Actualmente existen en el mundo alrededor de 7.000 lenguas diferentes (las cifras varían considerablemente entre un cálculo y otro, pero no nos vamos a detener en este problema) y algo menos de 200 países, lo que nos da un promedio de más de 30 lenguas por país. Los promedios son únicamente eso, promedios, y estas cifras son muy aproximativas, pero nos muestran que el plurilingüismo es un hecho común y universalmente compartido. No existen países monolingües y todos estamos expuestos a varias lenguas (o a varias formas de una misma lengua): el plurilingüismo es la cosa más extendida que exista.
Pero, ¿qué debemos entender más exactamente por este término? Hay dos formas de contemplarlo, bien como fenómeno individual (un individuo multilingüe que utiliza varias lenguas, vive entre varias lenguas, porque es hijo de una pareja bilingüe o porque ha viajado o estudiado mucho), bien como fenómeno colectivo (una comunidad multilingüe en la que coexisten varias lenguas). Estas dos concepciones no son forzosamente coincidentes: así, un individuo que vive en una sociedad multilingüe puede ser monolingüe y un multilingüe puede vivir en una sociedad monolingüe. Pero la especificidad de las instancias internacionales aquí reunidas, que representan a la francofonía, la hispanidad y la lusofonía, nos llevan a quedarnos sólo con la concepción colectiva del término. Por lo tanto, intentaré reflexionar sobre el problema de la identidad de los individuos en una situación multilingüe, es decir, hablantes de una o varias lenguas en una sociedad en la que se utilizan varias lenguas.
Estas sociedades multilingües que, como hemos visto, son algo común, no están construidas siguiendo un modelo único pero, no obstante, sin entrar en una tipología farragosa, podemos hacer referencia a varias situaciones significativas, desde el punto de vista institucional en primer lugar. En efecto, debemos distinguir entre:
1) Los países con una única lengua oficial: son los más numerosos.
2) Los países oficialmente bilingües (como Camerún con el inglés y el francés, Israel con el hebreo y el árabe o Paraguay con el español y el guaraní), trilingües (como Luxemburgo con el alemán, el francés y el luxemburgués o Bélgica con el alemán, el francés y el neerlandés), etc.
3) Los países descentralizados, con lenguas oficiales regionales (como el catalán, el euskera y el gallego en España, el alemán, el francés, el italiano y el romanche en Suiza, un número aún mayor de lenguas en la India), tengan o no una lengua “federal”: España tiene una lengua oficial, el español (o castellano) y las demás lenguas son cooficiales a nivel regional, mientras que Suiza ha dado a tres de sus cuatro lenguas “nacionales” (alemán, francés e italiano) el estatuto de lengua “oficial”.
Así pues, esta diversidad de situaciones nos lleva a una constatación y a una pregunta.
La constatación es sencilla. Dado el gran número de lenguas en el mundo, aunque todos los países fueran oficialmente multilingües, lo que está lejos de ser cierto, habría muchas más lenguas sin estatuto oficial que lenguas con un estatuto (se trate de lenguas oficiales, nacionales o regionales), porque resulta difícil de imaginar que cada uno de los países del mundo utilice en promedio más de 30 lenguas oficiales. Así pues, el plurilingüismo es un factor intrínseco de estratificación, o aun de exclusión: en todas partes hay lenguas no “reconocidas” y, por tanto, hablantes rechazados de facto o, al menos, cuya lengua no les permite participar en la vida del Estado lo que, por supuesto, plantea además cierto número de problemas de identidad, que trataremos más adelante, y problemas de democracia. Cada vez que un ciudadano no posee la lengua del Estado, no comprende la lengua en la que pueden juzgarle en un tribunal y no puede defenderse en esa lengua y no habla o habla de forma imperfecta la lengua en la que sus hijos están escolarizados -si lo están-, la lengua de la política o de la vida pública, la democracia es ultrajada.
El plurilingüismo es, al mismo tiempo, un factor de conflicto: aunque la noción de “guerra de lenguas” no es más que una metáfora (las lenguas no hacen la guerra entre sí, son los hombres quienes las hacen) encontramos por todas partes rivalidades entre lenguas, en especial, en su función vehicular. Por último, el plurilingüismo es un factor de “dominación”, ya que algunas lenguas son utilizadas en las “altas” instancias y otras en las “bajas” instancias, como propone el modelo diglósico de Ferguson.
Es cierto que no hay nada nuevo en ello. Cuanto más lejos nos remontamos en nuestra documentación escrita y, por tanto, en los testimonios que nos han llegado sobre las sociedades del pasado, encontramos a la vez plurilingüismo y un reparto funcional de los usos lingüísticos, una jerarquización de las lenguas. Sabemos, por ejemplo, que en Sumer, para tomar el caso más antiguo sobre el que tenemos datos, coexistían varias lenguas, el sumerio y el acadio en el tercer milenio -mientras que el sumerio se convirtió en la lengua culta escrita frente al asirio y al babilonio en el segundo milenio-, sabemos que el conocimiento del sumerio era un signo de distinción, que algunas formas populares eran peor consideradas, incluso despreciadas, etc.
Sabemos todo esto pero, al mismo tiempo, podemos pensar, o esperar, que el plurilingüismo, por la pluralidad y la diversidad que pone en evidencia, por la coexistencia que impone y por los intercambios que permite puede ser un factor de participación, de convivencia, de apertura hacia los demás. “Aprende una lengua y evitarás una guerra”, dice un proverbio árabe, y estas palabras suenan como un programa.
Y esto nos lleva a la pregunta que, evidentemente, concierne al mismo tiempo la gestión del plurilingüismo oficialmente reconocido (por ejemplo, ¿se aplica el principio de personalidad, como en Canadá? ¿De territorialidad, como en Suiza?) y la del plurilingüismo en cierto modo oficioso, no reconocido. En el primer caso hablaremos de gestión in vitro de este plurilingüismo y en el segundo de gestión in vivo, incluso de política lingüística in vivo. El continente africano nos proporciona múltiples ejemplos al respecto, en donde la gestión in vivo del plurilingüismo conduce a la emergencia de lenguas vehicular que vienen a insertarse en las prácticas sociales entre la (o las) lengua(s) del Estado y las lenguas “gregarias” o “vernáculas”, las de uso cotidiano. En las capitales alimentadas en lenguas por el fenómeno de la urbanización, las prácticas sociales hacen aparecer lenguas de integración en la ciudad, como el wolof en Dakar, el bambara en Bamako o el lingala y el munukutuba en Brazzaville, que permiten el intercambio sin por ello invadir el terreno, de momento, de las demás lenguas en presencia. También se conocen numerosos casos de “diglosias”, “triglosias” incluso de “cuatriglosias”, es decir, casos de reparto funcional de usos entre varias lenguas o formas distintas de una misma lengua. Y, en todas estas situaciones, se plantea el problema de la identidad lingüística de las personas multilingües. Al ser la urbanización un fenómeno galopante, singularmente en los países en vías de desarrollo, las ciudades y, en especial, las capitales desempeñan un papel fundamental en el devenir de la identidad y del carácter lingüístico de los Estados. Así, en el mundo árabe hablan dialectos (o, mejor dicho, diferentes tipos de árabe) tunecino, egipcio, argelino, etc., pero se trata más bien del árabe de Túnez capital, de El Cairo, de Argel, del mismo modo que el español de Buenos Aires parece simbolizar en el extranjero el español argentino como el habla parisina representa a los ojos del mundo la lengua francesa. Así, la pluralidad de lenguas parece, en algunos casos, tender hacia la unicidad de las identidades en el marco de los Estados-nación: ya es el caso en los Estados europeos, podría serlo en los demás Estados del mundo si, al menos, su evolución siguiese este modelo.
Pero esta noción de identidad es vaga y remite a otra noción, igualmente vaga, la de comunidad. En efecto, una comunidad lingüística se define, dependiendo de los autores, como el conjunto de los hablantes de una misma lengua (y, en este caso, un individuo puede pertenecer a diferentes comunidades si habla varias lenguas) o como el conjunto de los hablantes que tienen una misma primera lengua (o “lengua materna” y, en este caso, un individuo sólo puede pertenecer a una única comunidad). Así, un senegalés de lengua peul que además hable el wolof y trabaje en la administración utilizando el francés será considerado, dependiendo del punto de vista, como perteneciente sólo a la comunidad peul o a tres comunidades lingüísticas o, más bien, como perteneciente a una comunidad social de la que una de las características es ser multilingüe. El debate aquí planteado no es sólo académico ya que concierne, por un lado, a millones de personas y, por otra parte, nos plantea una cuestión central: si la identidad está relacionada con la comunidad, ¿se puede contemplar la existencia de varias identidades para una única persona? ¿Se puede atribuir a un angoleño que hable al mismo tiempo el portugués y una lengua bantú una identidad lusófona junto a su identidad bantú? La misma pregunta se plantea, claro está, en diferentes áreas lingüísticas, árabe, francófona, hispanohablante y revela inmediatamente el aspecto potencialmente conflictivo de esta noción. Por tomar unos pocos ejemplos, las personas que hablen catalán y español, criollo y francés o bereber y árabe, ¿tienen dos identidades?
En este contexto, consideramos que sí. El caso antes mencionado del senegalés, tipológicamente muy extendido en diferentes partes del mundo, ilustra estos cambios o alternancias de identidad, dado que la elección hic et nunc de una lengua cuando se poseen varias es más que la mera elección de un instrumento de comunicación. Cuando un wolof habla en francés en una oficina a otro wolof, en cierto modo opta por una puesta en escena, se atribuye un papel, quiere ser percibido de un modo determinado. A menudo se cita el caso de funcionarios internacionales franceses que, en la ONU o en la Comunidad Europea, hablan en inglés. Al hacerlo, no sólo rompen el corazón de los francófonos del Québec, sino que alardean de algo, se muestran bajo un determinado ángulo y su discurso, que denota lo que quieren decir, tiene una connotación adicional: “soy anglófono”, “soy capaz de hablar inglés”, etc.; intentan modificar la percepción que los demás tienen de su identidad.
Porque la lengua desempeña una función identitaria. Como un documento de identidad, la lengua que hablamos y el modo en que la hablamos revela algo de nosotros mismos: nuestra situación cultural, social, étnica, profesional, nuestra edad, nuestro origen geográfico, etc., dice nuestra identidad, es decir, nuestra diferencia. En efecto, la identidad es fundamentalmente un fenómeno de diferenciación: sólo aparece ante el otro, ante el diferente y, por lo tanto, puede variar cuando cambia el otro. De este modo, tenemos diferentes identidades cuando poseemos varias lenguas. Así un maliense de lengua songay se sentirá songay en su país, frente a un bambara o un peul y, por tanto, su lengua tendrá una fuerte función identitaria, la hablará, en familia o con sus amigos, para marcar su pertenencia a un grupo. Se sentirá maliense en otro país africano o ante otro africano súbdito de otro país y su forma de subrayarlo lingüísticamente será hablar bambara, la lengua vehicular dominante, o bien hablar el francés de Malí. Ante un africano anglófono, su identidad será sin duda francófona y, en Europa, su identidad será africana. Por tanto, vive un engarce de identidades, que varían de un país a otro. Por ejemplo, un gabonés bapunu se sentirá bapunu en su país ante un fang o un myené y su lengua, el ipunu, desempeñará una función identitaria pero no podrá, fuera de su país o ante un extranjero, manifestar su carácter gabonés mediante el uso de una lengua gabonesa porque es el francés el que funciona como lengua vehicular en ese país. O también un camerunés bamileké subrayará su identidad bamileké ante un fang utilizando su lengua pero, en un nivel diferente, podrá elegir, en ese engarce de identidades, entre francés y el inglés, según su región de origen, para subrayar su carácter camerunés.
Lo que acabamos de esbozar para las situaciones multilingües también vale en el seno de una misma lengua: nuestra forma de hablar una lengua habla de nosotros mismos y nos sitúa frente a los demás hablantes de la misma lengua. Así, John Gumperz, al estudiar la alternancia conversacional entre la lengua de la familia, del círculo restringido, y la lengua dominante, la de la vida pública, desarrolló las nociones de “we code” y de “they code”, “nuestra” lengua y “su” lengua, describiendo estrategias de discurso consistentes en oponer la lengua identitaria a la del entorno, en pasar de una a otra. Su ámbito de estudio, el de los “latinos” de California, hace que el we code sea aquí el español y el they code el inglés. Podemos, claro está, utilizar el mismo enfoque para otras muchas situaciones, cabileño y árabe, corso y francés, euskera y castellano, etc. Pero este enfoque también puede aplicarse a situaciones “monolingües”, es decir que, en el marco de un mismo idioma, podemos distinguir los rasgos “we” de los rasgos “they”, incluso inventarlos, producirlos. Tomaremos como ejemplo el francés de los jóvenes de los suburbios de la región de París o de los arrabales de Marsella. En efecto, en ambos casos, poblaciones de jóvenes que sufren la exclusión social y el fracaso escolar, que tienen un dominio deficiente de la lengua del país de acogida (el francés) y no hablan la lengua de sus padres, se construyen un we code a partir del they code, es decir, que van a trabajar la lengua francesa, bien sea mediante transformaciones voluntarias del tipo “verlan” [jerga en la que se invierten sílabas del francés, N.d.T.] (es el caso de la región de París) o recurriendo al árabe, al caló, al comorano o mediante el desarrollo de una fonología especial (es el caso de los barrios del norte de Marsella) para dotarse de una forma identitaria de la lengua común. Así, la necesidad de subrayar la identidad, de distinguirse, lleva a imponer su sello a la lengua y la función, en cierto modo, crea la forma lingüística necesaria para su manifestación. Los acentos regionales y las palabras locales pueden desempeñar la misma función y, de este modo, podemos, dependiendo de nuestro interlocutor, situarnos, mediante un sutil juego intralingüístico, del lado de una identidad o de otra, en un papel o en otro, con él o contra él.
Volvamos pues al tema de este texto, identidad y plurilingüismo. Lo anterior nos muestra, en primer lugar, que conviene hablar de identidad en plural: identidades y plurilingüismo. Nos encontramos ahora en un lugar multilingüe ya que hay al menos tres conjuntos lingüísticos y estamos catalogados a ojos de los demás, en relación a los demás, como francófonos, hispanohablantes o lusófonos. Pero, al mismo tiempo, el modo en que hablamos nuestras respectivas lenguas nos proporciona una identidad más precisa: brasileños, español o quebequés, por ejemplo. Finalmente, para algunos de nosotros, esta identidad pertenece a un determinado nivel en un engarce de identidades, en una jerarquización de nuestras identidades: francófono, claro está, pero también gabonés o bapunu, castellanohablante español paro también gallego, lusófono de Cabo Verde y criollohablante, etc. Y esta formulación nos sugiere que estas identidades engarzadas también pueden estar concatenadas. Al igual que nuestro documento de identidad o nuestro pasaporte proporcionan diversas informaciones, apellido, nombre, fecha y lugar de nacimiento, nacionalidad y lugar de residencia, nuestra fórmula identitaria, como una cadena de ADN, nos define con precisión a través de una cadena de determinantes. El autor de estas líneas es francés y francófono, pero nació en Túnez donde vivió 18 años y no utiliza la misma forma de lengua cuando está en casa de su madre que cuando da una conferencia. Algunos de mis estudiantes son francófonos, franceses, marselleses, de padres italianos o magrebíes, etc. Tomemos un caso al azar: francófono, francés, marsellés, de padres italianos. He anotado los elementos de esta cadena, de esta fórmula identitaria, en un orden determinado, pero podría muy bien escribirla como francófono, de padres italianos, francés, marsellés, o también de padres italianos, marsellés, francófono, francés, el orden importa poco ya que estas fórmulas identitaria definen aquello que nos acerca y aquello que nos diferencia y es la confluencia de nuestros rasgos comunes lo que forma una identidad colectiva. En cambio, los efectos de los diferentes elementos, la forma en que son percibidos y vividos, también tienen su importancia: no basta con ser objetivamente marsellés o gallego, también hay que saber si uno quiere serlo, si uno suscribe esa identidad o la rechaza, si se es aceptado por los demás como tales, etc.
Así pues, nuestra reflexión actual (y este “nuestra” no es una fórmula rebuscada para denominar al autor de estas líneas, nos engloba a todos), nuestros intentos por elaborar un equilibrio de la diversidad, frente a un orden mundial que amenaza con negar estas identidades, debe tener en cuenta esta pluralidad de identidades. No hay una única francofonía, tampoco una única hispanidad o lusofonía. Por ejemplo, los países pertenecientes a la CPLP (Comunidad de Países de Lengua Portuguesa) lo son en razón de uno de los rasgos de su fórmula identitaria; algunos de ellos pertenecen al PALOP (Países Africanos de Lengua Oficial Portuguesa) en razón de otro rasgo de esta fórmula, etc. Un quebequés es francófono y americano, un cubano y un dominicano tienen en común algo más que su hispanidad, etc.
Lo que equivale a decir que la diversidad que aparece como una de las consignas de la Francofonía debe ser considerada, al mismo tiempo, como externa e interna, o como horizontal y vertical. Externa (u horizontal) en la medida en que atañe a las relaciones entre grandes conjuntos lingüísticos, el respeto mutuo, la solidaridad con los países de lengua, con la hispanidad o la lusofonía, interna (o vertical) en la medida en que también debería concernir a las relaciones entre identidades en estos conjuntos diferentes, con las lenguas amerindias para la hispanidad, las lenguas africanas para la Francofonía, etc. En otras palabras, si bien la defensa de la diversidad puede permitir a los grandes conjuntos lingüísticos preservar su identidad en el concierto de las lenguas del mundo y, en especial, frente al inglés, esto no debe hacernos olvidar, sin embargo, que dentro de estos grandes conjuntos existen otras identidades, otra diversidad, otros plurilingüismos.
El “modelo gravitatorio”(1) puede sernos útil para abordar esta situación. Ya dijimos que en el mundo se hablan alrededor de 7.000 lenguas diferentes. En esta diversidad lingüística que, a primera vista, aparece como un gran desorden, los sistemas de plurilingüismos introducen cierta organización. En efecto, cuando los hablantes de tal o cual lengua adquieren otra, no la “eligen” por casualidad. Por ejemplo, en Argelia un bilingüe árabe/cabileño tiene un 99% de probabilidades de tener el cabileño como primer idioma, como un bilingüe español/quechua de Ecuador tiene un 99% de posibilidades de tener el quechua como primer idioma o como un bilingüe portugués/tupí de Brasil tiene todas las probabilidades de tener el tupí como primer lengua: los bilingüismos están orientados y su orientación nos permite representar las relaciones entre las lenguas del mundo como una especie de galaxia formada por diferentes estratos gravitatorios. Alrededor de una lengua “hipercentral”, el inglés -eje del sistema-, gravitan una decena de lenguas “supercentrales” (español, francés, árabe, ruso, portugués, hindi, malayo...) cuyos hablantes, cuando son bilingües, tienen tendencia a utilizar, bien la lengua hipercentral -el inglés- bien una lengua del mismo nivel, una lengua supercentral. Por ejemplo, un francés en ocasiones aprende el inglés y el español, rara vez el lingala o el cabileño... Estas lenguas son, a su vez, ejes gravitatorios para un centenar de lenguas centrales que, a su vez, son el centro gravitatorio de entre 6.000 y 7.000 lenguas periféricas. De este modo, tenemos un modelo que representa la pluralidad lingüística del mundo, cuyo cimiento son los sistemas de bilingüismo. Y la proyección de este modelo en una porción de territorio, una región, un Estado o un gran conjunto lingüístico determina su “nicho ecolingüístico”, un espacio de coexistencia y, en ocasiones, de conflicto entre lenguas en el que, eventualmente, pueden intervenir políticas lingüísticas. Queda saber qué lugar hallan las identidades en él.
Porque esta pluralidad puede ser vivida de muy diferentes formas, como una riqueza, por supuesto, pero también como una maldición. Hace muy poco, escuché a unos estudiantes gaboneses lamentarse de que la diversidad demasiado grande de su país (alrededor de 40 lenguas para poco más de un millón de habitantes), unida a la ausencia de una lengua vehicular endógena (el francés desempeña este papel en las grandes ciudades como Libreville o Port-Gentil), les privaba de una lengua “secreta” frente a los malienses que disponen del bambara, los senegaleses que disponen del wolof, etc. Tenemos en común el francés, decían, pero cuando en las reuniones africanas queremos consultarnos entre gaboneses, sólo podemos hacerlo en francés, mientras que los demás tienen “su” lengua. Esta idea de ausencia de “lengua secreta” trae consigo numerosas frustraciones identitaria. Estos estudiantes no pretendían forzosamente sugerir que había que sustituir el francés por otra lengua, sino que se preguntaban sobre el modo en que podían subrayar, en el plano lingüístico, su idiosincrasia como gaboneses. Algunos lamentaban incluso la ausencia de un poder fuerte y voluntarista que pudiera imponer una lengua gabonesa como lengua única del país, cualquiera que fuera, decían (aunque, sin atreverse a decirlo, pensaban en el fang), mientras que otros consideraban al francés como la única lengua unificadora posible frente al “tribalismo” que corren el riesgo de simbolizar las lenguas endógenas (pero, sin duda, éstos hablaban lenguas minoritarias y temían un dominio del fang del que sólo el francés podía preservarles). En sus fórmulas identitaria, algunos componentes estaban, en cierto modo, privados de traducción lingüística. Se sentían francófonos a través del francés y punu, fang o myené a través de sus respectivas lenguas, pero ningún idioma encarnaba su identidad gabonesa.
Esta situación, sin duda con variantes, se encuentra en casi todas partes del mundo. Todos tenemos nuestras identidades, y casi todos estamos expuestos al plurilingüismo, en el sentido más habitual, aquel que pone en juego varias lenguas o, en el sentido más específico y aparentemente paradójico de “plurilingüismo en el monolingüismo”, o plurilingüismo interno, aquel que proyecta en la lengua, a través de los diversos usos que hacemos de ella, algo de nosotros mismos. Así pues, el problema es poder unir estos dos conjuntos, el de las identidades y el de las lenguas, poder cada vez que estamos ante el otro utilizar la lengua o la forma lingüística que nos acerque a él o que subraye nuestra diferencia.
Por lo tanto, la noción de diversidad, de derecho a la diferencia de identidad y de lengua, frente al dominio de la lengua hipercentral, el inglés, tiene sentido. No se trata de defender las lenguas por sí mismas, sino por aquello que expresan de cada uno de nosotros, por aquello que tienen de necesario para cada uno de nosotros. Todos tenemos un derecho inalienable a nuestra lengua gregaria, la lengua de la familia, del entorno cotidiano. Tenemos un derecho igualmente inalienable a la lengua del Estado. Tenemos, por último, derecho a una lengua de comunicación internacional. Algunas de estas lenguas pueden expresar una parte de nuestra identidad. Otras pueden ser tan sólo meros instrumentos. Pero todas tienen su espacio, su utilidad, su necesidad. Todas nos sirven para insertarnos en el mundo, para encontrar nuestro lugar en él, para expresarnos.
El temor a la cultura única, a la lengua única, que hoy siente mucha gente, tal vez no sea más que un miedo milenarista. Pero, por su parte, la identidad única es una utopía, en el sentido etimológico de la palabra (utopía, del griego ou topos, que significa “no lugar”, “ninguna parte”), no existe ya que, si la identidad es diferencial, implica otras, diferentes, y no podemos defender nuestra identidad sin defender la de los demás, al igual que no podemos defender nuestra cultura sin defender la de los demás, ni defender nuestra lengua sin defender la de los demás. Así pues, nos queda una senda ya trazada, difícil, sin duda, ya que implica que, al pensar en nuestra diferencia y en nuestra identidad, también pensamos en la de los demás.
Tras estas reflexiones, ¿resulta posible sugerir unas propuestas concretas capaces de hacer avanzar las cosas? Me gustaría, más modestamente, adelantar algunos temas sobre los que podríamos reflexionar de forma provechosa.
En primer lugar, en el marco de cada uno de los conjuntos lingüísticos que representamos, ¿cómo respetar las identidades diversas? Hemos visto que éstas podían encarnarse en formas diferentes de una misma lengua o en lenguas diferentes. El primer ejemplo nos lleva al problema de la norma, ya que cada vez que una lengua tiene varias formas, una de ellas posee una legitimidad y se impone a las demás como “la” norma lingüística. Nuestras lenguas partieron de países europeos para extenderse por el mundo, desde Francia, Portugal y España, donde la norma es endógena, incluso indígena, nacida allí mismo. Pero, a menudo, es exógena en otras zonas ya que los países de origen de nuestras lenguas tuvieron tendencia a querer imponer la suya. Por ejemplo, en 1870, la Real Academia Española propuso a las antiguas colonias españolas colaborar con ella bajo la forma de academias asociadas, sin duda, para centralizar la “legislación lingüística”, el derecho a legislar, a legitimar. No tuvo mucho éxito. Mientras que Colombia respondió afirmativamente con gran rapidez (en 1871), los demás países no se dieron prisa: Ecuador lo hizo en 1874, México en 1875, Venezuela en 1884, Chile en 1886, Perú en 1887, Guatemala en 1888, Argentina en 1931, y otros aún más tarde. Mientras tanto, la lengua española seguía evolucionando de forma diferenciada en estos diferentes “nichos” ecolingüísticos, se publicaban obras dedicadas a estas formas locales (ya en 1851, por ejemplo, un libro escolar fue publicado bajo el título de Gramática argentina), etc. Hoy, la relación con el español en los países hispanohablantes de América carece de complejos. Puede que sus hablantes se sientan miembros de la hispanidad, pero esto no implica para los diferentes países latinoamericanos hispanohablantes ningún vínculo especial con España ni, sobre todo, una sumisión total a la norma ibérica. A este respecto, la francofonía está mucho más centralizada: en Dakar, en Niamey, en Abiyán o en Brazzaville hay jóvenes que intentan hablar igual que como se hace a orillas del Sena, puesto que sólo está bien visto lo que viene de París y las formas locales de francés no pueden ser utilizadas en la escuela. ¿No podríamos proponer, bajo una forma a determinar, que cada uno de los países que la forman crease una instancia deliberadora que les permitiese, por ejemplo, decidir sobre la forma lingüística a adoptar en el sistema escolar? ¿No sería posible hacer lo mismo en los países lusófonos?
En cuanto a los plurilingüismos que caracterizan a nuestras “X-fonías”, su gestión compete, claro está, libremente a cada Estado. Pero no existen realmente políticas lingüísticas nacionales en los países francófonos o lusófonos y tal vez podríamos reflexionar sobre la forma de suscitarlas, sobre la forma de hacer respetar, al mismo tiempo, la diversidad horizontal y la vertical. ¿No sería útil en un primer momento proponer a dirigentes africanos una formación en política lingüística?
Por último, en lo que concierne el estatuto de las grandes lenguas internacionales, el español, el francés y el portugués, sin duda sería útil establecer una lista de los deseos que tiene cada una de estas “X-fonías”. Por ejemplo, el lugar que ocupa el español (pero también el alemán) en la comunidad europea merece ser objeto de reflexión: en teoría, todas las lenguas oficiales de los países miembros son lenguas de trabajo, pero los documentos están en su mayoría traducidos al francés y al inglés, lo que provocó algunas fricciones en la reciente cumbre de Niza. También debe considerarse el estatuto del portugués (o, más bien, la falta de un estatuto para el portugués) en la ONU y en la UNESCO. A este respecto, se pueden realizar acciones, en régimen de colaboración, que tendrían la ventaja de afirmar una voluntad común para hacer respetar la diversidad. Este frente unido, si pudiera realizarse, no debería olvidar otras lenguas tratadas injustamente: estoy pensando, por ejemplo, en el malayo o en el hindi. Aquí, para ilustrar al lector, son útiles algunas cifras.
2006-09-07 15:39:35
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answer #2
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answered by BarbieNorteña 3
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