cuando han descubierto los restos de un animal muerto. Aun entre los cerdos existe la mutua atracción y defienden a sus semejantes en el peligro. AsÃ, pues, las vagas palabras de Bacon, Grocio y Spinoza sobre la ayuda mutua mutuam juventum, no fueron perdidas y gracias a Shaftesbury entraron en la Ãtica. Ahora sabemos, debido a las investigaciones fundamentales realizadas por los más eminentes zoólogos y los estudios sobre la vida de las tribus primitivas efectuadas durante el siglo XIX, hasta qué punto Shaftesbury tuvo razón. Sin embargo no son pocos por desgracia los naturalistas y etnólogos de gabinete que repiten la afirmación absurda de Hobbes. Las ideas de Shaftesbury parecieron tan atrevidas en su época y tan cercanas se hallan de las nuestras que merecen la pena de que en ellas se fije nuestra atención más detenidamente. Según él, el hombre está guiado en sus actos por motivos de tres categorÃas sociales, egoÃstas y aquellos que, por su esencia misma, son antinaturales como el odio, la crueldad, las pasiones. La moral no es otra cosa que la relación justa entre las inclinaciones sociales y las egoÃstas. En general Shaftesbury insistÃa en la independencia de la moral respecto a la tradición y los motivos intelectuales, dado que su origen reside no en el razonamiento sino en la naturaleza del hombre y en sus inclinaciones elaboradas durante siglos. Finalmente, la moral es también independiente de sus propios fines, puesto que el hombre actúa guiado no por la utilidad externa de tal o cual acto, sino por la armonÃa interior, es decir por el sentimiento de satisfacción o de desengaño después del acto. Shaftesbury, por lo tanto, proclamó con audacia, y asà lo ha hecho notar Wundt, el origen independiente del sentido moral. Comprendió también que de esta fuente elemental tiene que surgir inevitablemente todo un sistema de leyes éticas. Y al mismo tiempo repudió resueltamente la tesis según la cual las ideas morales proceden de cálculos utilitarios sobre el provecho o el daño que puedan resultar de tales o cuales acciones. Para Shaftesbury todos los preceptos morales de las religiones tienen su fase fundamental en los instintos heredados. En este punto la FilosofÃa naturalista difiere mucho de la de los pensadores franceses del siglo XVIII, incluso los enciclopedistas, los cuales prefirieron adoptar ante el problema moral los puntos de vista de Epicuro y de su escuela. Es interesante, de todos modos, subrayar el hecho de que esta diferencia se hacÃa notar ya entre los dos fundadores de las modernas escuelas filosóficas en Inglaterra y Francia, es decir entre Bacon y Descartes. Darwin compartió el punto de vista de Shaftesbury y asimismo tendrán que adoptarlo inevitablemente cuantos psicólogos se coloquen en un punto de vista imparcial. En Shaftesbury tenemos también un predecesor de la obra de Guyau, La moral sin obligación ni sanción. A las mismas conclusiones llega la ciencia natural contemporánea; de modo que después de haber hecho la luz sobre la ayuda mutua entre los animales y entre los salvajes primitivos se puede decir que al hombre le es mucho más fácil volver a andar sobre cuatro patas que repudiar sus instintos morales, puesto que éstos se elaboraron ya en el mundo animal mucho antes de su propia aparición como hombre . Hutcheson (1694–1747) – Este pensador escocés, discÃpulo de Shaftesbury ha abogado con más fuerza que todos sus contemporáneos en favor del sentimiento moral natural. Shaftesbury no explicó suficientemente las causas que hacen triunfar las aspiraciones altruistas sobre las manifestaciones del egoÃsmo personal y en este sentido dejó una puerta abierta a la Religión. Hutcheson, aun cuando más creyente y más respetuoso para con la Religión que Shaftesbury, defendió con mayor tesón que los demás pensadores de su época la independencia de nuestras ideas morales. Demostró en sus obras, sobre todo en su Philosophiae irioralis institutio compendiaria que lejos de estar guiados por la consideración de la utilidad o del perjuicio que puedan resultar de nuestras acciones, experimentamos una satisfacción intelectual después de un acto favorable al bien general y lo calificamos de moral antes de pensar en la utilidad o el perjuicio que de él se puede derivar. Por el contrario, nos encontramos sometidos al descontento intelectual después de los actos malvados. Hutcheson nota que asà como la regularidad y la armonÃa de un edificio o de una sinfonÃa nos producen placer y nos molesta la ausencia de armonÃa en la arquitectura y en la música, un fenómeno análogo se produce en el terreno moral. La razón por sà misma no serÃa capaz de empujamos a un acto que conduce al bien común si no existiera previamente la inclinación hacia ese acto. Por esto deja Hutcheson a la razón un papel modesto en demasÃa. La razón, dice, tan sólo pone orden en nuestras impresiones y percepciones y su papel es puramente educativo. Nos proporciona la posibilidad de conocer los goces supremos, aquellos que mayor importancia tienen para nuestra felicidad. Por la razón –escribe– llegamos a comprender el orden del Universo y conocemos el espÃritu que lo gobierna. Pero de ella emanan también aquellas diferencias en virtud de las cuales se puede decir de un concepto que es moral o inmoral. Gracias a estas divergencias los pueblos fijan una gran variedad de normas, usos y costumbres morales –y a veces inmorales– según el grado de su desenvolvimiento. Los actos vergonzosos que en diferentes épocas han sido llevados a cabo obedecieron a conceptos intelectuales falsos: el sentido moral sin el apoyo de la razón es incapaz de encontrar una solución a los problemas que ofrecen mayores complicaciones. SerÃa a nuestro parecer más justo decir que el sentido moral está siempre en oposición con esos malos actos y que siempre han habido hombres aislados que se han sublevado contra los mismos. Pero faltó el sentido moral, la fuerza suficiente para impedirlos. Hay también que tener en cuenta hasta qué punto fueron causa de estos actos inmorales– y continúan siéndolo aún hoy– las religiones. Con mucha frecuencia empujaron ellas a los hombres al servilismo ante las autoridades, predicaron el odio contra los creyentes de otras religiones, cometieron las atrocidades de la Inquisición y exterminaron ciudades enteras. Verdad es que Hutcheson apreciaba en las religiones las cualidades elevadas que éstas atribuyen a Dios. No cabe duda de que la Religión, igual que otras instituciones sociales, contribuye a la formación del ideal. Pero como ya lo han indicado varios escritores, la importancia principal de los factores de la moral social no radica en los ideales, sino en las costumbres cotidianas de la vida social. AsÃ, por ejemplo, los santos cristianos y budistas sirven indudablemente de modelos y en ciertos casos de estÃmulos de la vida moral. ¡Pero nosotros no somos santos! –dicen las gentes para justificar su conducta inmoral. Mas las instituciones y usos sociales ejercen mucha mayor influencia en la moral que en la Religión. El comunismo que existe entre varios pueblos primitivos mantiene mejor que la fe cristiana las costumbres de solidaridad. Cuando durante mis viajes a través de Siberia tuve ocasión de hablar con hombres que viven en estado salvaje, me resultó muchas veces difÃcil explicar cómo en nuestras ciudades cristianas tantos seres se mueren de hambre, mientras otros a su lado viven en la abundancia. Para los tungusos, aleutas y otras muchas tribus esto serÃa inconcebible. El mérito principal de Hutcheson consistió en el empeño puesto para tratar de explicar cómo y por qué las aspiraciones altruistas triunfan siempre de las egoÃstas. Según él, cada vez que el sentido social vence al estrechamente individual, experimentamos una suerte de aprobación interior. Con esta afirmación Hutcheson libertaba a la Ãtica de la necesidad de reconocer la supremacÃa de la Religión y de las consideraciones sobre la utilidad o el perjuicio de tal o cual acto. El defecto principal de su doctrina hay que verlo en el hecho de que Hutcheson, como sus predecesores, no distinguió entre lo obligatorio y lo deseable en la moral, por lo cual no pudo comprender que en todos los conceptos y teorÃas morales lo obligatorio se funda en el reconocimiento del equilibrio entre la razón y el sentimiento. Este defecto se nota aun, como veremos a continuación, en la mayorÃa de los pensadores contemporáneos. David Hume (1711–1776) – Este profundo filósofo y pensador escocés desarrolló magnÃficamente en Inglaterra, durante la segunda mitad del siglo XVIII, las ideas de Bacon y de Locke. Fue el espÃritu más independiente de la época. Dio a la FilosofÃa moderna una base sólida y la extendió a todos los dominios del saber, como ya lo habÃa deseado Bacon. Ejerció también una influencia muy profunda sobre todo el pensamiento posterior. Comenzó Hume separando rigurosamente la Moral de la Religión y no atribuyendo a esta última –en oposición a la mayorÃa de sus predecesores ingleses y escoceses (salvo Shaftesbury)– ninguna importancia en la elaboración de las ideas morales. Era un escéptico, como Bayle, aun cuando haya hecho algunas concesiones . Desarrollando las ideas de Bacon y Bayle. Hume expuso que los hombres independientes se forman ideas morales propias. Pero la gente religiosa, dice, aun cuando tiene un concepto muy elevado del Ser Divino, busca sus favores no a consecuencia de una vida virtuosa y moral, sino más bien mediante el cumplimiento de ritos estúpidos y por la fe en diversos absurdos mÃsticos . Según Hume, el Creador supremo, del cual hablaba con frecuencia, no tiene nada que ver con las ideas morales del hombre. Lo que mantiene la moral en la conciencia es su necesidad absoluta para la existencia misma de la sociedad. La parte ética de la FilosofÃa de Hume presenta, naturalmente, sólo un caso particular de su teorÃa general sobre el origen de los conocimientos en el hombre. Todas nuestras ideas –escribió– proceden de la experiencia, asà como todos nuestros conceptos, que se forman de impresiones e ideas y que no son sino el producto de nuestra memoria, de la imaginación y del pensamiento. La base de todo conocimiento lo constituyen las ciencias naturales. En el conocimiento de las leyes del mundo fÃsico avanzamos siempre por aproximaciones a la verdad. En lo que concierne a la moral, Hume comienza analizando todas las divergencias entre las varias escuelas éticas para determinar si sus bases se encuentran en la razón o en el sentimiento, si la moralidad surge como consecuencia de una cadena de razonamientos o en forma inmediata del sentimiento y de un instinto interno y para fijar con seguridad si los elementos de la moral son iguales en todos los seres pensantes o si cambian con la evolución histórica de la humanidad. Por lo general, creen los filósofos que la moralidad coincide con la razón, pero no por eso dejaron muchas veces de fundarla en una tendencia interna o en el sentimiento. Con todo, la mayorÃa de los pensadores contemporáneos se inclinan a deducir la moral de los principios abstractos de la razón. Hume, por el contrario, llegó a la conclusión de que nuestros conceptos morales están en último término determinados por un cierto sentido interior del cual la naturaleza ha dotado a todos los seres humanos. Pero para que este sentimiento sea eficaz tiene que apoyarse sobre meditaciones, conclusiones, análisis y, en último término, sobre la razón . En otras palabras: nuestras ideas morales son un producto de nuestros sentimientos, de nuestra razón y de su desarrollo natural en las sociedades humanas. El rasgo caracterÃstico de todo acto que calificamos de moral es la aspiración al bien común. El deber moral consiste en dejarnos guiar por las fuerzas que conducen al bien general. Hume no negaba que en esta aspiración al bien común hay un deseo de bien personal. Pero comprendÃa también que es erróneo creer que el sentido moral obedece tan sólo a las aspiraciones egoÃstas, como lo hizo por ejemplo Hobbes. Además del deseo al bien personal, Hume veÃa también la fuente de la moral en la simpatÃa, en el concepto de justicia y en el sentimiento de benevolencia; pero concebÃa la justicia, no como la conciencia de algo obligatorio, sino más bien como una virtud, una especie de beneficencia. Además, junto con Shaftesbury, atribuÃa extrema importancia en la formación de la moral al sentimiento de armonÃa, al deseo de perfección, al desarrollo completo de la naturaleza humana y al sentido estético de la belleza, que conduce en conjunto a la evolución perfecta de la personalidad, pensamiento este que, como es sabido, desarrolló luego Guyau en forma admirable. Hume consagró un estudio especial a la benevolencia. En nuestro idioma, decÃa, existen numerosas palabras para expresar este sentimiento, lo cual prueba cuan grande es la inclinación de los hombres a las relaciones mutuas de amistad. Analizando el concepto de la justicia, Hume ha hecho una observación interesante. Claro está, dice, que la justicia goza de la estima general por ser una cosa útil, pero esto no basta para explicar esa estima general, pues ella no solamente es una cosa útil, sino también indispensable. En una sociedad donde no faltara nada, y todo estuviera sin gran trabajo al alcance de cada uno, todas las virtudes sociales hubieran florecido sin que nadie hubiese pensado siquiera en mencionar esta virtud dudosa, llamada justicia. Aun en nuestros tiempos lo que existe en abundancia es propiedad común. Si nuestra razón, nuestra amistad y nuestra generosidad estuvieran fuertemente desarrolladas, la justicia no serÃa necesaria. Para qué he de obligar a otro con tÃtulos y documentos cuando yo mismo sé que desea mi propio bien. En general se necesita tanto menos la justicia cuanto más sentimiento de benevolencia existe. Pero como quiera que la sociedad humana es tan sólo un medio, muy alejado del ideal, los hombres no pueden prescindir de la propiedad y por consiguiente la justicia es indispensable. Hume veÃa, pues, la idea de justicia tan sólo desde el punto de vista de la defensa de los derechos de propiedad, pero no en el más amplio sentido de igualdad de derechos en general. Las reglas de la justicia (equity, justice) –decÃa–, dependen de las condiciones de vida y tienen por origen las ventajas que la humanidad deriva de su cumplimiento. Hume no reconocÃa la edad de oro, ni siquiera concebÃa la existencia de una época durante la cual los hombres vivieron aislados. Si esto hubiera sido posible, dice Hume, no lo hubiera sido la elaboración de normas de vida y de ideas de justicia. El sentimiento de justicia, según nuestro autor, ha podido nacer de la meditación sobre las relaciones mutuas de los hombres de bien o del instinto natural del cual nos ha dotado la naturaleza para conseguir fines útiles. La primera suposición hay que repudiarla. La justicia es producto indispensable de la vida social. Sin ella la sociedad no podrÃa existir. Es la fuente de una gran parte de nuestras buenas cualidades: de la beneficencia, de la amistad, del espÃritu social y de otras muchas. Hume atribuye un papel considerable en la elaboración de los usos e ideas morales al interés personal. Pero hay casos, decÃa, en los cuales el sentido moral persiste a pesar de que el interés personal no coincide con el social. Y después de haber citado una serie de ejemplos para probar esta tesis, Hume concluye: tenemos que renunciar a la teorÃa que atribuye todo sentido moral al egoÃsmo (Cap. V, pág. 281). Hay sentimientos que tienen su origen en el humanitarismo (Cap. IX). La fe en Dios, decÃa Hume, no puede ser fuente de la Ãtica puesto que la devoción religiosa no hace al hombre moral. Muchas personas religiosas, tal vez la mayorÃa, aspiran a merecer el favor divino no mediante la virtud y la vida moral, sino cumpliendo ritos religiosos o poniendo una fe ciega en los misterios . Oponiéndose a la concepción de Hobbes, según la cual los hombres en la antigüedad vivÃan en una lucha eterna de unos con otros, Hume no acababa de creer, sin embargo, que en la naturaleza humana residan sólo principios de bondad. ReconocÃa que el hombre está guiado en sus actos por el egoÃsmo. Pero, añadÃa, tampoco carece del sentido del deber para con los demás. El hombre –dice– al meditar con calma sobre sus actos experimenta el deseo de poseer tales o cuales inclinaciones y entonces nace en él el sentimiento del deber. En este punto Hume está de acuerdo con Spinoza. Pero negando decididamente que el juicio moral acerca de los actos humanos tenga un origen doble en el sentimiento y en la razón se inclina, en el curso de su obra, ora en favor de uno, ora en favor de otro, pronunciándose finalmente de un modo definitivo en favor del sentimiento. Igual que Shaftesbury y Hutcheson atribuye a la razón tan sólo la preparación de los juicios sobre los hechos pero el veredicto definitivo pertenece, según él, al sentimiento . Hume atribuÃa una gran importancia a la simpatÃa. Esta, decÃa, suaviza nuestras tendencias egoÃstas y a veces triunfa de ellas. Como es sabido, Adam Smith desarrolló más tarde este concepto atribuyéndole un papel decisivo en la formación de los principios morales. Por otra parte Hume no desconoció la importancia de la idea de justicia en la elaboración de dichos principios, pero no querÃa entrar en conflicto con las leyes existentes y especialmente con las de la Iglesia. Por ello colocó la justicia fuera de la Ãtica, considerándola como algo que se desarrolla independientemente en el marco de las instituciones del Estado. En esto Hume seguÃa las huellas de Hobbes, el cual colocó fuera de la Ãtica al Derecho, es decir, la legislación, la arbitrariedad o mejor aun el interés de las clases dominantes. En general Hume no ha dado de las ideas morales una explicación clara, ni ha creado una nueva teorÃa ética. Pero estudió cuidadosamente y a veces con brillo el problema de las inclinaciones humanas en sus variadÃsimos aspectos, repudiando las explicaciones corrientes. Además, atribuÃa tan poca importancia a la influencia de la Religión, al egoÃsmo y al utilitarismo que por ello mismo los pensadores que le siguieron se vieron inclinados a fijar su atención sobre estos puntos. Hume preparó el terreno para la explicación cientÃfico–natural de la moral y al mismo tiempo para la explicación contraria, la irracionalista o kantiana. Su influjo en el campo de la Ãtica se verá más claro en las consideraciones posteriores. Adam Smith (1723–1790).– Uno de los más notables continuadores ingleses de Hume fue Adam Smith. Su obra TeorÃa de los sentimientos morales, publicada en 1759 alcanzó, durante el siglo XVIII, diez ediciones. Más tarde, Adam Smith se hizo célebre como autor de un importante estudio sobre economÃa polÃtica. Con frecuencia queda olvidada la obra que realizó en el campo de la Ãtica. Sin embargo el valor de la misma es considerable. Smith explicó la moral como una de las particularidades de la naturaleza humana y de ningún modo como un don sobrenatural. Smith veÃa en la simpatÃa la fuerza principal para el desarrollo de la moral, es decir, en un sentimiento que es propio del hombre como ser social. Al aprobar o desaprobar un acto cualquiera está el hombre guiado, no por la idea de la utilidad o del perjuicio social, como afirmaban los utilitaristas, sino que nos fijamos únicamente en la repercusión de estos actos sobre nosotros mismos. Nace en nosotros, en una palabra, el acuerdo o desacuerdo entre nuestros sentimientos y aquellos que causaron esos actos. Al contemplar el sufrimiento ajeno podemos experimentarlo en nosotros mismos y esto es lo que se llama compasión o simpatÃa. Y aun a veces acudimos en socorro del que sufre. Lo mismo sucede al contemplar la alegrÃa ajena, ante la cual experimentamos un sentimiento agradable. En una palabra, experimentamos un disgusto al ver que se trata mal a alguien y al contrarÃo estamos satisfechos al contemplar que se le hace un bien. Tal es nuestra naturaleza. Obedece al desarrollo de la vida social, pero de ningún modo a consideraciones sobre la utilidad o el perjuicio que de tal o cual acto puedan derivarse, como afirmaban los utilitaristas y Hume con ellos. Sentimos sencillamente lo que sienten los que nos rodean y asà poco a poco se va formando nuestra moral . AsÃ, pues, Adam Smith repudió el origen sobrenatural de la moral. Demostró al mismo tiempo cómo las ideas morales pudieron desarrollarse fuera de las consideraciones de orden utilitario y de la intuición divina. No se contentó con la indicación general sobre el origen de los sentimientos morales, sino que al contrarÃo dedicó la mayor parte de su trabajo a estudiar cómo ha podido desarrollarse tal o cual idea determinada, siempre basándose en la simpatÃa como punto de apoyo para sus razonamientos. Como conclusión de su estudio hace notar el hecho de que todas las religiones se han visto en sus comienzos obligadas a respetar y proteger los usos y costumbres útiles. Parece lógico que Smith, al llegar a este punto, reconociera como base de la moral no solamente el sentimiento de simpatÃa, sino también cierta particularidad de nuestra inteligencia, puesta de manifiesto en la aspiración a la justicia, es decir al reconocimiento de la igualdad de derechos entre todos los miembros de la sociedad. Pero no es asÃ, porque sà bien reconoció la participación del sentimiento y de la razón en la formación de las ideas morales, no estableció entre ambos ninguna lÃnea divisoria. Es además muy posible que el concepto de la igualdad de derechos fuese desconocido por Smith, ya que éste escribió mucho antes de que estallara la Revolución francesa. ConcebÃa Smith la justicia tan sólo en el sentido jurÃdico; como compensación al ofendido y castigo del ofensor. Smith atribuye la indignación que experimentamos al ver que se ofende al bien, al deseo que sentimos de que esta falta sea expiada y un tal deseo lo consideraba como una de las bases de la vida social. Consideraba, además, como punibles todos aquellos actos debidos a motivos indignos. Pero no escribió una sola palabra sobre la igualdad de derechos entre los hombres y ha hablado sólo de la justicia en tanto que ésta emana de los tribunales, pero sin prestar atención a un concepto de justicia más elevado . No se preocupó de la injusticia social, de clase, que en los tribunales encuentra precisamente su apoyo. En general las páginas que Smith ha dedicado a la justicia producen la impresión de algo inacabado. Ante ellas es imposible determinar la parte que asignaba Smith al sentimiento y la que asignaba a la razón en la formación de la Ãtica. Pero no cabe duda de que negó a ésta todo origen misterioso y sobrenatural, viendo sólo en ella el producto de la lenta evolución del instinto social, basado no en consideraciones utilitarias, en las ventajas o perjuicios que de tales o cuales rasgos del carácter pueden derivarse, sino en la simpatÃa y compasión que provocan los sufrimientos y goces de nuestros semejantes. Smith dedicó uno de sus más bellos capÃtulos al estudio de cómo se desarrolla en el hombre la conciencia moral, este espectador imparcial que existe dentro de nosotros. Y paralelamente a ese estudio se fijó además en el amor que siente el hombre para lo moralmente bello. Sus ejemplos están sacados de la vida real y a veces de la literatura clásica y son en extremo interesantes. Desgraciadamente no se fijó en las relaciones del hombre con el medio social, a pesar de que en su tiempo estos problemas conmovÃan ya a las gentes y se estaba incubando el movimiento en favor de la justicia social . Como habrá visto el lector, Smith creÃa que nuestra simpatÃa hacia ciertos actos y nuestra antipatÃa hacia otros se explica tan sólo por la aplicación mental de estos actos a nosotros mismos y por el hecho de colocarnos también mentalmente en el lugar de los que sufren o de los que gozan. Al admitir tal traslación de uno mismo al lugar de otra persona que sufre la injusticia, parece lógico que Smith admitiera también que en la mente de la persona que se substituye a otra hubiera de nacer la idea del reconocimiento de la igualdad de derechos, puesto que ambas reaccionan de igual modo ante la injusticia. Pero Smith no lo hizo asÃ. No introdujo en la simpatÃa elemento alguno de justicia ni de equidad. Tampoco señaló la continuidad de la evolución del sentido moral en el hombre. Desde luego que no se le puede achacar el desconocimiento de la evolución zoológica del tipo humano, que recién en el siglo XIX se llegó a poseer. Pero tampoco tuvo en cuenta las lecciones de bondad que el hombre primitivo pudo sacar de la naturaleza, es decir de la vida de los animales y de la vida social de aquellos tiempos, a la cual pensadores como Hugo Grocio y Spinoza habÃan ya aludido. Hay que llenar esta laguna y decir que la simpatÃa, factor muy importante en la evolución de la moral, es propia no solamente al hombre sino también a la enorme mayorÃa de los seres vivos. Constituye un hecho fundamental de la naturaleza que encontramos entre los animales y pájaros que viven en sociedad. Los más fuertes entre cada clase de animales se encargan de rechazar a los enemigos comunes. Los pájaros de una especie ayudan a los pequeños de otra cuando caen de un nido y este hecho encantó a Goethe al serle contado por Eckermann. Smith se preocupó principalmente de demostrar que merced a la misma naturaleza del hombre, la moral debÃa desarrollarse con carácter necesario. En este sentido fue un pensador naturalista. Después de haber señalado las aspiraciones que pueden empujar al hombre a actos inmorales hizo notar que en nuestra naturaleza hay un correctivo que refrena este impulso: el hombre observa la conducta de los demás y elabora con esta observación ciertas reglas que le sirven para ver lo que es lÃcito y lo que no lo es. La acumulación de ellas produce la educación social y la determinación exacta de las reglas generales de la moral. (Libro III, Cap. 4o). Pero inmediatamente después Smith afirmó que esas reglas pueden justamente ser consideradas como leyes divinas (Prólogo del Cap. 5o). El respeto hacia estas reglas –decÃa– es lo que calificamos de sentimiento del deber, sentimiento de enorme importancia porque constituye la única regla que puede guiar a la humanidad en la realización de la mayor parte de sus actos. Y no cabe duda –añadÃa–, que estas reglas nos han sido dadas para guiarnos en esta vida (Libro III, Cap. 5o). Estas observaciones de Smith demuestran hasta qué punto pagó tributo a su época y también hasta qué punto un pensador inteligente y audaz en alto grado encuentra difÃcil hallar la solución del problema moral cuando no cuida de observar el fenómeno de la evolución progresiva de las formas sociales. Smith no se contentó con esta explicación del origen de la moral, sino que se dedicó al análisis de los varios hechos de la vida para determinar en qué consiste la conducta moral. En esto sus ideas coincidieron con las de los estoicos, griegos y romanos, sobre todo con Séneca y Epicteto. Viendo en la simpatÃa un sentimiento decisivo y rector en la elaboración de la moral, dio una importancia muy relativa a la razón en las cuestiones que se refieren a la justicia y a la igualdad de derechos. No cabe poner en duda la belleza de las observaciones que Smith ha hecho sobre la justicia . Pero en ninguna parte de su obra dio a la justicia la importancia fundamental que tiene en la elaboración de los conceptos morales. En este punto sus ideas estaban de acuerdo con las de los estoicos, sobre todo con las de Epicteto y Marco Aurelio. En general Smith colocó a la Ãtica en el terreno de la realidad e indicó cómo los sentimientos morales habÃan ido desarrollándose a base de la simpatÃa que siente el hombre por sus semejantes, cómo esta simpatÃa ha producido la educación social y la elaboración de normas generales de conducta, y cómo más tarde fueron mantenidas estas normas por acuerdo común entre los hombres. Con tales doctrinas Smith abrió indudablemente el campo a la idea que considera la moral como un producto de la vida social, lentamente desarrollado desde los tiempos primitivos. Esa vida sigue desenvolviéndose aun ahora en el mismo sentido sin necesidad de autoridad exterior alguna. En otras palabras: las ideas de Smith abrieron el camino a la FilosofÃa moral del siglo XIX. Resumiendo todo lo expuesto hasta ahora, puede decirse que en todas las doctrinas morales nacidas y desarrolladas en los siglos XVII y XVIII, doctrinas que trataron de dar a la moral una explicación cientÃfico–natural, se nota la influencia de la filosofÃa epicúrea. Casi todos los representantes principales de la FilosofÃa, sobre todo en el siglo XVIII, han sido discÃpulos de Epicuro. Y aun cuando en las doctrinas éticas modernas se distinguen dos tendencias, están éstas unidas por la idea, común a ambas, de rechazar toda explicación religiosa o metafÃsica de la moral y por el empeño puesto en explicar la moral como un fenómeno natural y en no aceptar lazos de ninguna especie entre ella y la Religión. Pero una de estas escuelas filosóficas, reconociendo con Epicuro que el hombre aspira ante todo a su felicidad personal, afirmó sin embargo, que la máxima felicidad reside, no en la utilización de nuestros semejantes para la satisfacción de nuestros intereses personales, sino en la convivencia amistosa con los que nos rodean. Los representantes de la otra escuela, empero, acaudillados por Hobbes, continuaron considerando la moral como algo impuesto al hombre por la fuerza, pero en vez de atribuir esta fuerza a la divinidad la atribuyeron al Estado, ese Leviathan que inspira miedo y gracias a ello cultiva la moral en el género humano. AsÃ, pues, los partidarios de esta escuela substituyeron un mito por otro. Pero hay que reconocer que en aquel tiempo la substitución de la Iglesia por el Estado, entendido como un edificio basado sobre el contrato social tuvo mucha importancia, sobre todo para los fines polÃticos. La Iglesia pretendÃa tener su origen en la voluntad divina y se llamaba a sà misma representante de Dios en la Tierra. En cuanto al Estado, a pesar de que estuvo desde época muy lejana bajo la protección de la Iglesia, los pensadores más avanzados del siglo XVIII le atribuyeron un origen terrenal, puesto que nació según ellos a raÃz de un contrato social. Y no cabe duda que este concepto ha prestado un gran servicio a la lucha, entablada a fines del siglo XVII, contra el poder autocrático de la monarquÃa de origen divino. La división de los pensadores que daban de la moral una explicación cientÃfico–natural se hace notar por todas partes durante los siglos XVII y XVIII y se va haciendo cada vez más evidente y profunda. Mientras unos empiezan a comprender que el desenvolvimiento normal de la sociabilidad es una caracterÃstica propia del hombre, otros ven en ella la aspiración justamente concebida a la felicidad personal. Y de acuerdo a estas dos tendencias son también las conclusiones muy diferentes entre sÃ. Los segundos siguen creyendo, como Hobbes, que el hombre es malo por naturaleza y por esta razón ven la salvación en un poder central rigurosamente organizado que suavice la hostilidad mutua y continua entre los hombres. Los primeros, en cambio, opinaron que tan sólo una amplia libertad y la posibilidad de establecer acuerdos entre los hombres, puede servir de base a un régimen social que tenga por fundamento la satisfacción justa de todas las necesidades. Estas dos doctrinas con sus derivaciones, asà como la que sigue atribuyendo a la moral un origen religioso, han perdurado hasta nuestros dÃas. Pero desde que la teorÃa de la evolución, es decir del desarrollo progresivo de las creencias, costumbres e instituciones, se conquistó por fin un puesto en la ciencia, la primera de aquellas tendencias, la que quiere fundar la vida sobre la libertad, empieza a prevalecer sobre la otra.
En los capÃtulos siguientes seguiremos estudiando la evolución de estas doctrinas del pensamiento ético en la FilosofÃa moderna.
Razonamiento deductivo:
Origen y evolución de la moral: CapÃtulo 7
De Wikisource, la biblioteca libre.
Saltar a navegación, búsqueda
[editar] Ideas morales de la Edad Media y del Renacimiento
Influencia del Cristianismo en la Edad Media. – Alianza de la Iglesia y el Estado. – Protestas populares contra el yugo eclesiástico y feudal. – La lucha del pueblo contra las instituciones oficiales. – Ciudades libres y movimientos religiosos (Albigenses. Lolardianos. Husitas) – La Reforma. – El Renacimiento. – Copérnico y Giordano Bruno. – Kepler y Galileo. – Francisco Bacon. – La doctrina moral de Bacon. – Hugo Grocio. – Progreso de las doctrinas morales en el siglo XVI.
A pesar de todas las persecuciones que los cristianos sufrieron en el Imperio Romano y de la escasez de comunidades cristianas, durante los primeros siglos, el Cristianismo siguió conquistando los espÃritus, primero en el Asia Menor, luego en Grecia, Sicilia, Italia y en general en toda la Europa occidental. Por un lado el Cristianismo constituÃa una protesta contra la vida que entonces se hacÃa en el Imperio Romano, donde la riqueza de las clases dominantes tenÃa por base la miseria terrible de los campesinos y del proletariado urbano y donde la cultura no pasaba de ser un barniz superficial, expresándose tan sólo en un cierto lujo externo sin preocupación alguna por las necesidades espirituales e intelectuales. Pues ya en aquella época era grande el disgusto entre el pueblo a causa del refinamiento y los placeres en que vivÃan las clases superiores y de la debilidad de que daban muestras. No solamente los pobres, a los cuales el Cristianismo prometÃa la emancipación, sino también algunos representantes de las clases superiores buscaron en él una nueva fuente de vida espiritual. Al mismo tiempo se desarrollaba en el mundo del pensamiento una gran desconfianza hacia la naturaleza humana. Puede notarse ya este hecho en Grecia, en las obras de Platón y sus discÃpulos. Entonces, merced a la vida insoportable que llevaban los pueblos sometidos a las grandes migraciones y a consecuencia de la corrupción de la vida romana, empezó, bajo la influencia del Oriente, a desarrollarse el pesimismo. Se perdió la fe en la posibilidad de organizar un porvenir mejor mediante el esfuerzo humano y nació la creencia en el triunfo del mal sobre la Tierra. La gente buscó un consuelo en la fe y en la vida de ultratumba, donde no se está expuesto al mal ni al sufrimiento. En estas condiciones el Cristianismo dominó cada dÃa más los espÃritus, pero a pesar de ello no determinó ningún cambio esencial en el curso de la vida. No encontró nuevas formas de vida susceptibles de una aplicación más o menos general, y, por otra parte, se reconcilió, como antes lo hiciera el paganismo, con la esclavitud, la servidumbre y todas las llagas de la autocracia romana. Los servidores de la Iglesia cristiana se convirtieron muy pronto en sostén de los emperadores. La desigualdad material y la opresión polÃtica quedaron en pie. El desarrollo intelectual de la sociedad emprendió una curva descendente. El cristianismo no elaboró nuevas formas sociales. En realidad y debido en gran parte a la expectación que provocaba la idea del fin del mundo, la Religión no prestaba gran atención a este aspecto de la vida. Mas de mil años transcurrieron antes de que empezaran a elaborarse en Europa, primero en las orillas del Mediterráneo y más tarde en el interior del continente, nuevas formas de vida social en las ciudades que habÃan proclamado su independencia. En estos nuevos centros de vida libre, que recordaban a las ciudades libres de la antigua Grecia, se inició también el renacimiento de las ciencias, cuyo desenvolvimiento estaba paralizado en Europa desde la época de los imperios macedonio y romano. En los tiempos de los apóstoles, los discÃpulos de Cristo que vivÃan en la espera del segundo advenimiento del Maestro se preocupaban principalmente de propagar su doctrina que prometÃa a los hombres la salvación. Se aplicaron con ahÃnco a difundir por todas partes la buena nueva y estaban dispuestos a morir como mártires si era preciso. Pero ya en el siglo II de nuestra era empezó a formarse la Iglesia. Conocida es la facilidad con que en Oriente toda nueva religión se divide y ramifica en varias escuelas. Cada uno comenta a su entender la nueva doctrina y defiende apasionadamente su dogma. El cristianismo se vio asimismo amenazado por este peligro, tanto más cuanto que en Asia Menor y en Egipto chocó con el antiguo paganismo y con las avanzadas del budismo y tuvo que sufrir las infiltraciones de estas tendencias . Por tales razones los predicadores del Cristianismo aspiraron desde los primeros tiempos a formar, siguiendo los ejemplos de las religiones antiguas, una Iglesia, es decir un grupo de maestros estrechamente unidos para salvaguardar la doctrina sino en su pureza inicial por lo menos en su homogeneidad. Sin embargo, una vez formada la Iglesia como guardiana de la doctrina y de los ritos, se crearon, lo mismo que en el budismo, por una parte las instituciones monásticas, que respondÃan a una aspiración de alejarse de la sociedad, y por otra una casta poderosa, el clero, que cada dÃa se sintió más próximo a las autoridades laicas. Al defender lo que creÃa la fe pura y perseguir lo que consideraba como criminal herejÃa llegó pronto la Iglesia, en la persecución de los apóstatas, a extremos de crueldad inconcebible. Para triunfar en esta lucha buscó, y más tarde reclamó, el apoyo de las autoridades laicas que a su vez exigieron de la Iglesia su benevolencia y apoyo para mantener el poder tiránico que ejercÃan sobré el pueblo. Asà cayó en el más absoluto olvido la idea fundamental de la doctrina cristiana: el espÃritu de sacrificio unido a la mansedumbre. El movimiento que en sus comienzos fue una protesta contra las ignominias del poder se convirtió en un instrumento de este mismo poder. La Iglesia no solamente perdonaba a los gobernantes los crÃmenes que éstos cometÃan sino que los consagraba y los consideraba como realizaciones de los mandamientos divinos. Al mismo tiempo la Iglesia ponÃa cuanto estaba de su parte para impedir el estudio de la antigüedad pagana. Los libros y manuscritos de la antigua Grecia, únicas fuentes donde podÃa estudiarse la ciencia de dicha época, fueron aniquilados por ver la Iglesia en ellos tan sólo manifestaciones de orgullo y de herejÃa inspiradas por el Diablo. Merced a este terrible espÃritu de intolerancia que se desarrolló en el Cristianismo muchos escritos de los pensadores griegos han desaparecido por completo y llegaron hasta la Europa occidental tan sólo en los fragmentos traducidos por los árabes. ¡Tanto fue el celo puesto por los cristianos en el aniquilamiento de la sabidurÃa helénica! . En aquella época el sistema feudal implantado en Europa después de la caÃda del Imperio Romano, con la servidumbre que era parte del mismo, empezó a disgregarse, sobre todo después de las Cruzadas y de una serie de sublevaciones importantes en los campos y en las ciudades. Gracias a las relaciones con el Oriente y al desarrollo del comercio continental y marÃtimo se crearon en Europa ciudades en las cuales, al lado del comercio, de los oficios y de las artes, se desarrollaba también el espÃritu de libertad. Desde el siglo X esas ciudades empezaron a derrumbar el poder de sus potentados laicos y de sus obispos y las sublevaciones para conseguir este fin empezaron a propagarse más y más cada dÃa. Los habitantes de las ciudades sublevadas redactaban por sà mismos sus cartas de libertades, obligaban a los gobernantes a reconocerlas y firmarlas y de no conseguirlo los expulsaban, jurando entonces los propios habitantes guardar la nueva constitución. Se nota en todas estas sublevaciones el hecho de que en las ciudades en cuestión se negaran los ciudadanos a reconocer los tribunales establecidos por los prÃncipes u obispos y formularan el deseo de nombrar sus propios jueces. Se formaron milicias municipales para la defensa de las ciudades respectivas y designaron ellos mismos los jefes y por fin establecieron pactos con otras ciudades emancipadas o grupos de las mismas. Muchas ciudades libertaron también a los campesinos de sus alrededores del yugo de los señores, tanto laicos como religiosos, enviando la milicia para ayudar a los campesinos en estas luchas. Asà lo hizo Génova en el siglo X. Poco a poco la emancipación de los centros urbanos y la creación de ciudades libres se propagó por toda Europa, en primer lugar por España e Italia, luego en el siglo XII por Francia, Holanda, Inglaterra y por fin en toda la Europa central, Bohemia, Polonia y el noroeste de Rusia, donde Novgorod y Peskow, con sus colonias en Viatxa, Vologda, etc., existieron como ciudades libres y democráticas durante varios siglos. En las ciudades libres renació de este modo el régimen polÃtico de libertad, merced al cual unos mil quinientos años antes tan profusamente se habÃa desarrollado la cultura en la antigua Grecia. El mismo fenómeno cultural se repitió en las ciudades de la Europa occidental y central a que nos hemos referido. Junto al nacimiento de la nueva vida libre se inició la resurrección de las ciencias y de las artes, dando comienzo, en una palabra, a la llamada época del Renacimiento. No he de ocuparme en detalle de las causas que llevaron a Europa el Renacimiento y más tarde, en el siglo XVII, al perÃodo llamado del Iluminismo, no sólo porque este despertar del espÃritu humano ha sido ya descrito en muchas obras existentes, sino también porque nos apartarÃa demasiado de nuestra propia labor. He de observar tan sólo que entre las causas productoras de esa nueva época –más aun que la influencia que ejercieron los descubrimientos de la cultura antigua para el desarrollo de la nueva ciencia y arte y más también que la influencia de los grandes viajes y de las nuevas relaciones comerciales con América y Oriente– es menester caracterizar la influencia de las nuevas formas de vida social que se fueron creando en las ciudades libres. SerÃa necesario también mostrar cómo esas nuevas condiciones de vida ciudadana, junto al despertar de la población rural, condujeron a una nueva interpretación del Cristianismo y a movimientos populares de profunda influencia, en los cuales se manifestó la protesta contra el poder de la Iglesia junto al ansia de liberación del régimen feudal. Tales levantamientos pasaron como una ola a través de toda Europa. El primer movimiento que encontramos es el de los albigenses en la Francia meridional (siglos XI y XII). Más tarde, hacia fines del siglo XIV, tuvieron lugar en Inglaterra las sublevaciones campesinas de John Ball, Wat Tyler y de los lolardos dirigidas contra los Lores y el Estado y relacionadas con el movimiento de reforma religiosa de Wiclef. En Bohemia se desarrolló la doctrina del gran reformador y mártir Juan Huss, quemado por la Iglesia en 1415. Sus numerosos partidarios se sublevaron contra la Iglesia Católica y los terratenientes feudales. No tardó en estallar en Moravia el movimiento de los hermanos moravios y el de los anabaptistas en Holanda, Alemania occidental y Suiza. Todos ellos aspiraban no tan sólo a purificar el cristianismo sino también a transformar el régimen social, estableciéndolo sobre las bases de la igualdad y del comunismo. Hay que mencionar también, finalmente, las grandes guerras campesinas en Alemania, durante el siglo XVI, que, se desarrollaron en relación con el movimiento protestante, asà como las sublevaciones contra el papado, los terratenientes y los reyes que adquirieron una gran amplitud en Inglaterra entre los años 1639 y 1648 y acabaron con la ejecución del rey y la abolición del régimen feudal. Como es natural, ninguna de esas revoluciones realizó el objetivo polÃtico, económico o moral que se habÃa propuesto. Pero de todos modos crearon en Europa dos confederaciones relativamente libres: la suiza y la holandesa y dos paÃses relativamente libres también: Inglaterra y Francia, donde los espÃritus fueron trabajados a tal punto de que las ideas de librepensamiento encontraron numerosos partidarios. En estos paÃses los escritores heterodoxos pudieron escribir y a veces hasta publicar sus obras sin riesgo de ser quemados vivos en las hogueras que levantaban los prÃncipes de la Iglesia cristiana o de ser encerrados perpetuamente en una cárcel. Para explicar como es debido la preponderancia del pensamiento filosófico en el siglo XVII habrÃa que estudiar a fondo estos movimientos revolucionarios populares, cuya importancia es igual a la de los monumentos intelectuales de la antigua Grecia que fueran descubiertos al mismo tiempo y de los cuales tan aficionados se muestran a hablar los manuales de historia de la época del Renacimiento, al propio tiempo que se abstienen de hacer referencias de estas agitaciones. Dado nuestro objeto inmediato, un estudio semejante, enfocado desde el punto de vista de la FilosofÃa de la Historia, nos conducirÃa demasiado lejos. Por lo tanto, me limitaré a indicar que todas estas causas juntas contribuyeron a la elaboración de una vida nueva y más libre y, al dar otro giro al pensamiento, ayudaron a la elaboración de una nueva ciencia, que poco a poco fue emancipándose de la tutela de la TeologÃa, de una nueva FilosofÃa que aspiró a abrazar la vida de toda la naturaleza y a explicarla desde un punto de vista natural y por último a despertar la fuerza creadora del espÃritu humano. Al mismo tiempo procuraré demostrar que en la época a que me refiero empezó a destacarse más vigorosamente en el terreno moral la personalidad libre, que proclamó su independencia de la Iglesia, del Estado y de las tradiciones consagradas. Durante los primeros diez siglos de nuestra era la Iglesia cristiana consideró el estudio de la naturaleza como algo inútil y hasta peligroso, que conduce al orgullo, sentimiento que era perseguido por creerlo la fuente de la falta de fe. Lo que hay de moral en el hombre –afirmaba la Iglesia– tiene su origen, no en la naturaleza, capaz tan sólo de empujarle hacia el mal, sino únicamente en la revelación divina. La Iglesia repudió, pues, todo estudio de las fuentes naturales de la moral humana y la ciencia griega que habÃa trabajado en esta dirección fue resueltamente condenada. Por fortuna las ciencias nacidas en Grecia encontraron un refugio en la cultura árabe, la cual al propio tiempo que ofrecÃa al mundo sus propios adelantos daba a conocer por medio de traducciones a los escritores griegos. Como la griega, consideraba la cultura árabe el estudio de la moral como una parte del estudio de la naturaleza. Asà se mantuvieron las fuerzas de Europa durante más de mil años. Tan sólo en el siglo XI, y coincidiendo con las sublevaciones de ciudades a que ya hemos hecho referencia, se inició el movimiento racionalista y librepensador. Se buscaron afanosamente las grandes obras de la ciencia y la filosofÃa griegas y basándose en ellas se empezó a estudiar la GeometrÃa, la FÃsica, la AstronomÃa y la FilosofÃa. En medio de las tinieblas profundas que reinaban en Europa durante tantos siglos el descubrimiento de un manuscrito cualquiera de Platón o de Aristóteles y su traducción era un acontecimiento mundial: ellos abrÃan nuevos horizontes desconocidos, despertaban los espÃritus, resucitaban el sentido de lo bello y la admiración por la naturaleza, asà como la fe en la fuerza del espÃritu humano que con tanto empeño habÃa rebajado siempre la Iglesia. En aquella época puede decirse que empezó el Renacimiento, primero en las ciencias, luego en los estudios sobre la esencia y los fundamentos de la moral. El infortunado Abelardo (1109–1142) se atrevió ya en el siglo XII a afirmar, siguiendo a los pensadores de la Grecia antigua, que el hombre lleva en sà mismo los comienzos de las ideas morales pero no encontró apoyo para una herejÃa semejante. Tan sólo en el siglo siguiente apareció en Francia un pensador, Tomás de Aquino (1225–1276), que se empeñó en conciliar las doctrinas de la Iglesia con una parte de las de Aristóteles. Hacia el mismo tiempo en Inglaterra Roger Bacon (1214–1294) hizo por fin una tentativa para rechazar las fuerzas sobrenaturales en la concepción de la naturaleza y las ideas morales en el hombre. Estas aspiraciones no tardaron, sin embargo, en ser pronto aplastadas. Tan sólo después de haber producido los movimientos populares en Bohemia, Moravia, las provincias que constituyen ahora el Imperio Alemán, Suiza, Francia –sobre todo la Francia meridional– PaÃses Bajos e Inglaterra; tan sólo después de las guerras y revoluciones durante las cuales perecieron por el hierro y el fuego centenares de miles de seres humanos; en fin, tan sólo después de la grandiosa sacudida que revolvió a Europa entre los siglos XII y XVI, la Iglesia y los representantes del poder laico toleraron que los pensadores hablasen y escribiesen sobre el instinto social del hombre como fuente de los conceptos morales y sobre la importancia de la inteligencia humana en la elaboración de los mismos. Pero aun entonces el pensamiento que empezaba a emanciparse del yugo de la Iglesia prefirió atribuir a los sabios, gobernantes y legisladores lo que antes se atribuÃa a la revelación divina. Recién mucho más tarde la nueva corriente de ideas se atrevió a reconocer que la elaboración de los principios morales ha sido obra del espÃritu creador de la humanidad entera. En la mitad del siglo XVI, poco antes de la muerte de Copérnico (1473–1543), fue publicado su libro sobre la estructura de nuestro sistema planetario, obra que dio un gran estÃmulo al pensamiento cientÃfico–natural. Su autor afirmaba en ella que la Tierra no ocupa en modo alguno el centro del Universo, ni siquiera el centro del sistema planetario al cual pertenece y que el Sol y las estrellas no giran alrededor de la Tierra como parece; que no solamente nuestro planeta, sino también el Sol, no son más que granos de arena entre los infinitos mundos. Estas ideas estaban en tan flagrante contradicción con las doctrinas de la Iglesia, la cual afirmaba que la Tierra era el centro del Universo y que el hombre era el objeto de las especiales preocupaciones del creador de la Naturaleza, que, como es de suponer, la nueva doctrina fue cruelmente perseguida y las vÃctimas de esta persecución fueron innumerables. Una de ellas fue el italiano Giordano Bruno, nacido en 1548 y quemado vivo en Roma en 1600 por su obra Spaccio della bestia trionfante, que constituÃa un testimonio a favor de la herejÃa de Copérnico. Pero los astrónomos consiguieron dar al pensamiento, a pesar de todo, una nueva dirección: en las ciencias exactas los nuevos métodos, basados en los cálculos matemáticos y en la experiencia, triunfaron sobre las conclusiones basadas en la metafÃsica. En Florencia se fundó la Academia del Cimento, es decir de la experimentación. Muy en breve, en 1609 y 1619, los estudios minuciosos de Kepler (1571–1630) sobre las leyes del movimiento de los planetas alrededor del Sol confirmaron las ideas de Copérnico. Veinte años después el sabio italiano Galileo (1564–1642) publicó sus principales obras, que no solamente confirmaban la doctrina de Copérnico, sino que ponÃan también de relieve la importancia de la FÃsica basada en la experimentación. En 1633 la Iglesia condenó a Galileo a la tortura y le obligó con amenazas a renunciar a su herejÃa. Bacon. – Pero el pensamiento se iba emancipando de las doctrinas cristianas, asà como de las antiguas enseñanzas del judaÃsmo. En el pensador inglés Francisco Bacon las ciencias naturales encontraron no solamente un continuador de los atrevidos estudios de Copérnico, Kepler y Galileo, sino también el fundador de un nuevo método de estudios cientÃficos: el método inductivo basado en el estudio cuidadoso de los fenómenos naturales como base para llegar a ciertas conclusiones, en vez del método deductivo basado en ideas abstractas y preestablecidas. Bacon creó, por lo tanto, una nueva ciencia fundada principalmente sobre la observación y la experiencia. En aquella época se notaba en Inglaterra una gran agitación entre los espÃritus, que tuvo pronto por consecuencia la revolución de 1639–1648, concluida con la proclamación de la República y la ejecución del rey. Junto a la revolución económica y polÃtica, es decir, a la abolición del poder de los señores feudales en favor de la clase media, tuvo lugar la emancipación de los espÃritus del yugo de la Iglesia y la elaboración de una nueva filosofÃa y de una nueva concepción de la naturaleza basada en el estudio del desarrollo de la vida, es decir en la evolución, que constituye la base de la ciencia contemporánea. Bacon y Galileo fueron los precursores de esta ciencia, que en la mitad del siglo XVII ya se daba cuenta de su fuerza y de la necesidad de emanciparse definitivamente de las Iglesias católica y protestante. Los sabios fundaban academias y asociaciones cientÃficas con el objeto principal de dedicarse al estudio experimental en lugar de perder el tiempo en discusiones metafÃsicas. Tales fueron las Academias fundadas en primer lugar en Italia, luego la Sociedad Real, fundada en el siglo XVIII en Inglaterra. Esta última se convirtió en un baluarte de las ciencias naturales y sirvió de modelo para las sociedades análogas fundadas en Francia, Holanda, Prusia, etc. Esta revolución en las ciencias influyó, como es de suponer, en la ciencia de la moral. Francisco Bacon, dos años antes de la Revolución inglesa, hizo una tÃmida tentativa para separar de la Religión el problema de los orÃgenes de las ideas morales. Se atrevió a afirmar que la Religión nada tiene que ver con la moral y que aun un ateo puede ser un ciudadano honrado. Afirmaba, además, que una Religión supersticiosa que trata de influir sobre la moral, constituye un verdadero peligro. Bacon se expresaba en términos muy moderados: en su época la prudencia era necesaria. Pero el fondo de su pensamiento fue comprendido y encontró un eco en Inglaterra y Francia. A partir de él se empezaron a estudiar la FilosofÃa de Epicuro y de los estoicos y se inició el desarrollo de la Ãtica racionalista, es decir de la moral fundada sobre la base de la ciencia. Trabajaron en este terreno Hobbes, Locke, Shaftesbury, Cudworth, Hutcheson, Hume y Adam Smith en Inglaterra y Gassendi Helvecio, Holbach y otros muchos en Francia. Es curioso notar que el rasgo principal de la explicación de la moral dada por Bacon, que es precisamente el de que aun entre los animales, el instinto social es más fuerte que el de la conservación, no atrajo la atención de sus partidarios, ni aun de los más ardientes defensores de la explicación natural de la moralidad. Tan sólo Darwin, en los últimos años de su vida, se decidió a confirmar la idea de Bacon que, por cierto, le sirvió de base para escribir las bellas páginas sobre el origen del sentido moral en su libro El Origen del Hombre. Pero, incluso en nuestros dÃas, los que escriben sobre Ãtica no prestan atención a esta idea, que debiera ser la base misma de la moral racional. Grocio. – Después de Bacon, uno de los filósofos del siglo XVII que expresó con más claridad tal pensamiento fue Hugo Grocio, autor del libro De jure bellis (1625). Grocio reconoció que la naturaleza y la razón, que sirve para conocerla, son la fuente del Derecho y de las ideas morales estrechamente unidas a él. Prescindió de la moral religiosa y se dedicó únicamente al estudio de la moral natural. Se fijó con exclusividad en la naturaleza humana que, a su entender, sabe distinguir entre el bien y el mal, puesto que en el hombre existe la sociabilidad que le inspira el deseo de convivir con los demás. Al lado de este todopoderoso impulso, continúa Grocio, el hombre, gracias al don de la palabra, es capaz de formular normas para la vida en común y hacer de ellas una aplicación práctica. Esta preocupación constituye la fuente de los usos establecidos y del llamado Derecho consuetudinario. A la elaboración de los usos contribuye también el concepto de la utilidad común y la idea de lo reconocido como justo. Pero serÃa completamente falso creer, decÃa Grocio, que son las autoridades quienes obligan a los hombres a preocuparse del Derecho, como lo serÃa también suponer que sólo la ventaja personal contribuya a la elaboración del mismo. Explicando cómo la naturaleza es la fuente del Derecho, Grocio escribió: Porque hasta en los animales se nota que algunos olvidan sus intereses individuales para preocuparse de sus hijos o semejantes. La misma tendencia a hacer el bien a los demás se nota en cierta medida entre los niños. El derecho natural –ha expresado Grocio– es una regla que nos inspira la razón, que nos sirve para distinguir entre un acto bueno y uno malo, según este acto corresponda o no a la naturaleza racional (libro I, cap. I, 10, 1). Aun más: El derecho natural es tan inamovible que el propio Dios no puede transformarlo, porque aun cuando el poder de Dios sea enorme, hay cosas que no están a su alcance (lib. I, cap. I, 10, 5) En otras palabras: las ideas de Bacon y Grocio reunidas aclaran el origen de las ideas morales, a condición de reconocer el instinto de sociabilidad como rasgo fundamental del hombre. Gracias a este instinto se forma la vida social con ciertas concesiones al egoÃsmo personal. Contribuye, además, a la elaboración de la moral colectiva que encontramos en todos los salvajes primitivos. Luego, en el curso de la vida real, la razón trabaja sin descanso para conducir al hombre a la elaboración de aquellas reglas de vida, siempre más complicadas, que representan un fortalecimiento de los impulsos sociales y las costumbres que este instinto habÃa inspirado. Esta es la elaboración natural de lo que llamamos Derecho. Los conceptos morales del hombre no necesitan, por lo tanto, de una explicación sobrenatural. En efecto, en la segunda mitad del siglo XVIII y en el siglo XIX la mayorÃa de los tratadistas de Ãtica veÃan el origen de las ideas morales en una doble fuente: en el sentido innato o en el instinto social por una parte y en la razón, por otra, que consolida y desarrolla lo que le es dictado por el sentido hereditario y por las costumbres instintivamente elaboradas. Aquellos que querÃan mantener en la Ãtica el principio sobrenatural, el principio divino, explicaban el instinto y los hábitos sociales del hombre por la intuición divina, olvidando que las costumbres y el instinto social son también propias a la enorme mayorÃa de los animales. Añadiré por mi parte que las costumbres sociales son el arma más segura en la lucha por la existencia y precisamente en esta lucha se fortalecen y desarrollan. Las ideas de Bacon y Grocio planteaban sin embargo la cuestión inevitable: ¿en qué se basa la razón al elaborar los conceptos morales? Esta cuestión se habÃa planteado ya en forma vaga en la antigua Grecia. Las respuestas, empero, habÃan sido distintas. Platón, sobre todo en la segunda mitad de su vida, y sus discÃpulos veÃan la fuente de los conceptos morales en el amor, inspirado al hombre por fuerzas sobrenaturales, y dejaban, como es de suponer después de lo dicho, un papel muy reducido a la razón. Según ellos la razón humana no sirve más que para concebir la razón de ser de la naturaleza o sea la influencia de las fuerzas sobrenaturales. Las escuelas escépticas de los sofistas primero y más tarde de Epicuro, aun cuando ayudaron a los pensadores griegos a emanciparse de la Ãtica religiosa, no repudiaron tampoco la intervención de una voluntad suprema. Atribuyeron ciertamente un papel a la razón, pero redujeron considerablemente su importancia y creyeron que su función se reducÃa a servir de ayuda al hombre para elegir el camino que conduce a la felicidad. La vida moral –decÃan– es la que proporciona al hombre mayor felicidad personal y mayor bienestar a la sociedad toda. La felicidad es la ausencia del mal. Merced a la razón el hombre sabe distinguir los goces pasajeros de los más profundos, elige el camino que conduce con más seguridad a un estado de equilibrio y de satisfacción general, a una vida armoniosa. Asimismo la razón contribuye al desarrollo de nuestra personalidad respetando las particularidades individuales. Por consiguiente, esta Ãtica niega por definición la busca de la justicia o de la llamada virtud. Tampoco atribuye importancia al ideal del amor enseñado por Platón. Aristóteles atribuyó a la razón una mayor importancia, aunque señalándole ciertas limitaciones. Su ideal consistÃa en el pensamiento justo y en poner un freno a la voluntad. Aristóteles repudió la MetafÃsica y se colocó en un terreno práctico, considerando la aspiración a la felicidad, el egoÃsmo, como punto de partida de toda actividad. El mismo punto de vista compartieron Epicuro y los discÃpulos y sucesores de éste durante cinco o seis siglos. Desde la época del Renacimiento, es decir desde el siglo XVI, fue de nuevo adoptado por una serie de pensadores y más tarde lo hicieron suyo los enciclopedistas del siglo XVIII, los utilitaristas (Bentham y Mill) y los naturalistas (Darwin y Spencer). Pero a pesar del éxito que tuvieron estas doctrinas, sobre todo cuando la humanidad sintió el deseo de emanciparse del yugo de la Iglesia y se abrieron nuevos caminos en el desarrollo de las formas sociales, no puede decirse que resolvieran el problema del origen de las ideas morales del hombre. Decir que el hombre aspira siempre a la felicidad y a la completa liberación del mal, equivale a expresar una verdad banal, evidente, expresada hasta en los refranes. En efecto: si la vida moral condujera al hombre a la desgracia harÃa mucho tiempo que en el mundo los últimos vestigios de toda moral hubieran dejado de existir. Pero, una observación de orden tan general no basta. No cabe duda de que el deseo de alcanzar la mayor felicidad posible es propio de todo ser vivo y al fin y al cabo es éste el deseo que dirige al hombre. Pero la cuestión que nos preocupa consiste precisamente en saber por qué o a consecuencia de qué proceso intelectual o sentimental el hombre renuncia con tanta frecuencia a lo que indudablemente debe proporcionarle un placer. ¿Por qué se somete el hombre a veces a toda clase de privaciones con tal de no hacer traición a sus principios morales? La respuesta que dieron a esta pregunta los pensadores griegos arriba mencionados y más tarde los filósofos utilitaristas no satisface nuestro espÃritu. Nos damos perfecta cuenta de que no se trata tan sólo de elegir entre dos goces, ni en preferir el mayor placer al menos intenso. Se trata de algo más complicado y al mismo tiempo más general. Aristóteles demostró comprenderlo en cierta medida al escribir que el hombre que se encuentra entre dos soluciones posibles hace bien optando por la solución favorable a sus inclinaciones personales, que es la que le proporciona mayor satisfacción. Aspiramos a los goces, al honor, a la estima –decÃa–, no solamente en sà mismas, sino porque proporcionan un sentimiento de satisfacción a nuestra razón. Lo mismo, y dicho en mejor forma aun, repitió, como ya hemos visto, Epicuro. Pero siendo asÃ, se plantea la siguiente cuestión: ¿qué es lo que en tales casos satisface a nuestra razón? La respuesta será: la aspiración a la verdad, que al mismo tiempo es justicia, es decir igualdad. Aristóteles y Epicuro concibieron, sin embargo, este problema de un modo distinto. Todo el sistema de su época, basado en la esclavitud de la mayorÃa, todo el espÃritu de la sociedad estaba entonces hasta tal punto apartado de la justicia y la igualdad que Aristóteles y Epicuro ni siquiera llegaron a preocuparse de esta cuestión. Pero habiendo dejado de existir ahora las viejas concepciones, ya no podemos conformarnos con los conceptos de dichos pensadores y nos preguntamos: ¿por qué todo espÃritu desarrollado encuentra una mayor satisfacción precisamente en las soluciones más favorables a los intereses de la comunidad? ¿Está tal vez este impulso regido por causas fisiológicas? Ya hemos visto cómo resolvieron esta cuestión Bacon y luego Darwin (véase el capÃtulo III). El instinto social en el hombre, decÃan, asà como en los animales que viven en común es más fuerte y más constante que todos los otros instintos que, juntos, convergen en el instinto de conservación. El hombre, como ser razonable que es, hace ya docenas de miles de años que vive en sociedad y en ella la razón ha contribuido al desarrollo de usos, costumbres y normas útiles para la evolución social y de los individuos en particular. Pero tampoco esta respuesta puede satisfacernos en absoluto. Sabemos por experiencia de la vida que muy frecuentemente los sentimientos estrechamente egoÃstas triunfan sobre los sociales. Tanto en las sociedades como en los individuos aislados puede observarse este fenómeno y ello nos conduce a la convicción de que si la razón no llevara en sà un cierto elemento social hubiera preferido siempre las soluciones egoÃstas a las sociales. Como veremos en los capÃtulos siguientes este elemento social existe. Hay en nosotros un instinto de sociabilidad hondamente arraigado, un sentimiento de compasión hacia las personas con las cuales vivimos, sentimiento que se desarrolla paralelamente a la evolución de la vida en común, y por otro lado hay en nosotros el sentimiento de la justicia, propio de nuestra razón. Las nociones de historia de la moral que siguen servirán para confirmar esta conclusión.
2006-10-28 12:34:29
·
answer #2
·
answered by Elizabeth G 6
·
1⤊
0⤋