Adiós a los lobos
por Pablo De Santis
Los grandes mitos del cine y la literatura de horror hablan del retorno de lo muerto a la vida. Así ocurre con Frankenstein, con la momia, con Drácula y sus incontables herederos. El hombre lobo parece, en un principio, escapar de este destino. Y sin embargo tal vez no sea así: Carlo Ginzburg, en su brillante ensayo Mitos, emblemas, indicios, cuenta que en el folklore centroeuropeo la creencia en la licantropía estaba estrechamente ligada al regreso del más allá. La transformación era la huella que conservaba aquel que había cruzado el umbral y había regresado. Y de hecho el contagio que aparece en tantas historias, por el ataque de un lobo o de un hombre lobo, tiene la contundencia de una muerte; una muerte de la que se regresa marcado por la maldición, transformado en otro, poseído por el pasado.
El mito del hombre lobo está extendido por los folklores más diversos. Jorge Fondebrider, autor de Licantropía. Historias de hombres lobo en Occidente (Adriana Hidalgo editora) ha rastreado las huellas de lobos en la antigüedad griega y latina, en fuentes escandinavas, en los procesos contra las brujas, en asesinatos en serie atribuidos a lo sobrenatural. En esta obra de inagotable erudición y de gran eficacia narrativa aparecen decenas de textos originales -e inclusive cuentos completos-. Sin embargo no se trata de una antología; es siempre la prosa de Fondebrider lo que guía el paseo (a pesar de que la portada lo presenta sólo como editor de textos ajenos).
Una de las sorpresas del libro es que buena parte de los elementos que consideramos como imprescindibles para la tradición surgen de la imaginación de Curt Siodmak (hermano del director Robert Siodmak), guionista de The Wolf Man (George Waggner, 1941). A Lon Chaney Jr. Le tocó encarnar al atormentado personaje. Siodmak en parte inventó y en parte resumió los muchos elementos que aparecen en los distintos folklores, para definir los rasgos imprescindibles del licántropo, que desde entonces se han repetido: la bala de plata, única muerte que corresponde al lobo, el olor de las flores azules del venenoso acónito (en inglés wolfane), la luna llena que desencadena la transformación.
El mito del hombre lobo debe su eficacia a la variedad de temas que toca su transformación: el canibalismo, la melancolía, la sexualidad, el temor al contagio de enfermedades, el hambre...y el miedo a los lobos, por supuesto, que sobreabundaban en el pasado de Europa. El mito alcanzó en Sudamérica sus propias y singulares entonaciones, y nuevos nombres: luisón, lobisome, lobizón. Cuenta Felix Coluccio en su Fauna del terror en el folklore latinoamericano que la creencia entró por Brasil y de allí se extendió hacia el noreste argentino y hacia Uruguay. A falta de lobos en la región, el lobizón se resigna a ser una mezcla de perro y de cerdo.
El hombre lobo es también tema de uno de los pocos -poquísimos- films argentinos de temática fantástica: Nazareno Cruz y el lobo, de Leonardo Favio. Estrenada hace casi treinta años, en junio del 75, en un momento de extrema convulsión, Nazareno Cruz y el lobo tuvo su origen en un radioteatro de Juan Carlos Chiappe emitido por Radio del Pueblo en 1951. Son inolvidables las escenas de la salamanca, ese pequeño infierno, subterráneo y burlón, tan lleno de malvados prodigios que frente a su delirio la extrañeza del lobizón palidece. Favio tuvo la audacia de sustraer el tema de la licantropía de su soledad de fenómeno único para ubicarlo en un universo de creencias que tiene a un diablo socarrón (Alfredo Alcón) como maestro de ceremonias.
Transformaciones
Los mitos del horror son historias de metamorfosis: cambio de lo muerto en vivo, de hombre en animal. Es justamente este aspecto del mito, la transformación, lo que la ficción ha perdido. Drácula, por ejemplo, que es el monstruo de los monstruos, conoce la inmaterialidad del fantasma y el hambre del lobo; puede convertirse en niebla, en lobo, en murciélago. Pero las películas y relatos de vampiros han dado cada vez menos importancia a las posibilidades de transformación, que estaban presentes en la novela de Bram Stoker, y se han concentrado en la cuestión de la sangre, eterna metáfora de las relaciones humanas.
Los films actuales de vampiros han trabajado otro elemento que en los orígenes del mito era invisible: todo lo que enseñan los libros de historia es, en el fondo, pura imaginación; la verdadera historia no es ni un combate entre héroes individuales, como lo quieren la historiografía conservadora y Hollywood, ni una lucha de clases, sino una guerra secreta entre los humanos y la sedienta estirpe de Transilvania. En películas como Vampiros, de John Carpenter, o en la serie Blade, la acción toma la forma de un enfrentamiento entre antiguas sectas, cada una con su jerarquía de poder, sus conciliábulos secretos, sus códigos y sus ceremonias. Sólo quien se asoma a esta guerra de sangre y de símbolos tiene un atisbo de la verdadera historia del mundo.
La ciencia ficción, el cine clase B, y aún la gran literatura han construido otras ficciones del cuerpo que no tienen que ver con lobos. La mosca, relato original de George Langeman , que dio origen a tres películas, presenta una cruza del hombre con el mundo de los insectos; idea que agrega, a lo que era temor e inquietud, una respuesta más física: la repulsión. En la primera película la transformación era instantánea, debida a un experimento fallido; en la remake, el director David Cronenberg prefirió mostrar un cambio progresivo, lo que aumenta el poder sugerente del relato al relacionarlo con las enfermedades más temidas. Otra historia que parece bucear en el inconsciente colectivo es El hombre menguante, de Richard Matheson, cuyo protagonista empequeñece progresivamente, y así debe enfrentarse a nuevas amenazas hasta descubrir, cuando llega al nivel de las moléculas, un nuevo mundo de infinitas posibilidades.
En el centro de la literatura contemporánea está La metamorfosis, de Franz Kafka, donde aquellos elementos que dan un orden al mito desaparecen: ya no hay una maldición, no hay un experimento fallido, no hay antídoto, no hay una manera especial de matarlo, porque cualquier cosa lo puede hacer. Como en tantos relatos de Kafka, parece en primer lugar ofrecerse para una interpretación alegórica, para luego cerrarse a cualquier clase de interpretación.
¿Cuál es la razón de que la narrativa contemporánea haya olvidado estas ficciones del cuerpo, que haya renunciado a los monstruos? Por un lado, los monstruos han sido reemplazados por su variante "realista", que marca el punto de convergencia entre el relato gótico y el policial: el psicópata. El asesino en serie respeta muchas de las características del monstruo: la soledad, el dominio sobre un espacio personal, marcado por elementos simbólicos y una historia que explica su transformación en lo que es. El psicópata es el monstruo invertido: por fuera es igual a los demás, pero por dentro es el otro. El monstruo tradicional, en cambio, podía albergar, tras su apariencia horrible, rasgos humanos.
Las historias con psicópatas llevan a su extremo algunos elementos de pesadilla del relato policial. Así ocurre con las novelas de Thomas Harris (Dragón rojo, El silencio de los corderos, Hannibal) que avanzan progresivamente desde las clásicas escenografías del policial hacia los escenarios góticos: hospicios laberínticos, mansiones gigantescas, palacios en ruinas. El monstruo, Hannibal Lecter, ya no necesita un castillo: puede convertir al mundo en castillo.
El cuerpo de la pesadilla
Pero hay otra razón por la cual los hombres lobos y otros monstruos han sido olvidados. Las ficciones del cuerpo han sido desplazadas por las ficciones de la realidad virtual.
Ya forman casi un género dentro de la narrativa contemporánea los relatos que juegan con la consistencia de la realidad. Este rumbo de la imaginación tiene su origen en la obra de Philip K.Dick, un autor que en vida publicó sólo novelas de ciencia ficción en ediciones baratas, pero cuya obra comenzó a ser valorada a partir del éxito de Blade Runner, film basado en su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Las novelas y cuentos de Dick, invisibles y marginales mientras vivió, dominan hoy el imaginario contemporáneo como Julio Verne gobernó los sueños de futuro de su tiempo.
Estos relatos en los que la realidad no resulta ser lo que parece, y cuyo ejemplo más popular es Matrix, tienen dos variantes. La primera: las historias que ponen la duda en el presente (por ejemplo El show de Truman, Matrix, Piso 13, Ciudad oscura). Los héroes acaban por preguntarse: No sé si lo que vivo es real. La segunda variante: las historias que juegan con la incertidumbre de la memoria (El vengador del futuro, Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, El pago). No sé si lo que recuerdo es real. En pasado o en futuro, las dos variantes presentan a la realidad no como un horizonte único al que hemos sido arrojados, sino como una construcción que puede alterarse; una ficción levantada de la nada con un fin específico.
En los viejos relatos de transformaciones, el cuerpo era arrancado de su historia personal, y arrebatado por las potencias oscuras, que lo obligaban a protagonizar un destino que venía desde el fondo de los tiempos. La licantropía es siempre la historia de una posesión, en la cual el efímero presente histórico es alcanzado por la circularidad ahistórica del mito, donde todo es repetición y recomienzo.
En la ficción contemporánea, las pesadillas que tienen al cuerpo como territorio de batalla, ceden ante aquellas en las que el mundo exterior se revela con un engaño a la percepción. La distinción entre un adentro y un afuera desaparece: casas, autos, ciudades, sólo están en la cabeza. Un hombre lobo, o un vampiro de recién adquirida condición, o una mosca humana, se preguntarían ¿Qué le ocurre a mi cuerpo? Pero los héroes de las fantasías virtuales, cambian esa pregunta por otra: ¿Dónde está mi cuerpo? ¿Está realmente aquí, mientras camino por esta ciudad o -como en Matrix, como en la novela Ubik, de Dick- tendido en un eterno lecho de líquido amniótico? Philip K. Dick, que vivió durante años una psicosis probablemente provocada por los alucinógenos que consumió en los años sesenta, decía "Escribo para saber qué es real". Razón no le faltaba: en los episodios agudos de su delirios, creía que él era la Academia de Ciencias de la Unión Soviética.
La literatura realista habla de muchas y diferentes cosas, pero la literatura fantástica casi siempre habla del miedo. Y tal vez las historias de hombres lobo y las fábulas de realidad virtual no revelen miedos tan distintos. Son relatos en los que la vida personal se disuelve; en un caso, para ser arrebatada por el mito, donde la individuación se pierde, y los protagonistas son intercambiables, porque el mito sólo trabaja con máscaras que cualquiera puede encarnar. En el segundo caso, la vida personal se revela como sueño, y la realidad verdadera es aquello que se ignora, aquello que está más allá de la percepción, edificado por malvadas computadoras (Matrix), por seres extraterrestres (Ciudad oscura) o por un director excéntrico (El show de Truman). La literatura y el cine de imaginación siempre se han ocupado, mucho más que cualquier otro género, del temor a la pérdida de la identidad, del miedo a ser otro o a no ser nadie, ya bajo la luna eléctrica que le miente a Truman, ya bajo la luna llena que despierta a los lobos.
2006-09-14 04:39:58
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answer #4
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answered by bochaabuelo 6
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