Manuel Camacho ha sido actor central en tres elecciones presidenciales, en 1988, 1994 y 2006, y sus vaivenes han sido tan consistentes, como incongruente es su actuar.
En 1988 negoció con Cuauhtémoc Cárdenas para atemperar su protesta de fraude electoral y prometió que aceptarían sus victorias en el Distrito Federal, Michoacán, Guerrero y Morelos. Al final, sólo les reconocieron la capital federal y la tierra de Cárdenas, y declaró que "condicionar la validez de la elección presidencial a la apertura de paquetes electorales --como quería la oposición-- es un argumento político que supondría poner en duda todo el proceso electoral previo. No puede ni debe haber negociación con la voluntad popular; defenderemos los resultados que se derivan del cómputo de las 300 actas distritales, porque ese es el resultado legítimo".
Hoy, su punto de vista es radicalmente el opuesto. Esta semana advirtió que si el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación no abría todas las casillas y se contaban todos los votos de la última elección presidencial, "el conflicto se irá a los enfrentamientos en las calles, al desbordamiento de la fuerza pública y al dilema de la intervención de las fuerzas armadas". No debería de extrañar, pues Camacho, bajo la máscara de un pacifista ha sido exactamente lo contrario.
Como operador del entonces presidente Carlos Salinas, construyó la imagen de una fuerza violenta e intransigente del Frente Democrático Nacional, precursor del PRD, contribuyendo a las condiciones por las cuales más de 500 de sus militantes fueron asesinados. Formado en la vieja escuela echeverrista de crear conflictos para después él mismo resolverlos, el alzamiento del EZLN le quedó como un traje a la medida meses después de que Salinas, en la quintaesencia monárquica, heredó a su hijo, Luis Donaldo Colosio, y no a su hermano, Camacho, "El Macho Camacho", como le apodaban en el gabinete, donde se había peleado con todos.
Convenció a Salinas de nombrarlo negociador de la paz en Chiapas quien, renuente, lo aceptó luego que la otra opción que tenía sobre la mesa era un sofocamiento del alzamiento en 72 horas con un costo probable de 300 vidas. Salinas pensaba que alteraría la campaña presidencial. Tenía razón. Camacho, a través de una estrategia mediática, torpedeó la campaña de Colosio. Si no levantaba su campaña, decía, era porque el candidato era un inepto. Él estaba ahí, le dijo una vez a quien esto escribe, no para alcanzar la paz en Chiapas, sino para crear condiciones de estabilidad en las elecciones presidenciales, y sentó al Subcomandante Marcos y a su guerrilla vestida con uniformes que les enviaron del Metro a negociar con el gobierno apenas 11 días después de declararle la guerra, rompiendo toda lógica insurgente. Camacho apostó a desbarrancar la campaña de Colosio y erigirse como el candidato emergente del PRI. Pero en el enrarecimiento que él ofreció sofocar, asesinaron a Colosio y él, acusado injustamente de ser autor intelectual del mismo, se fue a hibernar.
En el ostracismo, acompañado sólo por un puñado de colaboradores y por su protegido Marcelo Ebrard, fundó un partido y se lanzó como candidato a la Presidencia en 1994, perdiendo el registro y la credibilidad. Seis años después le dio la mano a Vicente Fox y, como muchos que ahora están con Andrés Manuel López Obrador, fue un creyente del "voto útil". Pero no alcanzó trabajo, y se fue al PRD, donde lo hicieron diputado federal, y a donde jaló a Ebrard, que antes había jugado con el Partido Verde, que ambos, por instrucciones de Salinas y su secretario de Gobernación, Fernando Gutiérrez Barrios, ayudaron a fundar. Debilitado, hace seis años pasó casi inadvertido durante el proceso de la elección presidencial.
Para Camacho, suicidarse es redundante. Siempre habrá quien recoja su cadáver y lo valore como oro. Hoy es un arquetipo de lo que está sucediendo en la poscampaña de López Obrador. Quien hablaba del Estado cuando era el ideólogo del grupo compacto de Salinas y mostraba sus credenciales de demócrata, anda ahora sugiriendo la destrucción del Estado animando la ilegalidad. Después de todo, ¿qué pierde? Él no es un producto de la izquierda, o un subproducto siquiera como el propio López Obrador, que rompió con el viejo régimen en 1987 y se mantuvo en una línea coherente de oposición. Maniobrero, sus vaivenes, arrebatos, promesas incumplidas, amagos y deslealtades, conforman su biografía pública.
Hoy parece el autor intelectual de la ruta de la agudización de las contradicciones al ser uno de los principales operadores de López Obrador para tensar la liga violentando tiempos y normas de la ley que rige la elección presidencial sin, parecería, importarle demasiado el desenlace. Finalmente, como cabeza visible de un grupo de expriistas desplazados de poder y posición en del viejo régimen, ya no tiene nada que perder. No es lo mismo, definitivamente, para López Obrador, el PRD y la izquierda mexicana que acumularon un enorme capital político en la pasada elección federal, que exigen legal y legítimamente la revisión del proceso electoral, y que no mueren con el 2 de julio, sino que tienen vida política de sobra más allá, incluso, por encima de cualquier resultado final de la elección.
Pero para Camacho, el hombre de las mil piruetas, es un caso totalmente distinto y tiene que ver con su supervivencia. Sabe elevar las expectativas al máximo, y suele olvidarse que también las destroza con igual contundencia. En 1988 le costó mucho a la izquierda. En 1994, el costo fue para el país. ¿Ahora, qué quiere? Eficiente en la creación de escenarios de inestabilidad, no ha dejado de declarar a la prensa extranjera que para allá va el país. Eso quisiera. Si pierde López Obrador, él pierde la posibilidad de regresar al poder por la puerta grande. Y si no se radicaliza, no podrá neutralizar al creciente número de perredistas que están reconociendo en él el traidor de la izquierda que siempre fue. Fracasó rotundamente como coordinador de las redes ciudadanas en el norte del país, donde ni logró captar bloques de priistas, y menos aún convencer a los electores que el candidato perredista no era ninguna amenaza para México. Se encuentra, ciertamente, en una situación muy incómoda. La radicalización hasta el estallamiento es una puerta de salida que cae muy bien en el imaginario colectivo, pero terriblemente irresponsable. Pero, momento. Camacho no se ha distinguido en ese cajón de rendición de cuentas públicas. Por el contrario. Los perredistas, y López Obrador mismo, deberían de empezar a asimilar que los priistas más amargados porque creen que perdieron más, como Camacho, son los más beligerantes, intransigentes y extremistas. Nunca hay que olvidar que los reconvertidos, siempre son los peores, y que los pueden arrastrar hasta el despeñadero.
2006-07-21 07:28:29
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answer #1
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answered by Anonymous
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El conflicto es resultado de una sociedad elitista en donde cada vez mas se acrecenta la diferencia entre clases sociales. El PRI es parte importante del proceso, ya que al retener el poder por tantos años y con tantas manipulaciones tramposas; y después retirarse del poder, el pueblo de Mèxico despertó una conciencia democrática. El nuevo partido que llego al poder lo único que hizo fue mantener las clases económicas igual que antes, no propicio ningún cambio favorable hacia los mexicanos. Es por eso que el país se dividió en dos: las clases media y baja (la mayoría de los habitantes del país) con un ideal de igualdad y la burguesía (empresarios, banqueros, trabajadores del gobierno) que solo quieren el poder para seguirse beneficiando. Esto no es nuevo, desde la independencia de Mèxico la lucha de las clases socioeconomicas ha sido constante (por eso hubo un Juarez, un Madero, un Zapata, y un largo etc), y hasta que los mexicanos no tengan verdadera voz y voto (no la pseudodemocracia que existe) seguirán los movimientos sociopoliticos.
2006-07-21 07:19:10
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answer #3
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answered by Anonymous
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