Reseña sobre San Agustín
Nació en Tagaste (África) el año 354; después de una juventud desviada doctrinal y moralmente, se convirtió, estando en Milán, y el año 387 fue bautizado por el obispo San Ambrosio. Vuelto a su patria, llevó una vida dedicada al ascetismo, y fue elegido obispo de Hipona. Durante treinta y cuatro años, en que ejerció este ministerio, fue un modelo para su grey, a la que dio una sólida formación por medio de sus sermones y de sus numerosos escritos, con los que contribuyó en gran manera a una mayor profundización de la fe cristiana contra los errores doctrinales de su tiempo. Está entre los Padres mas influyentes del Occidente y sus escritos son de gran actualidad. Murió el año 430.
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Biografía
Su niñez
San Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste. Esa pequeña población del norte de África estaba bastante cerca de Numidia, pero relativamente alejada del mar, de suerte que Agustín no lo conoció sino hasta mucho después. Sus padres eran de cierta posición, pero no ricos. El padre de Agustín, Patricio, era un pagano de temperamento violento; pero, gracias al ejemplo y a la prudente conducta de su esposa, Mónica, se bautizó poco antes de morir. Agustín tenía varios hermanos; él mismo habla de Navigio, quien dejó varios hijos al morir y de una hermana que consagró su virginidad al Señor. Aunque Agustín ingresó en el catecumenado desde la infancia, no recibió por entonces el bautismo, de acuerdo con la costumbre de la época. En su juventud se dejó arrastrar por los malos ejemplos y, hasta los treinta y dos años, llevó una vida licenciosa, aferrado a la herejía maniquea. De ello habla largamente en sus "Confesiones", que comprenden la descripción de su conversión y la muerte de su madre Mónica. Dicha obra, que hace las delicias de "las gentes ansiosas de conocer las vidas ajenas, pero poco solícitas de enmendar la propia", no fue escrita para satisfacer esa curiosidad malsana, sino para mostrar la misericordia de que Dios había usado con un pecador y para que los contemporáneos del autor no le estimasen en más de lo que valía. Mónica había enseñado a orar a su hijo desde niño y le había instruido en la fe, de modo que el mismo Agustín que cayó gravemente enfermo, pidió que le fuese conferido el bautismo y Mónica hizo todos los preparativos para que lo recibiera; pero la salud del joven mejoró y el bautismo fue diferido. El santo condenó más tarde, con mucha razón, la costumbre de diferir el bautismo por miedo de pecar después de haberlo recibido. Pero no es menos lamentable la naturalidad con que, en nuestros días, vemos los pecados cometidos después del bautismo que son una verdadera profanación de ese sacramento.
"Mis padres me pusieron en la escuela para que aprendiese cosas que en la infancia me parecían totalmente inútiles y, si me mostraba yo negligente en los estudios, me azotaban. Tal era el método ordinario de mis padres y, los que antes que nosotros habían andado ese camino nos habían legado esa pesada herencia". Agustín daba gracias a Dios porque, si bien las personas que le obligaban a aprender, sólo pensaban en las "riquezas que pasan" y en la gloria perecedera", la Divina Providencia se valió de su error para hacerle aprender cosas que le serían muy útiles y provechosas en la vida. El santo se reprochaba por haber estudiado frecuentemente sólo por temor al castigo y por no haber escrito, leído y aprendido las lecciones como debía hacerlo, desobedeciendo así a sus padres y maestros. Algunas veces pedía a Dios con gran fervor que le librase del castigo en la escuela; sus padres y maestros se reían de su miedo. Agustín comenta: "Nos castigaban porque jugábamos; sin embargo, ellos hacían exactamente lo mismo que nosotros, aunque sus juegos recibían el nombre de 'negocios' . . . Reflexionando bien, es imposible justificar los castigos que me imponían por jugar, alegando que el juego me impedía aprender rápidamente las artes que, más tarde, sólo me servirían para jugar juegos peores". El santo añade: "Nadie hace bien lo que hace contra su voluntad" y observa que el mismo maestro que le castigaba por una falta sin importancia, "se mostraba en las disputas con los otros profesores menos dueño de si y más envidioso que un niño al que otro vence en el juego". Agustín estudiaba con gusto el latín, que había aprendido en conversaciones con las sirvientas de su casa y con otras personas; no el latín "que enseñan los profesores de las clases inferiores, sino el que enseñan los gramáticos". Desde niño detestaba el griego y nunca llegó a gustar a Homero, porque jamás logró entenderlo bien. En cambio, muy pronto tomó gusto por los poetas latinos.
Años juveniles
Agustín fue a Cartago a fines del año 370, cuando acababa de cumplir diecisiete años. Pronto se distinguió en la escuela de retórica y se entregó ardientemente al estudio, aunque lo hacía sobre todo por vanidad y ambición. Poco a poco se dejó arrastrar a una vida licenciosa, pero aun entonces conservaba cierta decencia de alma, como lo reconocían sus propios compañeros. No tardó en entablar relaciones amorosas con una mujer y, aunque eran relaciones ilegales, supo permanecerle fiel hasta que la mandó a Milán, en 385. Con ella tuvo un hijo, llamado Adeodato, el año 372. El padre de Agustín murió en 371. Agustín prosiguió sus estudios en Cartago. La lectura del "Hortensius" de Cicerón le desvió de la retórica a la filosofía. También leyó las obras de los escritores cristianos, pero la sencillez de su estilo le impidió comprender su humildad y penetrar su espíritu. Por entonces cayó Agustín en el maniqueísmo. Aquello fue, por decirlo así, una enfermedad de un alma noble, angustiada por el "problema del mal", que trataba de resolver por un dualismo metafísico y religioso, afirmando que Dios era el principio de todo bien y la materia el principio de todo mal. La mala vida lleva siempre consigo cierta oscuridad del entendimiento y cierta torpeza de la voluntad; esos males, unidos al del orgullo, hicieron que Agustín profesara el maniqueísmo hasta los veintiocho años. El santo confiesa: "Buscaba yo por el orgullo lo que sólo podía encontrar por la humildad. Henchido de vanidad, abandoné el nido, creyéndome capaz de volar y sólo conseguí caer por tierra".
San Agustín dirigió durante nueve años su propia escuela de gramática y retórica en Tagaste y Cartago. Entre tanto, Mónica, confiada en las palabras de un santo obispo que, le había anunciado que "el hijo de tantas lágrimas no podía perderse", no cesaba de tratar de convertirle por la oración y la persuasión. Después de una discusión con Fausto, el jefe de los maniqueos, Agustín empezó a desilusionarse de la secta. El año 383, partió furtivamente a Roma, a impulsos del temor de que su madre tratase de retenerle en África. En la Ciudad Eterna abrió una escuela, pero, descontento por la perversa costumbre de los estudiantes, que cambiaban frecuente de maestro para no pagar sus servicios, decidió emigrar a Milán, donde obtuvo el puesto de profesor de retórica.
Ahí fue muy bien acogido y el obispo de la ciudad, San Ambrosio, le dio ciertas muestras de respeto. Por su parte, Agustín tenía curiosidad por conocer a fondo al obispo, no tanto porque predicase la verdad, cuanto porque era un hombre famoso por su erudición. Así pues, asistía frecuentemente a los sermones de San Ambrosio, para satisfacer su curiosidad y deleitarse con su elocuencia. Los sermones del santo obispo eran más inteligentes que los discursos del hereje Fausto y empezaron a producir impresión en la mente y el corazón de Agustín, quien al mismo tiempo, leía las obras de Platón y Plotino. "Platón me llevó al conocimiento del verdadero Dios y Jesucristo me mostró el camino". Santa Mónica, que le había seguido a Milán, quería que Agustín se casara; por otra parte, la madre de Adeodato retornó al África y dejó al niño con su padre. Pero nada de aquello consiguió mover a Agustín a casarse o a observar la continencia y la lucha moral, espiritual e intelectual continuó sin cambios.
Excelencia de la castidad
Agustín comprendía la excelencia de la castidad predicada por la Iglesia católica , pero la dificultad de practicarla le hacía vacilar en abrazar definitivamente el cristianismo. Por otra parte, los sermones de San Ambrosio y la lectura de la Biblia le habían convencido de que la verdad estaba en la Iglesia, pero se resistía todavía a cooperar con la gracia de Dios. El santo lo expresa así: "Deseaba y ansiaba la liberación; sin embargo, seguía atado al suelo, no por cadenas exteriores, sino por los hierros de mi propia voluntad. El Enemigo se había posesionado de mi voluntad y la había convertido en una cadena que me impedía todo movimiento, porque de la perversión de la voluntad había nacido la lujuria y de la lujuria la costumbre y, la costumbre a la que yo no había resistido, había creado en mí una especie de necesidad cuyos eslabones, unidos unos a otros, me mantenían en cruel esclavitud. Y ya no tenía la excusa de dilatar mi entrega a Tí alegando que aún no había descubierto plenamente tu verdad, porque ahora ya la conocía y, sin embargo, seguía encadenado ... Nada podía responderte cuando me decías: 'Levántate del sueño y resucita de los muertos y Cristo te iluminará . . . Nada podía responderte, repito, a pesar de que estaba ya convencido de la verdad de la fe, sino palabras vanas y perezosas. Así pues, te decía: 'Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo´. Pero ese 'pronto' no llegaba nunca, las dilaciones se prolongaban, y el 'poco tiempo' se convertía en mucho tiempo".
El ejemplo de los Santos
El relato que San Simpliciano le había hecho de la conversión de Victorino, el profesor romano neoplatónico, le impresionó profundamente. Poco después, Agustín y su amigo Alipio recibieron la visita de Ponticiano, un africano. Viendo las epístolas de San Pablo sobre la mesa de Agustín, Ponticiano les habló de la vida de San Antonio y quedó muy sorprendido al enterarse de que no conocían al santo. Después les refirió la historia de dos hombres que se habían convertido por la lectura de la vida de San Antonio. Las palabras de Ponticiano conmovieron mucho a Agustín, quien vio con perfecta claridad las deformidades y manchas de su alma. En sus precedentes intentos de conversión Agustín había pedido a Dios la gracia de la continencia, pero con cierto temor de que se la concediese demasiado pronto: "En la aurora de mi juventud, te había yo pedido la castidad, pero sólo a medias, porque soy un miserable. Te decía yo, pues: 'Concédeme la gracia de la castidad, pero todavía no'; porque tenía yo miedo de que me escuchases demasiado pronto y me librases de esa enfermedad y lo que yo quería era que mi lujuria se viese satisfecha y no extinguida". Avergonzado de haber sido tan débil hasta entonces, Agustín dijo a Alipio en cuanto partió Ponticiano: "¿Qué estamos haciendo? Los ignorantes arrebatan el Reino de los Cielos y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente, revolcándonos en el pecado. Tenemos vergüenza de seguir el camino por el que los ignorantes nos han precedido, cuando por el contrario, deberíamos avergonzarnos de no avanzar por él".
Gracia divina que todo lo puede
Agustín se levantó y salió al jardín. Alipio le siguió, sorprendido de sus palabras y de su conducta. Ambos se sentaron en el rincón más alejado de la casa. Agustín era presa de un violento conflicto interior, desgarrado entre el llamado del Espíritu Santo a la castidad y el deleitable recuerdo de sus excesos. Y Levantándose del sitio en que se hallaba sentado, fue a tenderse bajo un árbol, clamando: "¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar siempre airado? ¡Olvida mis antiguos pecados!" Y se repetía con gran aflicción: "¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no voy a poner fin a mis iniquidades en este momento?" En tanto que se repetía esto y lloraba amargamente, oyó la voz de un niño que cantaba en la casa vecina una canción que decía: "Tolle lege, tolle lege" (Toma y lee, toma y lee). Agustín empezó a preguntarse si los niños acostumbraban repetir esas palabras en algún juego, pero no pudo recordar ninguno en el que esto sucediese. Entonces le vino a la memoria que San Antonio se había convertido al oír la lectura de un pasaje del Evangelio. Interpretó pues, las palabras del niño como una señal del cielo, dejó de llorar y se dirigió al sitio en que se hallaba Alipio con el libro de las Epístolas de San Pablo. Inmediatamente lo abrió y leyó en silencio las primeras palabras que cayeron bajo sus ojos: "No en las riñas y en la embriaguez, no en la lujuria y la impureza, no en la ambición y en la envidia: poneos en manos del Señor Jesucristo y abandonad la carne y la concupiscencia". Ese texto hizo desaparecer las últimas dudas de Agustín, que cerró el libro y relató serenamente a Alipio todo lo sucedido. Alipio leyó entonces el siguiente versículo de San Pablo: "Tomad con vosotros a los que son débiles en la fe". Aplicándose el texto a sí mismo, siguió a Agustín en la conversión. Ambos se dirigieron al punto a narrar lo sucedido a Santa Mónica, la cual alabó a Dios "que es capaz de colmar nuestros deseos en una forma que supera todo lo imaginable". La escena que acabamos de referir tuvo lugar en septiembre de 386, cuando Agustín tenía treinta y dos años.
En las manos del Señor
El santo renunció inmediatamente al profesorado y se trasladó a una casa de campo en Casiciaco, cerca de Milán, que le había prestado su amigo Verecundo. Santa Mónica, su hermano Navigio, su hijo Adeodato, San Alipio y algunos otros amigos, le siguieron a ese retiro, donde vivieron en una especie de comunidad. Agustín se consagró a la oración y el estudio y, aun éste era una forma de oración por la devoción que ponía en él. Entregado a la penitencia, a la vigilancia diligente de su corazón y sus sentidos, dedicado a orar con gran humildad, el santo se preparó a recibir la gracia del bautismo, que había de convertirle en una nueva criatura, resucitada con Cristo. "Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte".
2006-07-29 12:14:28
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answer #5
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answered by Anonymous
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